viernes, 21 de noviembre de 2014

Descubren nuevos planetas en el universo

Hay que leer y hay que estudiar historia, porque imagínense qué cara de tontos se nos quedaría si al final resultara que los problemas que afrontamos ya están analizados en libros donde se nos cuenta lo que no supieron nuestros antepasados protagonistas, motivo por el cual perecieron, ellos con más excusas que nosotros, porque ¿quién va y le critica a Pepy II que no supiera delegar responsabilidades y que eso, junto con la sequía de entonces, llevara a Egipto al colapso? Pero ahora que sabemos, gracias a este y muchos otros tristes ejemplos históricos que los efectos de la inestabilidad político-económica en concierto con la crisis climática pueden ser catastróficos, pretender que no hay motivos para, si no preocuparse, empezar a trabajar, es ser tan ingenuo como lo eran los egipcios de hace 4.000 años, que creían que con sus ritos doblegarían el Nilo a su voluntad. Hoy nuestra credulidad nos lleva a pensar todo lo contrario: que el ser humano nada puede hacer contra la inexorable fuerza del calentamiento global. Los que pensamos distinto somos tachados de ilusos y nuestras 4 Rs (reducir-reutilizar-reparar-reciclar) acaban diluyéndose homeopáticamente mientras el resto de nuestros congéneres derrocha y se burla de nuestro esfuerzo. 

Hemos olvidado que nuestra sociedad no está libre de la extinción. Hemos pensado que es imposible llegar hasta aquí y caer como un castillo de naipes. Insisto, tampoco civilizaciones complejas como la antigua egipcia, la de la Isla de Pascua o la maya en Mesoamérica hubieran pensado que la deforestación y destrucción del hábitat, los problemas del suelo y del manejo del agua, la caza y la pesca excesiva, la introducción de especies invasoras en su medio, el crecimiento poblacional humano y el aumento de la huella ecológica los haría desaparecer del mapa. Precisamente estos factores son los que Jared Diamond numera en su obra “Colapso: por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen”. Si después de leer esta lista está usted haciendo la maleta para otro mundo, deténgase un momento y piense. Correcto, ese otro mundo no existe. Sólo tenemos un planeta Tierra aunque eso tampoco parece saberlo el español medio, que si mantiene su nivel de consumo necesitará tres planetas Tierra para el año 2.050 (según WWF) y como eso es imposible a la práctica, hay que pensar que además de estar abusando de la biocapacidad del planeta estamos usurpando la cuota justa de países y personas que consumen por debajo de sus necesidades.

Yo sé que corro el riesgo de hacerme pesada, incómoda o aburrida y que la gente cuando vea mi columna piense que soy otra vez la loca que come hierba y que va en bicicleta, que de nuevo nos va a dar la lata con eso de la sostenibilidad y que no hay manera de que ella se entere de que la vida es corta y de que hay que disfrutarla y de que ahora no voy a ser yo quien se sacrifique para que otros que no conozco vivan un poco mejor, si al fin y al cabo vete tú a saber si lo que yo haga pueda tener un impacto sobre ellos... En fin, yo sé que corro el riesgo de que usted piense que me gusta hacerme la mártir y señalarle con el dedo, pero lo asumo porque considero que mi compromiso con una realidad para la que dispongo del privilegio de poder gestionar (como mujer de clase media, educada en un país desarrollado) es mayor que el deseo de tener una buena reputación.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 21 de noviembre de 2014

viernes, 14 de noviembre de 2014

Del que piensa y luego hace todo lo contrario

Hace un par de noches, antes de que me quedara irremediablemente dormida en el sofá y luego me desvelara en los metros que lo separan hasta la cama - ¿soy la única con tan triste destino nocturno? - vi en la televisión un programa sobre alimentos raros titulado ¿Esto cómo se come?. Claro que para ser sincera solo vi un trozo, entre el zapping de mi marido y mi sopor conseguí seguirlo diez minutos en los que se enlataban graciosas crestas de gallo y preciosas orejitas de cochinillo confitadas en grasa de pato. Yo pensé al instante que aquello era un horror e incluso olvidando que soy vegetariana y que mi perspectiva ya no está sujeta a la que domina entre la mayoría, según la cual se ha normalizado, naturalizado y convertido en necesario el consumo de animales, no creo que ningún omnívoro con el estómago lleno viera en las crestas y en las orejas un plato de comida.

Aquello era tan grotesco que ni la estrategia habitual que descuartiza los bebés de vaca para convertirlos en bistec de ternera, que le arranca la pierna a un cerdo que corre y salta para convertirlo en el jamón estático sobre nuestra encimera, y que sofríe sin asomo de culpa la transgresión de las leyes de la física más extraordinaria, las alitas de, por ejemplo, una codorniz que ya nunca más podrá volar el mismo cielo que le negamos a  periquitos y canarios, lo de esos platos era tan siniestro, repito, que era imposible tornar invisibles esos despojos de cadáver injustificables por ninguna ley de la naturaleza, que no masacra para darle un gusto al paladar.

