viernes, 27 de febrero de 2015

Soy adivina de las buenas

Tienes la necesidad de que otras personas te quieran y admiren, y sin embargo eres crítico contigo mismo. Aunque tienes algunas debilidades en tu personalidad, generalmente eres capaz de compensarlas. Tienes una considerable capacidad sin usar que no has aprovechado. Disciplinado y controlado hacia afuera, tiendes a ser preocupado e inseguro por dentro. A veces tienes serias dudas sobre si has obrado bien o tomado las decisiones correctas. Prefieres una cierta cantidad de cambios y variedad y te sientes defraudado cuando te ves rodeado de restricciones y limitaciones. También estás orgulloso de ser un pensador independiente y de no aceptar las afirmaciones de los otros sin pruebas suficientes. Pero encuentras poco sabio el ser muy franco en revelarte a los otros. A veces eres extrovertido, afable, y sociable, mientras que otras veces eres introvertido, precavido y reservado. Algunas de tus aspiraciones tienden a ser bastante irreales.”

¿Te describe lo dicho anteriormente? Lo más probable es que estés asintiendo entusiasmado y te preguntes como he podido saber todo eso de ti sin conocerte. La verdad es que no me hace falta y no porque tenga poderes sino porque me aprovecho de tus prejuicios cognitivos. En 1948, el psicólogo Bertram R. Forer dio a sus estudiantes un test de personalidad ficticio, puesto que a todos les ofreció una misma descripción indistintamente de los resultados - la que encabeza este artículo - y les pidió que valoraran del 0 al 5 la exactitud de lo expuesto. El promedio de la valoración fue 4.26 (85% de precisión), una cifra que sigue siendo válida hoy en día porque el experimento se ha replicado numerosas veces desde entonces entre estudiantes universitarios con los mismos resultados. Así, el efecto Forer - o el efecto de validación subjetiva - explica porqué hay tanta gente que sale de la consulta del astrólogo, quiromántico, grafólogo u otro terapeuta pseudocientífico que supuestamente lea su carácter, satisfecho y sintiendo que lo han retratado profundamente, ¡si ni usted mismo hubiera sido capaz de expresarlo con tanto detalle! 

El efecto Forer - también llamado efecto Barnum en honor al cirquero P. T. Barnum como maestro de la manipulación psicológica - funciona porque somos crédulos y vanidosos y porque tendemos a aceptar declaraciones cuestionables y hasta falsas de nosotros mismos si son halagadoras. Si además de la enumeración de atributos positivos, el sujeto cree que el análisis se aplica sólo a él (por ejemplo si hubiera puesto su nombre al inicio) y cree en la autoridad del evaluador (porque sale en la televisión, por ejemplo) entonces la eficacia del efecto se acentúa y los charlatanes podrán luego seguir cobrándole nuevas visitas o llamadas telefónicas. Tampoco se le habrá pasado por alto que las afirmaciones de la descripción mágica son lo suficientemente vagas para que cualquiera pudiera verse identificado, lo que quizás esté doliéndole en el alma, ahora que se da cuenta de que no es tan original y único como usted pensaba. La próxima vez que piense leer el horóscopo, deténgase y mejor coja un libro sobre escepticismo de la biblioteca. 

