jueves, 26 de noviembre de 2015

Yo y mis fobias

Islamofobia, palabra que desde los atentados de París se oye en las tertulias televisivas tanto como la expresión terrorismo yihadista. Parece ser que no está bien criticar las ideas religiosas de la gente, aunque al mismo tiempo nos encante montar debates para criticar sus inclinaciones políticas. Al final va a resultar que las creencias son sagradas y tanto si te llevan a adorar a un dios que te obliga a amar o a matar en su nombre yo deba respetarlas. Siento disentir en esta ola de tolerancia espiritual que tiene a medio mundo ahogado, pero es que yo como muchos otros humanistas pienso que lo que se debe respetar, siempre y a pesar de todo, son las las personas, y que lo que se debe analizar, siempre y por encima de todo, son sus dogmas. No podemos priorizar los sentimientos de quien se siente atacado porque se rebaten sus creencias, no podemos ni debemos evitar la discusión abierta de todas las ideas sólo porque parece que hace peligrar la identidad de los afectados, y es que si renunciamos a eso nos condenamos como especie a un destino de irracionalidad plagado de muy buenas intenciones, eso sí.

Hablando se entiende la gente, claro que no siempre, ya hemos visto que hay quien parece entender sólo el diálogo de las armas. No en vano dice James Randi que “Aquellos que creen sin razón no pueden ser convencidos mediante ella”. Pero si nos callamos y damos por perdida una batalla sólo por el miedo a parecer intransigentes, ahora que está de moda confundir los inestimables derechos humanos con los derechos, ficticios y dañinos, que les hemos otorgado a las creencias, entonces desde luego podemos ir cavando nuestra tumba, porque tarde o temprano el monstruo del buenismo que estamos alimentando se va a volver en nuestra contra. 

Las creencias y las ideologías no tienen autoridad si no se basa en el uso de la lógica y de la razón. Sólo estás son respetables porque se ganan nuestra consideración de forma legítima. No hay certezas más allá del empleo del intelecto y de la verificación rigurosa de sus frutos con la realidad, no las hay aunque la fe nos ciegue y nos convenza de algo evitando analizarlo, porque al fin y al cabo la fe sólo es la negación de la reflexión. 

Así que, es obvio que las acciones de Daesh, Al Qaeda o Boko Haram no nos deben llevar a la intolerancia hacia otros musulmanes. Tampoco todos los católicos fueron representados por la Santa Inquisición, una institución de la propia Iglesia Católica. Yo sufriría de Inquisicinofobia si viviera en el medievo y si los cristianos de entonces se quejaran por sentirse atacados ante mi postura, yo les aclararía que no tiene que ver con ellos personalmente, aunque me temo que ellos sí deberían ofenderse con su religión y pedirle la pertinente explicación. Si aún así no lo vieran claro, entonces les diría que más que Inquisicinófoba (o islamófoba) yo, como Dawkins soy “decapitofóbica, misoginofóbica, homofobofóbica, apostacidifóbica y clitoridectofóbica”. En cualquier caso, puede que me explique mal, pues las fobias son definidas como miedos irracionales y ya ven que el miedo a todo esto es más que razonable.

Artículo publicado el 27 de noviembre en el Diari de Terrassa

miércoles, 25 de noviembre de 2015

Cuentos de Navidad: Mariola, la pobre mujer

Mariola no puede dormir sin leerse. Cualquier cosa sirve, no hace falta que sea un libro. Últimamente los prospectos de los medicamentos le van de maravilla, casi mejor que los somníferos que también tiene recetados. Desde hace una semanas las visitas a la farmacia se han multiplicado. Antes sólo iba a comprar pasta de dientes, por algún motivo pensaba que la que vendían allí era mejor que la del supermercado, pero ya lo dudaba. Desde que los remedios homeopáticos se anunciaban a bombo y platillo en el escaparate le había perdido un poco el respeto a las farmacias. Pero las pastillas para el dolor de corazón no se vendían en ningún otro sitio que ella supiera, y allí acababa cada semana a proveer su botiquín. 