Llegados a este punto su disonancia cognitiva empieza a ponerse en marcha y si tiene suerte su mente la resolverá en breve, porque no puede vivir con dos ideas en conflicto: la de que matar animales gratuitamente es cruel y la de que a usted le gusta comer carne.

Su cerebro habrá detectado hace unos minutos que lo que está leyendo atenta gravemente contra su manera de entender la alimentación e incluso contra la imagen que tiene de si mismo: la de una buena persona que no concibe que nadie le tache de perverso porque haya participado en la matanza de animales sentipensantes cuando él lo único que ha hecho es comprar salchichas, hamburguesas y filetes.

Pero le voy a ayudar, sé como puede dejar sufrir esa disonancia interna que le hace a usted vivir en tensión porque sus ideas y sus actos no se corresponden. Puede optar por la siguiente táctica: inserte una tercera idea que module las dos en combate, por ejemplo, la de que los animales existen para nuestro disfrute o incluso la de que los vegetarianos somos unos sectarios. Puede optar también por una segunda técnica: ignore que en su plato hay sangre de inocentes (como ignoran los fumadores que el tabaco mata). Si todo eso no le ayuda - porque en el fondo resuelven la disonancia pero no resuelven el problema - cambie su comportamiento: deje de comer carne (y si es el caso deje también de fumar) y podrá por fin vivir en paz consigo mismo y con los demás seres vivos del planeta.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 14 de noviembre de 2014

Malos y felices que no saben que lo son

¡Qué alivio! No soy rara, soy danesa. Ahora también entiendo mi obsesión por guardar las cajas metálicas de las galletas de mantequilla, las que mojadas en té son deliciosas, a secas un poco sosas. Mis padres me han asegurado que no tengo orígenes vikingos, pero los hechos mandan, cómo sino vería Copenhagen como vi el otro día en Salvados y sentiría que la bicicleta me llama para recorrer los 2.100 kilómetros que me separan y quedarme, tranquila porque mi Brompton no sería objeto de deseo de ningún peatón sin escrúpulos como el que, muy probablemente, hace un par de semanas se llevó mi ordenador, descuidado unos minutos en la entrada de mi casa. Ladrones, drogadictos, desesperados, me dicen mis interlocutores cuando les explico con pesar la anécdota. Yo niego con la cabeza y me pongo rotunda: gente normal que comete delitos cuando sabe que nadie le ve. Perdí el ordenador, perdí información que no se había grabado en la nube, pero sobretodo perdí de nuevo la confianza en nuestra sociedad, que se llena la boca con la corrupción de otros. Aunque no se preocupen, soy tan pequeña que mi cuerpo en poco tiempo renueva todas sus células y si mis neuronas no se obstinan en seguir pensando que la banalidad del mal nos acecha cuando la ley no nos amenaza, en poco tiempo volveré a gestar esperanzas y me creeré que un mundo mejor es posible. Un mundo donde la tienda en la que compraste el ordenador (y el que substituyó al substraído) preste colaboración cuando, después de enterarte de que pocas horas más tarde del robo del portátil alguien compró un adaptador de corriente, no se niegan a que hables con los dependientes para ver si puedes averiguar algo.

Dinamarca, el país donde la felicidad y el suicido van de la mano, y no porque se mueran de risa, no, que el disparate es menos cómico, pero hay causas que podrían explicarlo. Según Andrew Oswald, investigador de la Universidad de Warwick y responsable de un estudio titulado “Contrastes oscuros: la paradoja de altas tasas de suicidio en lugares felices”, los factores que hasta ahora se habían atribuido al índice de suicidios, como las escasas horas de luz solar en invierno, no serían tan relevantes como que “las personas descontentas pueden sentirse particularmente hastiadas de la vida en lugares felices. Estos contrastes pueden incrementar el riesgo de suicidio. Si los seres humanos estamos expuestos a los cambios de humor, las comparaciones con los demás pueden hacer más tolerable nuestra existencia en un ambiente donde otros son completamente infelices.” Esta explicación se constata cuando la investigación se lleva a cabo también entre localidades, como se hizo en Estados Unidos. Así, qué trágico, parece que los seres humanos somos felices si los de al lado están peor o al menos tan mal como nosotros. Cuándo comprenderemos que la virtud y la alegría del otro no es una amenaza para la nuestra, que no nos vuelve más feos ni más tristes de lo que ya estemos y que para evaluar nuestro estado sólo hace falta compararnos con la mejor versión de nosotros mismos, no fuera a ser que de tanto mirar al vecino empezáramos a envidiar hasta su calva.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 7 de noviembre de 2014