lunes, 27 de octubre de 2014

Días malos

El mundo se desmorona porque el futuro no llega. Sólo tengo que esperar una semana para salir de dudas. Entre las posibilidades cabe que esté muerta. Así de simple y de extraño. Como el gato de Schrödinger.

El mundo se cae a pedazos y entre los escombros estoy yo, si viva sólo con ganas de no estarlo porque ya nadie me intenta convencer de que hay esperanzas y todo sea una broma que alguien me gasta porque de pequeña robé una Biblia para niños.

Tengo que escribir más, así la locura no se queda en mi cabeza. Tengo que escribir millones de palabras que drenen el veneno de mi cerebro. Pero tu no las leas, no las leas, que se contagia y el antídoto está en el zapato de cristal de Cenicienta, con suerte quizás también en la casa del primer hermano de los tres cerditos, si todavía el aliento del lobo no lo ha pudrido todo.

jueves, 23 de octubre de 2014

Aprender a ser padres

Con tanto espacio y tiempo que ocupa la educación en nuestras conversaciones y nos dejamos lo más importante: que si a qué guardería irá el niño, que si irá a un colegio público o privado, que si hará inglés de extraescolar, que si la LOMCE es un fiasco... Pero insisto, nos dejamos una pieza clave: ¿han oído que alguien mencione la educación de los padres? ¿Se puede criar bien a un niño que se debe a una comunidad, que no es un sujeto aislado y que no vivirá en un palacio de cristal, cuando sus progenitores dicen, con una autoridad imaginada, que ellos crían a sus niños como les da la gana? Consideramos éste un derecho que quizás sólo los abuelos se atrevan a rebatir, porque al fin y al cabo, los abuelos son los padres de los padres y ellos también siguen con la idea que sustenta el error: que a sus hijos les educan ellos como les parece, aunque luego sean los primeros que paguen las consecuencias de tal osadía.

No es una medida muy popular sugerir una escuela de padres, pero José Antonio Marina lo hace y le sale bien. Es urgente que todos los que tenemos intención de traer al mundo a un niño nos apuntemos. De no hacerlo podemos seguir culpando a la sociedad y a nuestra cultura y, otra vez, al sistema educativo escolar, del fracaso de crear seres pensantes, éticos, amigables, creativos, felices. De tener pocos escrúpulos podemos incriminar a los abuelos que malcrían a los nietos, y que fueron los causantes de traumas de por vida en los padres. Es lo que llevamos haciendo durante generaciones en las que ciertos vínculos familiares anómalos se perpetúan. Hemos pensado que a ser padre se aprende mientras tanto el niño crece, hemos pensado que es natural porque, de hecho, el resto de animales así lo hace, y entre una cosa y otra nos damos cuenta de que aunque la práctica es indispensable y es la que pone a prueba la teoría, quizás podríamos haberle evitado a nuestros hijos - y al resto de congéneres con los que luego convivirá -, errores que se podrían haber prevenido con una formación adecuada.

Igual sólo haría falta recordar nuestra infancia para saber cómo deberíamos tratar a los niños. Acordarnos de lo mucho que nos gustaba que valoraran lo que hacíamos, que nos preguntaran por nuestras cosas y se tomaran en serio nuestros pequeños problemas diarios. Acordarnos de lo importante que era para nosotros que nos motivaran cuando algo nos costaba, que confiaran en que podríamos llevarlo a cabo, que nos estimularan a probar nuevos sabores o actividades, que nos dejaran rienda suelta a nuestra creatividad, siempre con el añadido de que luego lo dejáramos todo bien ordenado.

Si de mis memorias se tratara y tuviera que guiarme para educar a mis hijos, quién sabe si los llevaría al colegio, yo que odiaba el despertador de la mañana, las horas en el pupitre, los profesores que podían sacarte a la pizarra, el rato del patio lleno de corrillos criticándose mútuamente, los mediodías rotos en los que no podía acabar de ver el Príncipe de Bel Air... Por suerte mi marido tiene recuerdos muy distintos, lo que sin duda me alegra porque me obliga a pensar que quizás la escuela no esté tan mal y mi veredicto sobre ellas esté demasiado mediado por mi personalidad huraña, a la que con gusto le hubiera encantado aprender sola en casa.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa 23 de octubre de 2014

sábado, 4 de octubre de 2014

Cuentos que empiezo...

Todos los domingos después de comer, Diego saca de su caja el tren eléctrico que guarda desde que tenía cinco años. Mientras el resto de la casa dormita, él monta una a una las vías y se entretiene en limpiarlas con un paño que deja el latón tan brillante que hasta le molesta, sin duda quiere que su juguete siga estando en perfecto estado pero no tanto que parezca nuevo y desmerezca el valor que tiene como reliquia de coleccionista. Su mujer hace tiempo que ha dejado de criticar que Diego se gaste tanto dinero en el “dichoso trenecito” y si bien es cierto que algunos meses ha comprado más piezas de recambio para la locomotora, de las que el sentido común dictaría para un hombre de 57 años, también lo es que siempre que lo hace, le compra un libro a Almudena. Ahora que ambos tienen que compartir el mueble librería del estudio para guardar sus caprichos, las discusiones se producen por quien ocupa los estantes más accesibles. La solución llegará el día en que Diego le compre una escalerita de madera a su mujer, que ha soñado toda su vida con tener una biblioteca tan alta como para necesitar subir escalones, pero para eso todavía faltan unos años, en concreto hasta que su nieta cumpla siete (para eso quedan tres) y pase un fin de semana con ellos, durante el cual verán la reposición de la película de Walt Disney, La Bella y la Bestia. Almudena comentará entonces, entre suspiros, lo que daría por tener una biblioteca como la de la película, con libros que lleguen hasta el techo. Diego sabrá entonces de la extravagancia de su mujer, y aunque se burlará un poco (“Ay, Almudenita, tu eres tan bajita que necesitas peldaños para llegar hasta tu cabeza”) no tardará ni dos días en llegar a casa con la escalera.

