jueves, 30 de abril de 2015

De malos y tontos



“Nunca atribuyas a la maldad lo que puede ser explicado por la estupidez”. Cuando comprendí este adagio, comúnmente conocido como principio de Hanlon, mi mundo de repente se hizo más amable, menos siniestro, pero también más trágico. No sé, a mi me parece que es mejor pensar, por ejemplo, que tenemos políticos tontos en vez de políticos  perversos. Quizás sea un consuelo ingenuo porque la corrupción no la explica la ignorancia, no completamente al menos, cabría añadir otros factores significativos para entenderla, como el egoísmo. 

El problema es que aunque los dramas del mundo no sean siempre obra de la crueldad -lo que casi convierte la adquisición de conocimiento en un deber-, los incompetentes no saben que lo son, es más, se creen infalibles, convencidos de que están por encima de la media -al menos un 80% de la población piensa que está entre el 20% más inteligente (principio de Paretto), lo cual es imposible, claro-, mientras que los que más saben suelen subestimar sus destrezas. Estamos ante el Efecto Dunning-Kruger. Ya ven, la catástrofe está asegurada porque como dijo Bertrand Russell “Uno de los dramas de nuestro tiempo está en que aquellos que sienten que tienen la razón son estúpidos, y que la gente con imaginación y que comprende la realidad es la que más duda y más insegura se siente”. 

La ilusión de saber se resuelve aprendiendo, lo que además nos dará una buena dosis de humildad porque una vez se empieza el proceso, nos damos cuenta de que podemos saber mucho... sobre poco, y de que es mayor lo que desconocemos que lo que dominamos. Cuidado con los que hablan con tanta seguridad que se imponen, temerarios, a la sensatez de los sabios, sobre todo cuando los primeros se atribuyen la invención de la rueda, la curación de dolencias quitando el gluten de la dieta sin un diagnóstico previo, que recomiendan jarabes de lejía (MMS), infusiones de estevia para curar el SIDA (y el cáncer y el ébola) o achacan tus abortos a una deuda kármica, una falta de verdadero deseo de ser madre, una incompetencia femenina que te sugiere “que todavía no estás preparada” y que lo que tienes que hacer es llevar piedras-luna en el bolsillo, iniciar un viaje en el tiempo a tus vidas pasadas, visualizar una semilla que crece en el vientre o invocar al bebé con un llamador de ángeles. No es tu culpa cuando te enfermas, te dicen, pero hay algo que has pensado, que has sentido que te está dando una lección, acéptalo. Y así, de repente, diciéndolo muy sutilmente volvemos a la Edad Media cuando nuestros padecimientos eran obra de nuestros pecados. 

Mi admirado Charles Darwin -tanto que su obra El origen de las especies es la base en la se posa la fotografía enmarcada recuerdo de mi boda- decía que “la ignorancia frecuentemente proporciona más confianza que el conocimiento” y, como hemos visto, tenía razón. Sólo nos queda ser atrevidos y preferir la incertidumbre, lo suficiente, no mucho, no tanto que caigamos en un nihilismo impeditivo que nos dificulte constatar que, por ejemplo, Dios no tiene las mismas probabilidades de existir que de no hacerlo.

viernes, 24 de abril de 2015

No todo es Sant Jordi

Escribo esto siendo Sant Jordi, la navidad de los bibliófilos. El día en que la ciudad se convierte en librería y soy como una niña que no da a basto con la emoción que me provocan los libros, las rosas y el amor que me prodiga mi marido. No se puede ser más feliz, y no se crean que no lamento este párrafo, porque sé que hay mucho antisocial que detesta la exhibición de la alegría, pero la verdad no siempre es cruel, también es asquerosamente cursi. Aunque no se preocupen, no voy a seguir en esta línea entrañable el resto del artículo. Me gustaría porque podría entonces contar con más detalles la anécdota que hace unas cuantas diadas de Sant Jordi me ocurrió en la Plaça Vella, cuando mi querido amigo Jaume Canyameres me regaló un libro de Anna Murià. El mismo que había estado en la biblioteca de mi barrio - desde hace un tiempo clausurada - y que con entonces 14 años cogí prestado para que la autora me lo dedicara, ella que estaba junto a la cama de mi abuela enferma de cáncer en Sant Llàtzer. Lo más curioso del caso es que Jaume, promotor de la vuelta del exilio de la pareja Murià-Bartra no había visto que el libro estaba dedicado a una tal Sandra, sólo yo supe que ese libro de título misterioso Res no és veritat, Alicia, era mío desde 1998. 

