martes, 21 de noviembre de 2017

Botánica fantástica: las setas


Salen las mañanas de los domingos de otoño con la cestita colgada del brazo. Como si nada, como si no fueran a arrancar setas o como si arrancar setas fuera un pasatiempo inocente. Todo el mundo los ve y nadie dice nada, ni yo cuando me los cruzo por los caminos del Obac. Tendría que haberlos parado y haberles dicho muy seriamente: “¿Pero qué hacen, hombre? No tienen ustedes piedad alguna, eso por no mencionar que hay que ser muy bruto y tener un gusto poco exquisito para zamparse (al ajillo, a la plancha o con salsa) las casas de los Pitufos.” 

Yo sólo espero que les envíen con suficiente antelación una orden de desalojo o que, en el peor de los casos, se atraganten los gourmets de la vivienda ajena con un gorro frigio. No estoy diciendo que me alegre de las intoxicaciones que sufren algunos cazadores de hongos aficionados, pero qué esperan, eso les pasa por imprudentes, hay que cerciorarse de que las setas están deshabitadas, ¿qué clase de boletaire no sabe que la carne de pitufo es altamente venenosa? Si no hace falta ser muy perspicaz, nadie con la piel azul puede estar sano. Y aunque fueran moribundos, tienen derecho los pobres pitufos a morir dignamente, a manos de Gargamel o de su gato Azrael.  

Micológicos del mundo, glotones de los hogares de seres imaginarios, os deseo el más potente antifúngico. 

La biblioteca

Continuación de Noticias frescas

Antes de que Biakpa fuera Biakpa y estuviera en Ghana, fue Alejandría y estuvo en Egipto y como llegó Alejandría a ser Biakpa sólo se entiende tomándose cierta hierba infusionada diez minutos en agua de coco. Hasta ahí el misterio sigue siendo insondable. Kwesi sabía que aunque Julia quisiera contarlo un día, su discurso estaría tan fragmentado que nadie la entendería por mucho que quisieran creerla. Así, el secreto estaba a salvo. En cualquier caso, sí hay ciertas partes del relato que se pueden hacer públicas sin problema: el legado de la mítica biblioteca, fundada por Ptolomeo en el siglo III a.C.  sigue vivo. Su fondo documental ha ido aumentando a lo largo de los años con libros y audiovisuales y está disperso por toda Biakpa. Cada choza de barro custodia una fracción del ingente archivo. 

Antes de que los vendavales asolaran Biakpa, la clasificación bibliográfica era sencilla y encontrar los documentos requería, como mucho, un paseo a lo largo del pueblo. Todos los socios de la Biblioteca recibían un mapa numerado al ingresar en el club de lectura, que les daba derecho a entrar en las casas (de seis de la mañana hasta medianoche) a tomar prestados cuantos libros quisieran, además de a tomarse un te de lemongrass. Lamentablemente, desde que los huracanes movían las casitas de sitio, todos andaban perdidos. El vecino Nkrumah era el que peor parte se había llevado, siempre tenía que disculparse con los lectores que acababan por error en su casa pidiendo prestado “La llamada de los Gnomos” escrito por Will Huygen e ilustrado por Rien Poortvliet. Eran muchos (dentro de los pocos afortunados que conocían la existencia de la gran Biblioteca) los que buscaban la primera edición de este precioso libro y Nkrumah siempre respondía lo mismo: te equivocas, en esta casa no hay gnomos, solo gansos salvajes (aludiendo a las historias de Nils Holgersson). 

En la antigua calle de Boticario número 25 se conservaban los autores rusos y las sonatas de Beethoven. Ahora esa casa-anaquel estaba a cien metros del gran baobab. Del dintel de la puerta colgaba un crespón negro. Julia no se había fijado antes, pero ahora que se dirigía hasta allí, después de que Kwesi le hubiera desvelado por fin parte del enigma que le había conducido a orillas del Lago Volta (por cierto, el embalse con mayor superficie del mundo), empezó a atar cabos. Los crespones negros se ponían en la entrada de las biblioteca-cabañas como advertencia de que había documentos que no se habían devuelto en el tiempo acordado. No retornarlos puntualmente era de un ultraje, un deshonor y un desprecio atroz, tanto que sólo por reincidir una vez, te expulsaban para siempre de la Biblioteca, de Biakpa, de Ghana, y de toda el África Subsahariana. 

