viernes, 27 de diciembre de 2013

Escribir bonito

Julia escribía bonito. Esa es la conclusión a la que llegaban todos los lectores, daba igual si escribía sobre política, pintura o jardinería, el regusto después del punto final era siempre el mismo, como si hubieran leído una poesía larga, de las que se entienden, de las que usan metáforas sencillas, de las que utilizan palabras que suenan bien y nunca palabras bruscas, aunque tengan que hablar de penes o de la pus de una herida de guerra. De las que tampoco no abusan de las translocaciones adjetivales ni acaban siempre las rimas con las mismas sílabas, que no tienen ningún mérito porque sólo hace falta conjugar en el mismo tiempo, pongamos un pretérito imperfecto, un verbo de igual vocal temática. Julia escribía tan bonito que fue Miss Literata en el 96, y si en el 98 quedó Segunda Dama de Honor sólo fue porque un error de imprenta substituyó la palabra zapato por la palabra zapatilla, ella que ya en aquel tiempo nunca usaba un calzado que llevara cordones, acentuó su manía: desde entonces sólo se puso stilettos de charol.

martes, 17 de diciembre de 2013

Navidad bohemia

El diario de adulta que empecé - echen cuentas - hace más o menos diez años es un compendio de notas mentales y transcripciones de lecturas que me impactan, aunque a veces también se cuelen listas de la compra o números de teléfonos aislados que no sé a quién pertenecen ni cuando apunté, si les debo una llamada, discúlpenme, ustedes también han engrosado mi agenda de anónimos.

Empecé a rellenar la Moleskine con Milan Kundera, sobretodo con frases de La insoportable levedad del ser y de La inmortalidad. Creo que nunca he estado más orgullosa de mi apellido - aunque mi padre me haya dado buenas razones para estarlo - que desde que supe que también era el nombre del que se convertiría en mi escritor extranjero favorito. Lástima que publique poco y sobretodo que se exiliara a Francia en el 75, ahora que precisamente voy a pasar unos días en la República Checa y me imaginaba haciendo un circuito literario por las calles de Praga. Pero me queda Alfons Mucha, que sí tiene un museo en la ciudad. Me temo que en el presupuesto del viaje deberé añadir una partida para los gastos en la tienda del museo donde, confieso, puedo llegar a pasar más tiempo que en las salas de la pinacoteca. Diría que hasta me siento la Baronesa Thyssen cuando adquiero reproducciones de cuadros estampadas en libretas, imanes, calendarios o camisetas.

Pero antes de Praga, Navidad, que ya está llegando, porque es una fiesta que se prepara como Dios manda, nunca mejor dicho. Yo visito religiosamente la Fira de Santa Llúcia, la de los artesanos, la exposición de pesebres, envío postales, disfruto cada año de la obra de teatro dels Amics de les Arts e impido que en casa se escuchen otras canciones que no sean villancicos, en versiones de Frank Sinatra, Ella Fitzgerald, Kenny Rogers o Diana Krall, eso sí.

Volviendo a Praga, habrá quien haya notado que no he mencionado a Kafka. A mi su Metamorfosis no me dice nada. Espero que esto cambie, no me enorgullece mi incapacidad para apreciar su literatura cuando es uno de los escritores que más se admiran entre el gremio: desde Borges hasta Coetzee. En cualquier caso, ahora que sé que Kafka era vegetariano, me seduce un poco más. Ya no soy de las que piensan que toda buena persona debería ser vegetariana ni tampoco que todos los vegetarianos son buenas personas, pero aún así la afinidad dietética sigue siendo un factor que tengo en cuenta cuando se trata de elegir. Quizás resulte una variable tan ridícula como preferir los autores que ponen títulos largos, pero al menos me vale para ordenar mis lecturas, ahora bien, de ahí a que sirva para discriminar la buena literatura hay un abismo. Yo por si a caso sigo sin probar la carne y si no me convierto en mejor escritora, ni tampoco en mejor persona, siempre podré, como Kafka, mirar una pecera y decir “ahora al menos puedo miraros en paz, ya no os como.”

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 14 de diciembre de 2013

miércoles, 11 de diciembre de 2013

La vida secreta de las cosas: alas y bicicleta

Sólo por alas cambiaría mi bicicleta, y de arcángel o de gaviota, no se crean, que a mi las de mosca no me tientan. Ah, y sólo si fueran plegables, claro, para que en el ascensor no se me quedaran apresadas con la puerta, y en el cine no tuviera que pagar por las butacas caras. Lo ideal sería que pudiera ponérmelas y sacármelas, que combinaran con la ropa - si existieran en diversos colores ya sería la bomba - y que el mantenimiento consistiera en dejarlas acariciar por los terrestres recelosos, a los que les permitiría probar mis alas un rato, para que se convencieran de que funcionan y de que aunque en las alturas hace más frío, si eres capaz de rebasar las nubes, el sol te calienta tanto que hay que ir con cuidado de que no se derritan las targetas de crédito y el carné de la biblioteca.

Al principio, les seguiría diciendo, te pierdes mucho. En el cielo no ha llegado aún la urbanización, y entre las corrientes convectivas y los anticiclones si te descuidas puede que de regreso del trabajo a tu casa acabes en Francia o en Bélgica. Les contaría que yo un día acabé en Praga, justo encima del Puente de Carlos y eso que yo sólo pretendía ir de Terrassa a Cadaqués. Luego, continuaría explicándoles, cuando las artes del vuelo ya te son conocidas y hasta compites en acrobacias con las golondrinas, sigues llegando tarde a los sitios, lo que prueba que la expresión “vengo volando” sólo la pudo inventar alguien que, como mucho, se arrastraba por el suelo. Y es que cuando tienes alas, no apetece nada aterrizar, siempre hay buenos motivos por los que seguir volando así hayas pasado tu destino hace rato: yo me entretendría en acompañar a las aves migratorias (sólo de norte a sur), en buscar siempre puestas de sol y cuando me sobrara mucho tiempo, en tratar de econtrar a Dios. Por la noche me uniría a los murciélagos con cuidado de no encontrarme a Drácula pero ansiosa por encontrarme a Santa Claus.