Pero como he dicho, también hay que ponerse serios y asumir que hay 700 personas de las que ya nadie habla, y aunque este espacio en un diario local sea leído sólo por mis más fieles seguidores, de algún modo siento que tengo una responsabilidad social que cumplir, incluso aunque ni yo misma haya mencionado la desgracia en mis conversaciones diarias tantas veces como he aludido al caso de Germanwings o al del profesor asesinado, por citar sólo las desgracias más recientes. Cómo es posible que en Google las noticias del naufragio se remitan a hace cuatro días - cuando efectivamente ocurrió el accidente -, cómo es posible que no haya ocupado más espacio en los medios de comunicación y nadie se pregunte qué ha pasado, ni quienes eran, ni se hagan mapas detallados sobre la situación del barco hundido, ni se inviten a tertulianos a programas especiales para comentar el tema. Cuánto necesitamos al Galeano que se ha ido hará hoy apenas once días para recordarnos a los nadies: “los hijos de nadie, los dueños de nada (...) los ningunos, los ninguneados (...) que no son, aunque sean (...) los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata”.

Tampoco quiero hacer de éste un artículo panfletario en contra de los suertudos que vivimos aquí, sin tener la culpa de que otros hayan nacido en países donde los sueños sólo se cumplen emigrando, de verdad que no pretendo hacerle sentir mal porque hoy usted no piense en el Mar Mediterráneo como un cementerio, sino como la playa de sus veranos, pero permítase la reflexión al menos. Que sólo cierre los ojos, en esta línea, minuto de silencio.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 24 de abril de 2015

viernes, 17 de abril de 2015

No siempre hablo mucho

A veces querría decir lo que pienso, hacerlo encontrando las palabras justas para no ofender más de lo que ya lo hace la revelación de la falsedad que algunos viven. Ayer leí que las verdades duelen, pero que las mentiras matan. Yo de momento me callo y me traiciono un poco. Me convenzo de que el silencio es necesario para la supervivencia de un animal social que no puede ir por el mundo haciéndose enemigos. Ya se sabe que defender públicamente lo que se piensa sólo es rentable cuando se está del lado de la mayoría.

Cada día en mi muro de Facebook leo abominaciones sobre salud, alimentación, entidades divinas o extraterrestres y otras fantasías que son comentadas favorablemente y aunque siempre me tienta aguar la fiesta de la borrachera de la positividad sonriente que todo lo puede, y que cuando fracasa sólo es para ver en las desgracias la semilla de “lo mejor que le ha pasado”, nunca me atrevo a salir en defensa de la razón y de la lógica, aunque las vapuleen delante de mi y las usen como disfraz para argumentos que no superarían ningún experimento. 

Me persuado de que no es una buena idea entrar en conversaciones ajenas para alertarlos de que sus creencias están al nivel de las de un niño que sostiene que si pisa las líneas que separan los adoquines de la calle algo malo le ocurrirá o, al contrario, que si recita correctamente la oración del “ángel de la guarda, dulce compañía” antes de irse a dormir, el profesor no le pedirá que salga a la pizarra a solucionar los deberes que se le resisten. Me aguanto y paso a otra cosa, deseando no encontrarme a los susodichos en persona, porque ahí se vería que soy incapaz de disimular: mi cara empezaría a poner esos gestos que mi marido imita: cejas más allá de la frente, ojos como platos - y eso es difícil teniéndolos yo pequeños y rasgados - y boca abierta de “qué me estás contando” a punto de replicar con un tono serio y tajante que no controlo, aunque intente suavizarlo alegando que no es nada personal, que yo respeto a todo el mundo, que me apena que sienta que los estoy traicionando ahora que me hallo como una infiltrada involuntaria en un mundo que por inercia sigue estando presente entre los amigos con los que un día tuve afinidad. A pesar del mal rato, no lamento haberlos conocido ni que sigan estando entre mis contactos. Son buena gente y siguen existiendo puntos de anclaje entre ambos, como siguen existiendo entre exparejas.