Hacía 15 años que un hombre llamado Mauricio Vélez Sandoval dejó a deber La sonata Kreutzer de León Tolstoi y  la primera grabación de la sonata número 9 en la mayor para violín y piano op.47 de Beethoven. Ahora, a punto de morir, no se lo podía perdonar. Alguien tenía que devolver el libro y el CD a su legítimo emplazamiento y tenía que ser Julia.

lunes, 20 de noviembre de 2017

Botánica fantástica: Olivo (Olea europaea)

Hay monstruos tristes: dan tanta pena que no dan ni pizca de miedo. Los olivos-caniche, por ejemplo. Suena a Frankenstein vegeto-animal y se ven peor que el nombre que les he puesto, porque ¿a quién en su sano juicio se le ocurre avergonzar a un árbol centenario de tronco arrugado, grisáceo, robusto, con peluquines de hojas recortadas cual pelo de poodle (al estilo león) preparadito para una exhibición canina? Los miro y siento vergüenza ajena. Pensarán sus dueños que así de acicalados sus olivos tienen más solera, pero a mi sólo se me asemejan a gigantes jibarizados que ni son los graciosos enanos de Blancanieves, ni los alegres gnomos del bosque en el que vive David, ni los afables medianos de la Comarca de Tolkien. Sólo parecen colosos humillados, como los animales de zoo o de circo.

Afrentar así a estos símbolos vivos del Mediterráneo (que fueron consagrados, ni más ni menos que a Minerva), las ramas de los cuales sirvieron para coronar a los primeros atletas olímpicos es un insulto mayúsculo. Tanto es así que estos árboles, legendariamente mansos, están tramando una venganza digna de la deshonra a la que los han sometido. Nunca más las palomas de la paz llevaran sus ramitas en el pico. El escarmiento de los olivos va a ser cruel, según me han dicho los cipreses (que las tapias de piedra serán sordas y mudas, pero las vallas vegetales son unas chismosas). Cuentan que hasta pudieran ejecutar su plan antes del fin de semana y tiene lógica: yo creo que nos van a dejar sin aceitunas para el vermut de los domingos. 

Eso, para empezar. Que luego nos quitarán el aceite para freír patatas con pimiento verde y mojar pan con chocolate y ahí sí, ahí nos van a matar. ¡Dejad a los olivos en paz, hombres y mujeres amantes de la jardinería ornamental esperpéntica! Disfrutad vuestra pasión por lo artificioso en solitario, sin poner al resto de la sociedad en riesgo: compraos una planta de plástico (y de interior).


Fuente: http://www.iber-plant.com/pagina.asp?id=106&i=en

viernes, 17 de noviembre de 2017

Botánica fantástica: Liquidámbar (Liquidambar styraciflua)

Érase una vez un hombre enamorado de un liquidámbar. Es de recibo que no estaba muy fino teniendo, como tenía, alergia al polen. Margaritas le llevaba el hombre loco a su liquidámbar libertino, libros sobre el mar le leía el botánico de pacotilla al leño presumido que se teñía las hojas de rojo. Se burlaba la mujer del naturalista de la amante de su marido: ¿Cuánto le cobra la peluquera por el vulgar pigmento escarlata? ¿Se rizará las ramas para vuestra boda pagana? Tan inofensivo encontraba el escarceo de su esposo, que hasta ella misma empezó a cogerle cariño y así, sin querer, acabo queriéndolo ella también. Bombones le llevaba la majareta al árbol caducifolio (pralinés en forma de corazón que se comía la mujer a hurtadillas en el porche de la entrada de su casa, junto a los geranios celosos). 

Llegó el invierno y al pobre liquidámbar ya no le quedaba pelo, sólo una hojita en forma de estrella se erigía heroica en la cumbre. A cambio, centenares de bolitas con púas despuntaban de las ramas. Creía la gente que la pareja de adúlteros estaba perturbada, que ese triángulo amoroso era una aberración de la naturaleza ¡Pero si aquí el único que estaba com una cabra era el árbol! ¿O a caso no lo ven? Sin ser abeto, ni ser de plástico (¡Qué perversión!) se cree el liquidámbar que por estar calvo y llevar pendientes es un árbol de Navidad.