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 27 de febrero de 2015

viernes, 20 de febrero de 2015

Biberones de Coca Cola

Es probable que tus hijos tengan una esperanza de vida menor que la tuya, hasta de diez años menos, aunque con un poco de suerte, no los verás morir. Es duro pero quizás estés a tiempo de remediarlo y de una forma más simple de lo que parece, pues no se trata de que tu niño vaya acompañado de un guardaespaldas por si acaso lo matan, porque los asesinos de los que hablo son minúsculos y silenciosos, aunque todo depende del tamaño del michelín. Y es que, según los estándares de la OMS, más del 40% de los niños españoles tiene sobrepeso u obesidad y, ahora viene lo peor, la mayoría de las primeras causas de muerte en el mundo industrializado están directamente relacionadas con ello: enfermedades cardiovasculares, algunos cánceres y diabetes. Asusta, ¿verdad? Debería, porque además España va a la cabeza de Europa. Si no estamos poniendo Coca Cola u otros refrescos en los biberones de niños menores de un año es porque Brasil nos queda lejos, al menos geográficamente, allí el 56% de los bebés consumen sodas regularmente. A punto de llorar estuve cuando lo vi ayer en el documental “Más allá del peso”, que les recomiendo vean esta noche mismo, porque mañana estarán comprando fruta en vez de donuts o cruasanes, aunque estos ya se vendan tan baratos y nos acosen por todas las panaderías del centro - que mantienen su particular guerra de precios -, que caigamos nosotros también heridos por las balas de grasa y azúcar. 

Pero no es justo responsabilizar a los padres de los quilos de sus niños, ¡tan hermosos! dice la cultura, ¡tan ricos! dice la sociedad, porque no es lo mismo ir con productos procesados al colegio, con sus envoltorios de colores y personajes famosos impresos en ellos, que ir con una fruta o un bocadillo envuelto en un feo papel de plata. Cuando a la salida del supermercado, un popular divulgador alimentario explicó a los padres que los Actimels y otras bebidas lácteas similares no ayudan al normal funcionamiento del sistema inmunitario por el conocido L-casei sino por la vitamina B6, y que ésta se encuentra 3 veces más en un sólo plátano, los padres respondieron que, aún así, no iban a ser sus hijos los que parecieran pobres. Mientras la regulación no sea más coherente con la epidemiología y existan locales de comida - me niego a llamarlos restaurantes - que parezcan parques de atracciones, y a los niños les protejamos de ellos mismos prohibiéndoles el acceso al tabaco y al alcohol, pero no a lo que verdaderamente les está matando - también psicológicamente mediante poca disciplina, baja resistencia a la frustración y una nefasta autoimagen -, entonces ciertamente los padres no podrán ganar la batalla y sus hijos seguirán al cuidado de niñeras graduadas en las mejores universidades de márqueting. 

Dice Sabina que “para que sus allegados, condenados a un ingrato futuro, no sufran lo que ha sufrido, ha decidido no dejarles ni un duro”, puede seguir el ejemplo si quiere, pero déjeles un buen testamento en conocimientos y hábitos: que no se mueran si no es necesario. 

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 20 de febrero de 2015

viernes, 13 de febrero de 2015

No te fíes de lo que piensas

Pensar bien no es fácil. Nuestra mente, como nuestro cuerpo, está lleno de compromisos, de manera que desatiende alguno en mayor o menor medida y suele ser el que le parece menos urgente. Siendo así, y desconfiando de nosotros mismos, la evolución potenció sus propias estrategias mentales a fin de que llegáramos a la conclusión que le interesara. En otras palabras, muchas veces pensamos mal porque nuestras circunvoluciones cerebrales nos llevan por atajos que al final acaban en callejones. El descuento hiperbólico es un buen ejemplo. Se dice que somos más proclives a descontar los beneficios de una recompensa si se da en el futuro y preferimos el premio inmediato, aunque sea de menor valía. La evolución nos ha dotado de una tendencia a favorecer el hoy antes que el mañana, pues en el pasado cualquier recurso podía representar una ventaja significativa en la lucha por la supervivencia que, además, no estaba para nada asegurada. ¿De qué le sirve a un muerto recibir más que cuando vivía? 

Esta es sólo la mitad de la historia, y hasta ahora sólo hemos explicado el modelo del descuento exponencial que, como ven, es clave en nuestro comportamiento económico - en las apuestas, compras y en la selección de productos financieros como planes de pensiones - pero también en la procastinación, adicción o dietas para perder peso. En definitiva, tratamos de equilibrar el conflicto que se genera entre el corto y el largo plazo, no siempre con éxito. Muchos estudiantes universitarios, en una época en la que el Carpe Diem se practica en las discotecas se plantean dejar los estudios porque no ven que su recompensa futura, ser licenciado, sea equiparable a la de una noche más de fiesta. Con el modelo del descuento hiperbólico el sesgo que impone el presente todavía se hace más visible. Así, si yo le pregunto: ¿Qué prefiere 50 € hoy o 100 € dentro de un año?, usted probablemente escoja recibir los 50 € hoy. Si luego le pregunto: ¿Qué prefiere 50 € dentro de cinco años o 100 € dentro de seis? y me responde que prefiere los 100 €, estará tomando decisiones inconsistentes pues aunque el intervalo de espera es el mismo - un año -, no lo acepta en igual medida. Huelga decir que estas divergencias pueden tener consecuencias perversas en la vida diaria.

Por tanto, este tipo de experimentos, que evalúan la gratificación inmediata versus la gratificación diferida, podrían resultar indicadores de inteligencia y autocontrol. También de emoción, claro, porque parece que los que más se apasionan menos capaces son de esperar. De nuevo, no es un error evolutivo, al cuerpo le interesa empujarnos de cualquier modo a asegurarnos el presente y para ello tiene un buen arsenal de armas en el sistema límbico: en el pasado tenían buena puntería pero hoy pueden errar el tiro y herirnos. ¿O a caso nadie de ustedes se ha enamorado de quien no debiera? Ya ven. Tampoco se fíen de lo que sienten.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 13 de febrero de 2015

lunes, 9 de febrero de 2015

Crónicas mágicas desde Terrassa V


Érase una vez, hace muchísimos años, antes de que aterrizara un marciano en Terrassa y después de que apareciera un Triceratops que huyó un triste día de Carnaval, una gaviota perdida se posó en medio de la Plaça Vella que, entonces como ahora, estaba llena de palomas que picoteaban migas de pan y de croissant. La gaviota, de plumas blancas, se había perdido cuando intentaba ir de Barcelona a Tossa de Mar para ver a sus primas, que tenían un nidito muy acogedor  en una roca con vistas al castillo. No solía viajar sola, pero ese día su marido había preferido quedarse en el Maremagnum aprovechando el aluvión de turistas japoneses que  visitaban la zona. Los japoneses siempre pagaban bien por las fotografías y sus galletitas con algas tenían un rico sabor a pez. 

Por eso Linda, que así se llamaba la gaviota, se sintió intranquila en medio de la ciudad en la que no había rastros de arena de playa. Las palomas de su alrededor se fijaron en lo insólito de la visita de un pájaro del litoral y, asustadas, le preguntaron si es que Terrassa se había mudado a una isla en medio del mar y ellas no se habían percatado. Antes de que Linda respondiera, otras palomas ya estaban imaginando que en poco tiempo empezarían a crecer cocoteros en la Rambla y los náufragos que llegaran a Terrassa no traerían un triste mendrugo encima. Linda apaciguó el ambiente respondiendo que la ciudad seguía en su sitio, era ella la que se había perdido. Cuando les explicó su situación y les preguntó qué dirección debía seguir para ir a Tossa de Mar ninguna le supo responder porque no habían ido más allá de la Plaça del Progrés. 

A punto estuvo Linda de volver a Barcelona y olvidar la excursión al nidito de sus primas, pero entonces llegó Guillermo y la salvó. Guillermo tenía ocho años y unas zapatillas con ruedines. Patinaba por la Plaça Vella como si estuviera encima de una pista de hielo. De repente se dio cuenta de que algo pasaba y todavía no sabía si era bueno o malo porque las palomas hablaban muy bajito, aunque ya de lejos distinguió una gaviota, de plumas blancas, que no había visto nunca antes por allí y que le recordaba mucho a las que sobrevolaban el pueblo donde él veraneaba. Guillermo se acercó a curiosear cuando oyó que la gaviota se lamentaba de que ni las palomas ni los gorriones supieran indicarle cómo ir a Tossa y en cambio trataran de convencerla de que fuera al Parque de Vallparadís que a falta de mar, tenía una piscina. Al llegar el niño deslizándose sobre sus zapatillas Linda aleteó por miedo a que le pisara, pero Guillermo frenó a tiempo y además resultó saber cómo se llegaba a Tossa de Mar porque sus padres tenían un apartamento en la calle Sant Ramon de Penyafort. Cuando Guillermo empezó a darle las indicaciones, Linda otra vez se desanimó, no entendía nada de lo que le contaba: carreteras, autopistas, salidas, peajes... Ella sólo conocía los caminos del cielo. 

Entonces el niño tuvo una idea, ¿y si le acompañaba en su vuelo? De nuevo, Linda estaba confusa ¿a caso en Terrassa los niños tenían alas? ¿O es que todos sus habitantes estaban un poco locos? Nada de eso, porque resultó que Guillermo era un niño plegable, como las bicicletas, que podía hacerse más pequeño de lo que ya era, tanto que el lomo de Linda se convertía para él en un cómodo asiento desde donde pilotar al ave. Ese día Linda pudo ver a sus primas y Guillermo bañarse en la Mar Menuda. Secó su cuerpo con el viento de vuelta a Terrassa. Linda lo dejaría caer a la altura de la calle Sant Pere sin temor a que se hiciera daño porque el niño le había asegurado que los adoquines eran elásticos - de ahí que los transeúntes del barrio parecieran saltar sobre un castillo hinchable cuando caminaban. Ya en Barcelona, la gaviota no pudo convencer a su marido de lo ocurrido, él que se había aburrido mucho porque los turistas japoneses habían preferido ir al Park Güell.

sábado, 7 de febrero de 2015

Crónicas mágicas desde Terrassa IV

Érase una vez, hace muchísimos años, cuando Terrassa no era como ahora y sólo había niñas y niños correteando por las calles porque los padres vivían en Sabadell y los abuelos en Matadepera y en todas las tiendas de la ciudad de Egara, fueran ferreterías o fruterías, se vendían muñecas, pelotas, cuentos y donuts de chocolate que traían cromos que nunca salían repetidos, un dinosaurio que había sobrevivido a la extinción del Cretácico-Terciario apareció de repente en la entrada del único colegio de la ciudad, en el que otros niños y niñas jugaban a hacer de profesores. Cuando a la hora de salir de la escuela los alumnos se encontraron con el imponente Triceratops ninguno se asustó o se puso a llorar, al contrario, todos echaron a correr a su encuentro y no tardaron ni dos minutos en subirse al lomo que tan grande como era podía dar asiento a toda la clase de cuarto de primaria. Otros niños y niñas se acercaron entusiasmados, intentaban comunicarse con él hablándole en diferentes idiomas, probaron con el catalán, con el castellano, con el poco inglés que chapurreaban y con la jerigonza que usaban cuando no querían que los mayores les entendieran. Le dijeron: Hopolapa dipinoposaupauropo, eperespe muypuy boponipitopo. Y también: Tepe queperepemospo, quepedapatepe conpo noposopotrospo. El dinosaurio no decía nada, pero abría y cerraba la boca como si quisiera contestarles que él también estaba muy contento y, al hacerlo los niños podían ver sus enormes dientes y su lengua carnosa, y olían su aliento que tenía aroma a manzanilla, porque el Triceratops se había dado un atracón de margaritas. 

Media hora más tarde el dinosaurio tenia el cuerno del hocico pintarrajeado con rotuladores y ceras de distintos colores. Como no había ningún adulto cerca, los niños estuvieron toda la tarde tirándole de la cola al Triceratops, escondiéndose entre sus enormes patas y llevándole toda clase de comidas, por si tuviera hambre. Un niño impaciente que no quiso acompañar al resto a buscar helado probó a ofrecerle plastilina  verde que le había sobrado de la clase de manualidades. El Triceratops se la comió pensando que era una hoja de lechuga. Al caer la tarde los niños empezaron a tener frío, sabían que debían irse a sus casas si no querían congelarse, pero no querían dejar a su nuevo amigo, por eso decidieron hacer una cabaña que los cobijara a todos. Trajeron mantas y cojines de sus casas y con unas cuantas cuerdas tendieron las telas por encima y alrededor del Triceratops, de manera que el dinosaurio parecía estar dentro de una carpa de circo. Así pasaron la primera noche, el Triceratops temeroso de moverse y pisar un niño. 

Una semana más tarde el dinosaurio ya respondía al nombre que le habían puesto los mini-habitantes de Terrassa. Así, Ernesto atendía a todos los niños cuando le llamaban y había aprendido a sentarse y a ofrecer la pata derecha delantera. Cuando lo hacía los niños lo premiaban con lechuga de verdad, aunque el pillín impaciente siguiera dándole plastilina, ya sin disimulo, de color rojo, azul y amarillo. Ernesto disfrutaba de las caricias y de los abrazos de los niños que lo querían más que a sus coches teledirigidos y que a sus álbumes de cromos de Panrico. Pero ni el dinosaurio ni los niños sabían que algo terrible estaba a punto de ocurrir, porque nadie pensó que el día de Carnaval sería una amenaza, tampoco el niño al que se le ocurrió que sería una buena idea darle una sorpresa a Ernesto disfrazándose de Tirannosaurus Rex. Quién le iba a reprochar al pobre no saber que el Triceratops vivía atemorizado por los Tirannosaurus que, aunque ya no existían, le habían dejado una profunda impresión cuando siendo él pequeño, en pleno Jurásico, uno estuvo a punto de morderle. Por eso el día de Carnaval, en plena fiesta, Ernesto no reconoció al niño que estaba debajo del disfraz, y las fauces del falso Tirannosaurus le parecieron muy reales, aunque estuvieran hechas con cartulina. Ernesto corrió dirección a Barcelona tan rápido como le permitieron sus robustas patas y su estómago repleto de lechuga, helado y plastilina. 

Fue así como el único dinosaurio que había sobrevivido a la extinción del Cretácico-Terciario y que, además, había pasado por Terrassa desapareció para siempre, dejando a los niños tristes y aburridos. Años más tarde recuperarían la ilusión cuando un marciano aterrizaría justo en el lugar en el que tiempo antes había aparecido el dinosaurio. Pero esa es otra historia...

El niño al que no le gustaban los cuentos


Había una vez un niño que no escuchaba los cuentos que su mamá le contaba. Siempre que ella abría un libro, por ejemplo el de Cuentos para jugar de Gianni Rodari, el niño iba deslizándose disimuladamente por la alfombra en dirección a la puerta de la habitación. Aprovechaba las palabras largas en que la madre prestaba más atención todavía al texto, de manera que no alzara la vista de la página, para ir alejándose y, con suerte, estar fuera del alcance del cuento antes de que éste acabara. Se sabía de memoria los inicios de todas las historias de Andersen y de los hermanos Grimm, por supuesto también las del italiano Rodari. No sabía si Caperucita moría en el camino devorada por el lobo, no sabía que Blancanieves conocería a los siete enanitos ni tampoco que Cenicienta perdería un zapato de cristal. En su mente Pulgarcito nunca nació, porque sólo conoció la judía que lo engendraba, y vivía feliz ignorando que a los hermanos Hansel y Grettel, después de encontrar la casa hecha de golosinas, los secuestraba una bruja caníbal.

Cuando la madre, absorta en el cuento, pronunciaba la última palabra de la historia se encontraba sola, sentada en la mecedora: otra vez su hijo se había escapado y no entendía cómo el niño no disfrutaba de los cuentos que ella le narraba hasta con voces distintas para cada personaje; para Campanilla, además, utilizaba un pequeño timbre de hotel después de cada frase, creía que así podría mantener la atención del niño y de hecho así era, porque aunque él ya estuviera lejos de la habitación, cada vez que oía el timbre volvía creyéndose que lo llamaba, pero cuando se percataba de que otra vez el cuento de Peter Pan lo había engañado y de que su madre no quería en realidad jugar con él, se escapaba de nuevo subrepticiamente, tan pronto ella entonaba la voz de Wendy o del Capitán Garfio. 