El farmacéutico ya se ha aprendido su nombre y la trata con más cariño del habitual después de conocer, por boca de otras clientas, todos los pormenores de la enfermedad que aflige a Mariola. Pobre mujer, dice en voz baja cuando ella ya está en el quicio de la puerta, abriendo el paraguas. Ella se va con sus medicamentos envueltos como regalos, con ese papel fino que hace fru-fru al desdoblarlo. A veces piensa en bromear con el farmacéutico y decirle que les ate un lazo y les enganche una etiqueta de “Feliz cumpleaños” o de “Espero que te guste”, pero se calla. De camino a su casa se compra siempre churros con chocolate, dos o tres a lo sumo, para compensar, se dice, el mal gusto de los fármacos. Y es verdad que saben mal, a pesar del color rosa chicle de las grageas no se quita el sabor a horchata putrefacta hasta el día siguiente, cuando desayuna rebanadas de pan mojadas en café con leche. 

Mariola se muere y es joven, pero sólo se muere un poquito cada día, al mismo ritmo que otros treintañeros como ella, que acabarán en la tumba a los ochenta y largos años. La enfermedad de Mariola no la va a llevar al cementerio, pero ciertamente pienso como Ernesto, el farmacéutico, que es muy triste que a la pobre mujer le duela el corazón de tanto pensar en todos los días que todavía faltan para la Navidad. 

Aguanta Mariola, ya sólo queda un mes.

Gumersinda, la mujer más sabia de Ohanes

Las cosas (malas) siempre es peor pensarlas que pasarlas. Eso decía la madre de la amiga de una amiga. Tenía razón, tanta que en 1984 la Academia de Filósofos Prácticos le otorgó el galardón a la mejor frase del año, y eso que competía con citas de la talla de Woody Allen y Oscar Wilde. Gumersinda había sido también escogida la mujer más sabia de su pueblo y ahora cada verano viajaba invitada hasta Ohanes a inaugurar las fiestas mayores. Parecía ser que en Terrassa, donde vivía desde hacía más de cincuenta años, estaban pensando ponerle su nombre a una biblioteca. Tantas atenciones le abrumaban, pero estaba contenta. 

Nunca se habría imaginado que una frase tan obvia fuera a ser considerada tan importante, o ¿a caso nunca nadie había experimentado el miedo inútil previo a los exámenes (universitarios, médicos, de conducción…), y se había prometido no volver a perder el tiempo pensando lo peor de esas pruebas que habían resultado ser asequibles? Claro que no todo el mundo, como ella, había pasado una posguerra, la muerte de su madre siendo niña, las Navidades sin apenas regalos y la incapacidad para disfrutar del chocolate 90% cacao, y aunque no se podía subestimar el valor que hacía falta para atreverse a ser feliz en tales condiciones, también era cierto que los días pasaban sin que hubiera tenido que recorrer a fuerzas sobrehumanas; con todo había podido ella, que sabía que no existen las vidas sin problemas y que por eso ante cualquier disgusto se mostraba serena. Sabía que lo importante era no darle alas a la imaginación, y la suya de tanto domesticarla se había convertido en algo parecido a una gallina, impedida para volar. 

Lo que nadie sabía era que Gumersinda temía que también fuese verdad otra frase que le rondaba en la cabeza. ¿Y si fuera cierto que las cosas (buenas) siempre es mejor pensarlas que pasarlas? Por suerte o por desgracia, sus alegrías le habían cogido siempre tan desprevenida que no sabía si en este caso el júbilo fantaseado mermaba el efecto del real. Qué triste sería comprobar que sí, que la realidad nunca era tan horrible como en sus peores pesadillas, pero tampoco tan fantástica como en sus mejores sueños.

jueves, 19 de noviembre de 2015

Yo no rezo por París

Yo me puse la bandera francesa en Facebook. Me duelen los muertos de París. Les concedo que quizás sea porque puedo identificarme con ellos más que con otras víctimas del terrorismo. Probablemente el horror que sufrieron los parisinos el viernes pasado lo vivan mucho más frecuentemente otros ciudadanos, igual de valiosos y de merecedores de mi compasión. Pero no soy una hipócrita. Si quieren admito que la empatía limita mi sensibilidad a un círculo de gente a la que me imagino más cercana. De hecho, les avanzo que si algún día mi perro se muere voy a llorar más que por algunas personas con las que apenas tengo relación. Si eso es malo, acúsenme de ser humana. 

Yo no usé el hashtag #PrayForParis en Twitter. Por mucho que traten de disimularlo para no crear una alarma discriminatoria injustificada, yo sí pienso que la fe ha sido la que, en parte, ha detonado bombas. Mientras no se quiera admitir que el Daesh tiene algo que ver con el islam no estaremos preparados para afrontar la totalidad del problema. “Allahu Akbar” gritan ellos, mientras, como dice Richard Dawkins, nosotros nos apresuramos a crear un discurso paralelo que impute a cualquier cosa, que encuentre el responsable en cualquier sitio -hasta entonar el mea culpa si hace falta- antes que apuntar a la religión. Los que gritan Allahu Akbar no saben lo que dicen, es necesario que los occidentales vengamos con nuestro paternalismo a cuestas a descifrar sus razones. Me imagino qué frustrados se deben sentir los mártires cuando desdeñamos sus motivos religiosos, ellos que ya no saben qué hacer para que tomemos en serio su mensaje.

Claro que, afortunadamente, no todos los musulmanes defienden la Guerra Santa, pero tampoco se puede decir que los que sí lo hacen no sean verdaderos musulmanes. Ellos también leen el Corán y encuentran pasajes -muchos- que los apoyan. ¿Cuál es la interpretación de las escrituras correcta? Me temo que hasta que no sea el mismo dios quien lo aclare ambos tienen derecho a seguir diciendo que actúan en nombre de Alá. Que la Biblia no se salva y también tiene versículos cruentos nadie que la haya leído puede negarlo. Lo único bueno es que ya casi todo el mundo los considera extravagancias sin sentido.

Pero para despropósitos el de los estados donde gobierna la sharia, por ejemplo en Arabia Saudita, en donde los malvados somos los ateos. Precisamente, así lo ha declarado recientemente el rey Abdalá en el artículo 1 del Real Decreto 44 que afirma que “el llamamiento al ateísmo en cualquier forma o a cuestionar los fundamentos de la religión islámica en la que se basa su país” serán considerados actos de terrorismo y pueden ser penados hasta con 20 años de prisión. 

En cualquier caso, insisto: dejémonos de rezar y pongámonos a pensar críticamente. Quién sabe si sólo así estaremos a salvo de nosotros mismos. No en vano, dice Steven Weinberg, físico norteamericano ganador de un premio Nobel en 1979, que “sin la religión habría gente buena haciendo el bien y gente mala haciendo el mal, pero que para que gente buena haga el mal se necesita la religión”. 

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 20 de noviembre de 2015

viernes, 13 de noviembre de 2015

El optimismo del ateo

Los ateos con experiencia ya deben haber aprendido. Yo que todavía soy novata, estoy en ello. Cuando uno es religioso suele estar a salvo del pesimismo, es natural si se supone que tu dios no querría hacerte daño, incluso aunque a veces lo parezca, claro que eso es sólo -dicen los que entienden- porque el fiel no comprende los designios del todopoderoso. Así, los creyentes pueden ir despreocupadamente tranquilos por la vida, al fin y al cabo, son hijos del eterno y su progenitor sólo quiere lo mejor para ellos. Yo que ahora soy huérfana de padre celestial, he tenido que hacerme cargo de mi misma a contrarreloj, eso sí, siempre rodeada de familiares de carne y hueso que me apoyan. 

Mi vida a.D (antes de Dawkins) también era bastante ingenua y eso, no se crean, lo echo un poco de menos. Ante los peores momentos desplegaba una calma tan confiada como ilusa que me ayudaba a pensar que las cosas saldrían bien. No había nada en el horizonte que pudiera garantizarme el éxito, ninguna señal que permitiera la esperanza incondicional, y aún así con la fe me sobraban los motivos. Era alentador disponer de ese optimismo que tanto valía para convencerme de que era merecedora de lo que me proponía, como de que habría algo mejor esperándome si no lo lograba. Nunca perdía, ni cuando fracasaba, aunque como ven, me hacía trampas y perpetuaba una baja tolerancia a la frustración. Por supuesto que hay que encarar los retos de la vida con buena disposición y si es posible con una sonrisa, pero este optimismo inteligente es distinto del que usaba antes a diestro y siniestro. Por supuesto que hay que sacarle a los malos momentos su lado positivo, remontar y mirar hacia adelante, pero este optimismo inteligente no tiene nada que ver la fantasía de quien cree que rezar es una invocación mágica esencial para que nuestros deseos se hagan realidad, como si el esfuerzo puesto para conseguir algo no fuera suficiente y se hiciera necesario que dios autorizara la transacción. 

Ahora que soy una escéptica me he vuelto muy cauta en el cálculo de probabilidades cuando valoro el triunfo a mi favor en cualquier empresa. Ahora que sé que no hay justicia natural ni divina -y la humana, como tal, no es perfecta- se me antoja errática la posibilidad de que las cosas salgan como yo quiero. A veces el empeño no gana la batalla contra el azar, que es caprichoso, además de ciego, y favorece o perjudica sin ton ni son; otras ni la excelencia en los resultados vence las circunstancias en contra, sean históricas, culturales, sociales o geográficas. 