jueves, 16 de noviembre de 2017

La vida secreta de las cosas: las mantas de picnic


Dos gemelos de 15 meses duermen la siesta en el jardín. Como no es lunes, están a la sombra, pero bien tapados con sus sacos de dormir. Oigo la lavadora, que he puesto para tener bien limpia la manta que usamos cada año como base del árbol de Navidad. Es blanca, amarilla, roja y verde, tiene flecos en los bordes y puesta “despreocupadamante”, con regalos encima envueltos en papel de estraza, es digna de una foto para Pinterest. Fue manta de picnic durante años y, como tal, estuvo guardada en un baúl. ¿Qué tendrán los picnics que tanto nos ilusiona pensar que haremos y para los cuales compramos un atrezzo que nunca usamos? A mi favor tengo que decir que nunca compré la cesta de mimbre con sus vasitos, platitos, cubiertos y servilletas de cuadros porque temía que sólo adornara el armario. A punto he estado en montones de ocasiones, cuando la he visto en las tiendas como la promesa de una fantástica tarde de verano, mañana de primavera o incluso noche de invierno romántica. La he tenido en mis manos y casi he podido tocar la felicidad de comer en plena naturaleza, sentada sobre la hierba del campo, bajo un pino, un olivo o un roble. He oído cantar los pájaros, he visto a las ardillas saltar de una rama a otra y he saboreado la olivada con tostadas, la fruta limpia y cortada (por ejemplo, una macedonia de manzana y mango) y he sorbido durante media hora un café caliente que guarda un termo de un litro, por si a caso invitamos al resto de domingueros mientras jugamos al Parchís, el juego de mesa de mi infancia. Todo eso he podido sortear en la tienda pija que quería endosarme la cesta de picnic por 60€. No ha sido fácil y si no he sucumbido a la tentación hasta entonces, lo diré claramente, es por el precio. Un poco más barata y caigo en la trampa. 

Ayuda también el recuerdo de mis abuelos, con los que hice picnics de verdad en un terraplén de las afueras de Terrassa sin tantos bártulos. De hecho, sólo recuerdo que necesitáramos una manta vieja (¿o era un mantel?) y una tableta de chocolate negro Dolca. Seguramente también habría una barra de pan y algo para beber, pero no me atrevo a confirmar si era agua, zumo o Cacaolat. Conociendo a mi abuela podrían haber sido las tres cosas. La inclinación del terreno no nos permitía instalar ningún juego de mesa, me parece que sólo nos sentábamos a merendar. Mirábamos los coches que iban de la Maurina a Can Trias o a Can Gonteres. Mientras tanto, mi abuela debía buscar menta o perejil y si era época, genista. Chicles de clorofila, ahora me acuerdo. De eso tampoco faltaba. Mi abuela siempre llevaba un paquete en el bolsillo de la bata. De clorofila, no de menta y de láminas envueltas en papel, no grageas. Ya se ha despertado el gemelo-mejillón, tengo que volver de mi viaje en el tiempo y tender la manta de picnic, ahora con más cariño que nunca, después de haberme obsequiado un trocito de su vida secreta. 

miércoles, 15 de noviembre de 2017

Noticas frescas

Continuación de Parece que va a llover

Bruno era un hombre guapo como los de las películas en blanco y negro, descartando las de Chaplin, claro. Para ser exactos, Bruno se parecía mucho al Paul Newman que hacía de Brick en La gata sobre el tejado de zinc, aunque tenía el pelo más largo y más gris, tipo Richard Gere en Nights in Rodanthe. Todas las mujeres lo adoraban. Notaban como a su lado embellecían incluso más que si llevaran el mejor modelo de Balenciaga. Las malas lenguas cuentan que a su alrededor siempre había mujeres haciéndose fotos que aprovechaban para cuando tenían que ir a renovarse el DNI.

La quiosquera lo esperaba cada día con el diario preparado, lo que quería decir que Bruno se llevaba un ejemplar más o menos agujereado según las noticias que Petra hubiera tenido que recortar. A Bruno sólo le interesaban las coníferas, las noticias en las que se mencionara la palabra “bienintencionado” o la expresión “sin lugar a dudas” y los textos con faltas de ortografía. En todo caso, Petra no cobraba 2€ de más por hacer esa ardua selección, sino tan sólo por retirar del diario aquellos artículos que empezaran con la letra D, titulares incluidos. