miércoles, 26 de febrero de 2014

Crónicas mágicas desde Terrassa II

Hoy entre las iglesias de Sant Pere y el puente de acero que baja a Vallparadís he visto un gnomo. Iba solo y muy deprisa, me he acercado con sigilo para observarlo pero él me ha detectado y yo temerosa de que pensara que era un trol - hoy voy más despeinada de lo normal - me he parado en seco. Él en cambio se ha girado y me ha mirado, en concreto el tobillo, porque era tan bajito que hasta yo soy más alta por muchos centímetros. Como parecía curioso, me he agachado y a duras penas he distinguido lo que me decía, aunque según él me ha contado después, estaba gritando tan fuerte como sus pulmones le permitían. Bien, el caso es que me ha dicho que ya era hora de que algún egarense le viera, a él o a cualquier gnomo de la colonia que vive bajo el castillo Cartoixa. Ya empezaban a pensar que los terrasenses somos ciegos y sordos, pues no se explicaban cómo después de tantos años en la ciudad, nadie les hubiera ido a saludar. Creo que también han llegado a pensar que a lo mejor sólo éramos unos maleducados, pero eso, para ser justos, no me lo ha dicho, creo que era tan benévolo que guardaba esa posibilidad como remota. La verdad es que el pobre tiene razón, les diré que he estado quince minutos conversando con él a plena luz del día y que los paseantes de perros, los jubilados distraídos y las mujeres que iban a buscar a sus niños al colegio ni nos han mirado. He estado a punto de decirles ¡Eh! ¿Pero es que no ven que aquí hay un gnomo? ¿No ven que este descubrimiento puede ser transcendental? ¡Quizás estemos a un paso de descubrir que en Terrassa también hay hadas, unicornios, ángeles, elfos y pegasos! Ah, pero me he callado. Saben que soy la loca de los cuentos.

Al cabo de un rato prudencial, le he pedido si podía ver su casa. No se crean que soy tan directa con las personas que acabo de conocer, pues sé que la gente sólo enseña su casa a cambio de que el otro le muestre la suya, normalmente con alguna excusa que esconde el puro voyerismo que lo motiva. Sí, no se asusten por la palabra, no en vano dice Francesco Alberoni que las revistas de decoración son como literatura erótica para las mujeres. Pero vuelvo a la historia: el gnomo ha aceptado encantado, parece que ellos no intentan disimular que les encanta enseñar lo felices que son (en un estudio posterior incluiré esta observación como hipótesis en torno la cual ellos no reconocen este acto de exhibición como una forma de vanagloriarse). De momento no revelaré la localización exacta de su casa por prudencia, sé que esta misma tarde habría una redada policial en los alrededores de Vallparadís y me temo que mi marido, por muy buen abogado que sea, no sabría como defender a un gnomo de los cargos de apropiación 
indebida de tierras o urbanización sin licencia en un parque infantil. Lo único que os puedo decir es que su casa es fantástica, encantadora, cálida, preciosa y que he cabido sin problemas aunque dentro todo fuera diminuto como en una casita de muñecas. He quedado con él que todos los miércoles por la tarde, lo visitaré a la hora del te. Su mujer es tan simpática que me ha regalado un trozo de pastel para el viaje de vuelta (creo que piensan que de Vallparadís a mi trabajo en el Passeig del Vapor Gran hay muchos días de trayecto...). Ah, se llaman David y Lisa.

martes, 25 de febrero de 2014

Prefijos fantásticos

En Terrassa hay un hombre que cree que las bicicletas son en realidad postcoches porque son más divertidas y superiores en prestaciones. Por eso mismo defiende que los vehículos a motor son también prebicicletas, porque son un invento popularmente precedente pero fallido. Para este hombre todo acaba y empieza en las bicicletas así, para él los libros que no las mencionan son antilibros, las personas que no las usan son semipersonas y las suelas que han sido desgastadas por el pedal son extrasuelas. Lo que más le molesta a este superhombre - así define a los que usan la bicicleta al menos una vez al día - es que llueva, la lluvia es la remuerte de los paseos, aunque para eso él siempre lleve una hipersonrisa puesta que le sirva de paraguas. Al hombremóvil, al hombreruedas nada le detiene, excepto cuando a su minimujer se le sale la cadena de la bici...

Hipótesis fantástica: ¿Qué pasaría si los vegetarianos fueran invisibles?