Y aún así, sé que hay margen para ser positivo de forma madura y lógica, que caer en el fatalismo tampoco es racional y que de tener que aguardar resultados fuera del alcance de mi mano, quizás es preferible esperar lo mejor estando preparado para lo peor. Como he dicho, yo estoy todavía aprendiendo esta nueva forma de confrontar el mundo. Es duro y supongo que preferiría que un dios bondadoso y honesto existiera, pero mi anhelo no lo hace real. Hace ya muchos años superé la muerte del Ratoncito Pérez, la de Papá Noel y la de los Tres Reyes Magos. Dejar atrás este otro espectro vetusto de barba blanca, sólo es abandonar otro personaje infantil más. 

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 13 de noviembre de 2015

viernes, 6 de noviembre de 2015

No se atreva a decir que no le gusta la ópera

Me siguen tentando los anuncios de juguetes previos a la Navidad. Después de un parón publicitario en el Disney Channel estoy por redactar la carta y pedir muñecas. Luego pienso que no puede ser, que tengo 31 años, y que por eso puedo ir directamente a la juguetería a comprarme lo que me plazca sin tener que pedir permiso a los padres, ni esperar haberme portado suficientemente bien para que Papá Noel me conceda lo que pido. Ciertamente, entro mucho en las jugueterías, los sábados por la tarde sobre todo, cuando en ruta hacía las librerías del centro, no encuentro otras tiendas que me distraigan más. Eso sí, salgo sin haber comprado nada y con la firme determinación de que estas visitas tendrán que acabar cuando tenga hijos, o no podré resistirme a adquirir todo lo que pidan, con sus caritas de pena y mi perfecta excusa para tener esos juegos de plastilina que tienen toda la pinta de ser más divertidos que otras aficiones hogareñas aptas para adultos. Pero soy mayor y hay otras cosas que de niña nunca hubiera dicho que me apasionarían, como la ópera, por eso este año yo lo que quiero es ir al Liceu a ver Lucia di Lammermoor con el tenor lírico ligero Juan Diego Flórez.

Suelo decir que la música me deprime, a veces querría corregirme ante la gente que me ve rara diciendo que existen algunas excepciones a tan triste condición y que la ópera es una de ellas, pero temo que eso no mejore la imagen que mis interlocutores tienen de mi. Tuve que enterrar todos los discos de Ben Harper para no acabar en la consulta del psicólogo por un ataque de melancolía y, entre otras cosas, escojo las cafeterías en las que pasar un rato leyendo por si tienen un hilo musical adecuado a mi hipersensibilidad. 

En 2008, antes d’Òpera en texans i de This is opera de Ramon Gener yo ya le había hecho comprar a mi madre toda la colección de “Los Clásico de la Ópera 400 años” que ofreció algún periódico que ya no recuerdo y que me permitió acercarme al mundo de este “espectáculo sin límites” que conjuga canto, música  orquestal y drama. La primera ópera que me impresionó y que escuché hasta la saciedad en el coche -con copilotos asustados ante mis intentos de parecer una soprano-, fue Lucia di Lammermoor de Donizetti. Luego me acerqué a las óperas buffas de Mozart y de Rossini y me lo pasé en grande, yo sola en mi habitación, estirada en mi cama, con el CD puesto en la minicadena (¿se acuerdan de cuando usábamos esta palabra?) y alternando la lectura del libretto en italiano y español. Con el tiempo y por casualidad me encontré con Roger Alier y Marcel Gorgori en la radio y me aficioné también a sus voces y a sus conversaciones distendidas, pero con todo lujo de detalles rigurosos y anécdotas que sólo los expertos saben. Lo único malo que tienen es que hablan de ir al Liceu como si la entrada costara un paquete de pipas. 

Para acabar, si usted es una de esas personas que creen que la ópera no es de su gusto, quizás no le haya dado una oportunidad y se esté perdiendo uno de los mejores placeres artísticos de la vida. Pruebe a escuchar, o mejor a ver, a Rod Gilfry en el “La ci darem la mano” de Don Giovanni o a Pavarotti en “Una furtiva lagrima” de L’elisir d’amore y luego, confiéselo, tenía una idea equivocada de lo que era la ópera y le han entrado unas ganas enormes de (ahorrar para) ir al Liceu. 


Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 6 de noviembre de 2015