Diego no siempre ha sido un apasionado de los trenes, de hecho el juguete fue un regalo de su padre que, desesperado, probó a curarle la siderodromofobia que el médico del pueblo le había diagnosticado. Un médico obsesionado con Freud, por el que supo de la existencia del miedo a los trenes, pues no en vano se dice que el fundador del psicoanálisis la padecía. El doctor Don Antonio Bermúdez de Alameda probó con el pequeño Diego la hipnosis, y a parte de conseguir que el niño se durmiera - lo que a su madre le parecía suficiente, porque los chillidos que el niño daba cada vez que se oía el tren la tenían desquiciada -, no pudo lograr que una vez despierto pudiera saludar a los pasajeros del tren embobado, como hacían todos los chiquillos del pueblo.

El pequeño Diego vivía justo delante de la estación, y si no fuera porque a su padre, el mes de julio de 1962 le había ido muy bien en la carpintería no habría podido comprarle el tren de juguete en uno de sus viajes a Burgos. Cuando el señor Amadeo empezó a montar el tren en el suelo frío de la cocina, no esperaba que su hijo se acercara a ayudarlo tan rápidamente. Al cabo de media hora, el niño miraba fascinado como la locomotora y los vagones trazaban círculos alrededor suyo. A partir de ese día, la señora Mercedes, la madre de Diego, dejó de ponerle piedras a las vías, esperando que el tren descarrilara y no volviera a pasar nunca más por Briviesca.

Bruno despierta a Almudena puntualmente, y aunque ella lo intenta convencer de que se espere diez minutos, el perro no atiende a razones y aumenta la carga de su demanda compaginando ladridos severos con aullidos lastimeros. La mujer no entiende porqué Bruno no le pide salir a pasear a su marido, que no está durmiendo, pero acepta el favoritismo a regañadientes y se despereza. Diego está acabando de conectar los cables de la lamparita que se ilumina dentro del tercer vagón de pasajeros; hacía semanas que estaba moribunda, con un parpadeo que había acabado por languidecer esa misma tarde.

Media hora después están los tres andando por el camino que lleva hasta Agés y que forma parte de la ruta del Camino de Santiago, aunque en sentido contrario, porque ellos salen de Atapuerca.

viernes, 3 de octubre de 2014

Ignorantes del siglo XXI

Dicen que vivimos en la sociedad del conocimiento, que estamos tan bombardeados de noticias, ideas, cursos, reportajes, que si queda alguien que aún nada sepa es porque es mentecato de vocación. Lo que no nos cuentan es que dentro de la red de datos hay oscuros productores de ignorancia. Me los imagino en su despacho escribiendo informes falsos tan bien detallados que si no fuera porque son todo mentiras parecerían una descripción de algo verdadero. Algo así como los cuadros de Salvador Dalí o El Bosco, tan meticulosos eran en sus delirios que podrían habernos convencido de que ese mundo surrealista existía también fuera de sus cabezas. Por eso puede que haya muchos que, aún desenvolviéndose dentro de la actual selva informativa, sean víctimas de los señores de la confusión, los que crean ruido entre la opinión pública incluso en torno a cuestiones ya suficientemente comprobadas como el cambio climático o la teoría de la evolución.

¿Desconfiaría usted de la relación entre el tabaco y el cáncer de pulmón? Pues hubo un tiempo en que la industria tabacalera trabajó incesantemente para sembrar la duda. Después de la Segunda Guerra Mundial lanzaron una campaña de propaganda para defender el tabaco en contra de lo que la ciencia afirmaba; trataban de convencer a los consumidores de que fumar era natural y distinguido. Ya sabían que eso no era cierto y también que quizás no convencerían a nadie pero para ellos era suficiente con establecer una controversia que dejara al ciudadano un poco más expuesto a su droga legal. En su libro “Mercaderes de la duda”, Naomi Oreskes y Erik Conway afirman que la industria del tabaco hasta llegó a convencer a los medios de comunicación de que los periodistas responsables tenían la obligación de presentar ambas posturas.

Después de la tabacalera, pionera en esta técnica que Robert Proctor ha estudiado y bautizado con el nombre de agnotología y que, por tanto, investiga la ignorancia culturalmente inducida, hay muchas otras corporaciones que han querido hacer uso de los datos tendenciosos a su favor tanto en el campo económico, como en el político y cultural. Así vemos que la ignorancia no es solo el resultado de la ausencia de conocimiento sino también de intereses que presionan y que aprovechan nuestros sesgos cognitivos.

Yo que, entre otras cosas, me dedico a la educación alimentaria no me canso de advertirlo: cuidado, en las secciones de nutrición de las librerías hay de todo, pero pocas cosas con sentido. Y por eso mismo en los programas de alfabetización alimentaria que diseño no sólo tratamos de  poner coto a la seguridad y a la higiene con la comida sino a la infoxicación, al empacho de información que nos deja con una duda sistemática de la que se sirven los vendedores de libros con dietas, enzimas, alimentos o suplementos milagrosos, tanto, que quizás todo lo que prometen sólo se consiga rezando.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 3 de octubre de 2014