Se dice que hace muchos, muchos años, Pitágoras consiguió elaborar una fórmula matemática que, al ser recitada de memoria, te hacía invisible. Era una fórmula muy compleja y peligrosa porque si te equivocabas en un número podía desaparecerte la nariz, la ropa o el pelo, por eso Pitágoras la mantuvo en secreto y sólo se la reveló a un grupo de alumnos que seguían fielmente sus preceptos, entre los cuales estaba ser vegetariano. La Hermandad Pitagórica sobrevivió a muchos ataques precisamente porque, cada vez que llegaban los bárbaros, recitaban el abracadabra numérico hasta hacerse invisibles. Para volver a ser de carne y hueso había que recitar la fórmula al revés y claro, si te equivocabas había riesgos: podía aparecerte el cuello de una jirafa, los pantalones tres tallas menos o el pelo de color plátano. 

Todo esto lo descubrió la niña Valeria una tarde de marzo, cuando preguntando a su madre porqué no había visto nunca restaurantes vegetarianos en la ciudad, la madre le explicó que probablemente se debía a que los vegetarianos eran invisibles por pitagóricos, así no supieran recitar ya la fórmula matemática secreta. Ese día Valeria decidió que dejaría de comer carne. Quería ser invisible para no perder nunca más cuando jugaba con sus amigas al escondite y ya de paso, para entrar a todas las granjas del país y dejar salir a todos los animales. 

Con el tiempo Valeria confundió los cuentos y empezó a pensar que era como el Rey Midas, sólo que ella en vez de convertirlo todo en oro, hacía invisible  aquello que tocaba. Por eso pensaba que los animales que liberaba y que se llevaba a casa estaban a resguardo de las miradas de sus padres. Al principio así fue, la niña Valeria escondió la vaca Milka debajo de la cama, la abeja Maya en la caja donde guardaba los dientes de leche caídos y los pollitos de KFC en el cajón de los calcetines. Pero la noche que Valeria, invisible, entraba en casa seguida de un cerdito supo, por la cara de sus padres, que su plan no había funcionado. Por suerte, justo antes de que ella llegara, estaban atareados con la declaración de la renta: sumaban, restaban, multiplicaban y dividían en sendas calculadoras. La casualidad quiso que ambos al recitar los numeritos de la pantalla, estuvieran sin saberlo recitando la fórmula pitagórica, de manera que al instante se volvieron invisibles y por supuesto, ¡también vegetarianos!

Binomio fantástico: pie e interruptor

Érase una vez un interruptor al que le salió un pie. Un pie largo (del número 40-41), con dedos de pianista (el pie no sabía que el piano se tocaba con las manos), enfundado en una bota de agua azul brillante. 

El interruptor no supo que le había salido un pie hasta que el niño de la casa lo tocó y encendió la luz del cuarto. Ese día, a parte de las cosquillas típicas que sentía cuando el niño de la casa lo tocaba, porque solía llevar las manos pringosas de chocolate, casi se cae de la pared. ¡Un pie! ¡Con una bota de agua azul brillante! 

El interruptor no entendía nada. Su madre la lámpara siempre le había dicho que su único cometido en la vida sería quedarse quietecito y hacer clic-clac cada vez que alguien lo acariciara, aunque no cuando lo acariciaran muy suave porque entonces los amos de la casa se enfadarían y tendrían que pagar caro (muy caro) que la luz se encendiera sin querer. Al pobre interruptor le costaba mucho aguantarse cuando alguien se apoyaba en él sin pensarlo, y porque sabía que estaban a plena luz del día distinguía que esa fuerza que le aplastaba no tenía voluntad de conectar la bombilla. Su padre el enchufe también le daba consejos, aunque al pobre interruptor no le servían de nada porque siempre pontificaba sobre la maldad de los secadores de pelo, que le chupaban toda la energía para nada, pues al final la señora de la casa iba tan despeinada como siempre. 

El interruptor miraba su pie siempre que podía, y cuando por la noche estaba oscuro y el niño de la casa dormía imaginaba que se descolgaba de su nicho y se iba a pisar los charcos del parque, algo muy peligroso según tenía entendido porque podía electrocutarse. 

Con el tiempo el interruptor perdió la paciencia, jugaba a darle patadas a la pared hasta que aprendió a estirar tanto el pie que se alcanzaba la barriga y entonces prendía la luz en pleno día y la señora de la casa regañaba a su hijo por haber dejado la lámpara encendida. El interruptor no desistía y seguía haciendo clic-clac cuando quería. El niño de la casa se quejaba de que él apagaba siempre la luz al salir de su cuarto, y cuando la señora ya no tuvo más remedio que creerle, empezó a pensar que en esa casa había fantasmas. 