El peligro de cambiar de opinión es que tu entorno se vaya ajustando hasta resultar irreconocible, como si el escenario y los personajes fueran cambiando lenta pero inevitablemente hasta que todo es nuevo, incluso uno mismo. Suerte que mi pelo indomable me devuelve siempre una imagen del espejo que identifico. 

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 17 de abril de 2015

viernes, 10 de abril de 2015

Cansarse durante las vacaciones

Cantar ópera con un hawaiano que ha conocido a Richard Dawkins. Esto es algo que te puede pasar en el Camino de Santiago. No existen mejores vacaciones cuando se quiere desconectar de la rutina, ni en las Bahamas uno está a salvo de lo mismo de siempre: comodidad, wifi, tiendas, hoteles con reserva previa, itinerarios pautados... Suena bien y se agradece de vez en cuando, pero al volver de esos viajes uno tiene la impresión de que no hacía falta irse tan lejos, y si no fuera por las imágenes que uno lleva en su cámara de fotos, el periplo no tendría nada de exótico. Hay excepciones, como las de los mochileros, expedicionarios, aventureros reales que no llevan su casa encima, caminantes que se ven en la difícil decisión de escoger un solo libro para todas sus vacaciones. 

Reconozco que en los días previos al Camino surgen dudas razonables, porque a quién le apetece pasar sus días de fiesta levantándose antes de lo que lo hace en sus días laborables, yéndose a dormir a las diez y media, ser acosada por los ronquidos de hombres que por las noches son monstruos, a los que mataría sin cargos de conciencia metiéndoles el zapato más pestilente de la habitación en la boca - mi marido y yo pensamos que, en todo caso, no sería difícil un asesinato a lo Orient Express - y, finalmente, andando hasta seis horas diarias deseando llegar al albergue sin una ampolla en el pie, ni una tendinitis en la rodilla, maldiciendo los últimos metros del pueblo que hace rato que se ve pero que nunca llega. Éstas son las peores etapas, cuando la visión del final engaña porque los ojos ven sin esfuerzo lo que está todavía muy lejano para un cuerpo que está cansado. Asombrosamente, al llegar, el peregrino recupera las fuerzas quitándose las zapatillas y poniéndose las chanclas, así sale a pasear por el pueblo o ciudad como un turista más - sobretodo como uno que renquea -, a la caza de un bar o de una farmacia. Con nuestro aspecto es fácil identificarnos, entre los que no son peregrinos inspiramos un sentimiento de admiración cuando nos ven andar derechos, serenos, sonrientes y decididos, y de afecto, compasión y ternura cuando llegamos destrozados al refugio y los hosteleros nos tratan con el cariño de una madre o de un abuela. 

Vivir en el Camino es como estar dentro de una cápsula del tiempo que alarga y intensifica lo ocurrido. Dos días después de empezar el recorrido ya nadie sabe qué día es, si lunes o domingo, si 15 o 23, si marzo o abril, aunque con mucha más facilidad pueda recordar los nombres de los pueblos en los que ha estado y que unas semanas antes no habría sabido ni tan siquiera pronunciar, mucho menos localizar en un mapa. Se diría también que las amistades que allí se forjan lo hacen con un vínculo más profundo que el que une a los parroquianos del bar de la esquina, no sé si porque nos hermane una locura común: la de ir a sufrir voluntariamente durante las vacaciones y como un masoquista, disfrutar de ello. 

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 10 de abril de 2015