La madre estaba desesperada, se temía lo peor: que de grande su niño no apreciara la lectura, lo único por lo que ella podía dejar de lado otra de sus mayores aficiones, jugar con su casita de muñecas. Al poco rato se consolaba pensando que el niño todavía era pequeño, que era normal que se distrajera y prefiriera corretear por la casa detrás de una pelota. Así era, el niño, que en realidad era un perro y se llamaba Dr. Slump, mordisqueaba su juguete a salvo de su madre loca.

viernes, 6 de febrero de 2015

Si Darwin me dice ven, lo dejo todo

12 de febrero. No me he equivocado ni me he desenamorado de mi marido. Sé que el 14 es San Valentín además del cumpleaños de mi perro. Dicho esto, la semana que viene se presenta con triple celebración porque el jueves es el Día Internacional de Darwin y como antropóloga debo rendir pleitesía a quien además se ha convertido en una figura que me  inspira y me ronda de forma omnipresente ya sea porque no paro de leerlo sobre el papel, ya sea porque sus ideas emergen de mi entorno naturalmente, pues me he especializado en descubrir el peso de su teoría en todo aquello que me rodea. Soy como una mujer robótica que detecta los rastros del pasado una vez que mis ojos se posan sobre el entorno, y en la pantalla de mi mente se acumulan letreritos en negro, que surgen como burbujas de las cosas, en donde pone escrito EVOLUCIÓN. Los veo en la cafetería, en el supermercado, en la peluquería y hasta en anuncios en la televisión, porque los buenos publicistas saben que nuestro comportamiento y nuestras decisiones no tienen tanto apoyo en el libre albedrío como en estructuras químicas, fisiológicas y mentales que se construyeron en tiempos ancestrales. Habrá quien piense que empieza a ser grave y que tales alucinaciones deberían tratarse, yo en cambio me considero poseedora de un don extraordinario que aprovecharé la semana que viene en la conferencia que imparto sobre evolución aplicada a la alimentación, y en la que descubriremos hasta qué punto es culpa de nuestro cuerpo paleolítico la epidemia de obesidad y el trastorno de diabetes tipo II, qué papel jugó el fuego en nuestra dieta y si lo mejor sería que comiéramos como el hombre de Cromañón. 

Charles Robert Darwin, nacido el 12 de febrero de 1809, embarcó en el HMS Beagle el 27 de diciembre de 1831 como un hombre de fe - estaba estudiando para ordenarse pastor anglicano - y llegaría a Inglaterra cinco años más tarde como un científico que revolucionaría las ideas que el ser humano tenía de sí mismo y del mundo. Publicaría su teoría en 1859. Las 1.250 copias del libro, titulado “El origen de las especies por medio de la selección natural”, se vendieron el mismo día que llegaron a las librerías. No todos recibirían sus ideas con los brazos abiertos, ha quedado para la posteridad el famoso debate que el obispo de Oxford, Samuel Wilberforce, mantuvo con uno de los grandes defensores de Darwin, Thomas Huxley, de quien se dice que cuando el obispo le preguntó con sorna si fue a través de su abuelo o de su abuela la reivindicada descendencia del mono, le respondió: “Preferiría tener a un miserable mono por abuelo que a un hombre altamente dotado por la naturaleza, y dueño de grandes influencias, y, que emplea esas facultades e influencias para el mero placer de introducir el ridículo en una discusión científica”. Las malas lenguas dicen que después de tal declaración de principios, una dama se desmayó en la sala. Por suerte para Wilberforce no venimos del mono, aunque para su desgracia, supongo, sepamos ya, sin lugar a dudas, que somos primos cercanos.


El 12 de febrero se celebra la valentía intelectual, la curiosidad permanente y el hambre por descubrir la verdad. Estás invitado.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 6 de febrero de 2015