Ah, si ellos supieran que sólo era un interruptor aburrido al que le había salido un pie largo, con dedos de pianista, enfundado en una bota de agua azul brillante...

Binomio fantástico: pintor y botella

Érase una vez un pintor que todas las noches, después de salir de su estudio repleto de lienzos a medio acabar y de botes de pintura mal tapados, se moría por encontrar una fuente para calmar su sed. Era tan grande la sed que tenía que se le enganchaba la lengua en el paladar, a veces tan fuerte que aunque algún conocido le parara y le saludara, él no le podía responder, porque hasta articular la palabra “Hola” le secaba más aún la garganta. Perdió algunos amigos que nunca entendieron porqué de pronto el pintor se había vuelto tan maleducado. Poco después, el pintor pensó que debía poner remedio a su problema y se le ocurrió llevarse una botella grande llena de agua de la fuente para que así, cuando por la noche tuviera que salir abrasándose la boca, él tuviera a mano el elixir. 

Así lo hizo el viernes 20 de febrero, día en que el pintor se hizo famoso, porque no os he dicho que tenía una boca tan grande y estaba ya tan poco acostumbrado a beber de algo que no fuera del chorro de la fuente, que después de tomarse los dos litros de agua, se tragó la botella entera. Por suerte la botella se acomodó muy bien en el estómago y excepto algunos ardores los domingos cuando hacía la siesta, el pintor se sentía bien y hasta feliz porque ahora sólo tenia que introducirse una manguera por la boca para llenar la botella. 

Todas las noches después de salir de su estudio repleto de lienzos un poco más acabados y de botes de pintura mal tapados pero también más vacíos, el pintor sólo tenía que hacer el pino para poder beber. Los niños del pueblo se arremolinaban en torno a él, los perros trataban de robarle el agua que se le escurría de la boca y una vez un bombero lo usó para apagar el fuego que se originó en la panadería, el día en que se quemaron ocho quilos de barras de cuarto. 

Se dice que el pintor empezó a introducirse pintura de todos los colores en la botella, primero azul, luego roja, luego amarilla... Cuando llegaba a su estudio se colgaba cabeza abajo de unos ganchos que había instalado en el techo y así, columpiándose del artilugio pintaba lienzos situados en el suelo hasta conseguir cuadros que a muchos les parecían vomitivos, aunque el pintor nunca se tomó ese adjetivo a mal, al fin y al cabo si no fuera porque eran colores y no jugos gástricos lo que estaba enganchado en el lienzo, bien podría decirse que el pintor dejó de serlo para convertirse en un regurgitador profesional que, ahora sí, triunfaba en todas las galerías de arte bajo el nombre de Jackson Pollock.

viernes, 14 de febrero de 2014

Crónicas mágicas desde Terrassa I

En invierno la calle Sant Joan huele a chimenea ardiendo, sobretodo por las noches, cuando de camino al Parque Vallparadís se suma la oscuridad al festival de leña quemada: la vecina del cuarto se ratifica entonces y está más segura que nunca de que los ciegos no sólo oyen mejor sino que también han desarrollado más su capacidad olfativa, ahora sólo le queda comprobar que precisamente por eso tienen orejas y nariz más grandes. Por las mañanas, las calles del centro huelen a pan, sobretodo la calle Sant Pere que ha sido invadida por la fiebre de las baguettes y las barras en todas sus variantes: con nueces, con cebolla, de soja, de cereales, integral, con masa madre, catalana, de nieve... Las colas en estas panaderías suelen ser largas, con tantas alternativas desconocidas nadie sabe qué comprar y cuando al final la vecina del sexto opta por la clásica barra de cuarto, le dicen que todavía faltan cinco minutos para que salga del horno. La vecina del cuarto ha descubierto la barra medieval y aunque nunca puede resistir a comerse el crustón antes de llegar a casa - y eso que sube en bicicleta - sospecha que la engañan: no cree que los molinos del siglo X, ni tan siquiera los del XV consiguieran una miga tan fina y tan blanca. De camino al trabajo, el hombre que siempre habla por teléfono suele pasear por los jardines de la calle Cardaire, se imagina que son suyos y que manda poner peces de colores en el pequeño estanque del fondo a la derecha, que él mismo se pone unos guantes, le da el día libre al jardinero, y planta las begonias que están junto al banco pero, sobretodo, que quita el cartel que indica que se prohíben entrar perros y él trae al suyo, un doctor especialista en robótica, y lo deja suelto para que sea el primero que marque todos los troncos, papeleras y farolas del jardín. ¡Dejen que su orín riegue las rosas, por Dios, que hoy es su cumpleaños! (Feliç 11è aniversari Slump!)

Mientrastanto, un cristalero bajito repasa el aparador de la tienda de ropa vintage que bien podría ser una tienda de decoración, hace un par de meses vi salir una pareja de recien casados un poco tristes porque no habían podido convencer a la dependienta para que les vendiera la mesa de madera maciza que preside la tienda. Sospecho que ahora que los rumores dicen que cierra, la dueña va a montar un mundo paralelo pero más bonito, me consta que es tan capaz de diseñar bolsos o zapatos como de diseñar una ciudad en la que, por supuesto, las tiendas no abrirán los festivos porque no hay derecho a que haga más de un año que no haya podido hacer una excursión por el parque de Sant Llorenç del Munt. La vecina del cuarto no sabe donde comprará ahora los vestidos que despiertan tanto interés entre sus conocidos y que han hecho que hasta la señora de la tienda de las medias, los leotardos y los batines la pare siempre por la calle para decirle que va muy guapa.

Los viernes la Plaza del Mercado está llena de octogenarias que llenan sus carritos de pescado fresco, frutas, verduras y vianda recién hecha. Llegan a casa exhaustas después de empujar con todo su cuerpo los carros repletos de los ingredientes que, al menos una vez a la semana, servirán para que los nietos visiten a sus abuelas: todos los domingos la señora del quinto canta coplas mientras cocina porque sabe que ese día no come sola.

jueves, 13 de febrero de 2014

Cuando la bondad se pone en duda

Qué triste comprobar que en este mundo se desconfía de la gente buena y saber que se malpiensa (en el sentido ético y técnico) por sistema. Asumo que sospechar de los actos desinteresados es una muestra más de una sociedad enferma a la que le parece más normal que la gente quiera engañarte que colaborar por un bien común. Sigue manteniéndose la lógica arcaica del ganar-perder, como si las relaciones sociales pudieran medirse en términos simplistas y se obviara que fuera del terreno de juego, siempre que alguien gana sobre otro, todos pierden en realidad.

Desde hace un par de semanas soy cauta con la bondad, tengo miedo de que alguien recele si me ofrezco a acompañar a un invidente al otro lado de la calzada, si devuelvo el cambio que me han dado mal en la panadería o si promuevo mejoras en la comunidad de propietarios de las que todos podemos salir beneficiados. Creo que me espían esperando sorprenderme recibiendo privilegios ilícitos o favoreciendo intereses propios. ¿Y si se enteran de que el otro día, después de ofrecer la hora a unos paseantes, me dieron las gracias? ¿Y si descubren que mis actos de altruismo son dictados por mi conciencia? ¿Me acusarán de aprovechada? ¿De agente encubierto de una conspiración filantrópica?

A mi padre ya se lo advirtió mi abuelo: “Es mejor tratar con un negociador que con un ignorante”. Con el negociador puede que tengas que hacer concesiones pero una vez aceptado el trato ambas partes salen satisfechas. Con un ignorante, en cambio, da igual lo mucho o poco que se pacte, siempre se va con la impresión de haber sido estafado. Lo peor es que la ignorancia lleva a la maldad, y así aunque tu único delito haya sido tirarle perlas a los cerdos, puedes acabar siendo sentenciado a la peor condena, la de convertirte en lo que precisamente ellos se imaginan que eres. Me pregunto si la corrupción política empezó así también un día, cuando un concejal, un ministro o un alcalde cualquiera cansado de que otros, sin pruebas pero sobretodo sin motivos, le acusaran a la ligera de recibir sobornos, de manipular las cuentas a su antojo, de practicar el tráfico de influencias y de lucrarse, decidiera dar el paso al lado oscuro y cometer los delitos por los que, en definitiva, ya estaba siendo escarmentado. De ahí que el “piensa mal y acertarás” funcione, como funcionaría al revés si la gente se atreviera a confiar en el otro. Por eso yo soy ingenua por precaución, no vaya a ser que la suspicacia me haga cómplice de crímenes que todavía no se han perpetrado.

Yo que creo en Dios a ratos a veces envidio a quien nunca duda de su fe. Yo que pensaba que era una desgraciada por no sentir siempre a mi lado las huestes celestiales, por no estar convencida de que después de muerta veré a mi abuela, por no poder poner la mano en el fuego por la existencia de mi alma, me doy cuenta de que hay gente que está mucho peor que yo: qué infierno el de quien ha dejado de creer en el ser humano.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 13 de febrero de 2014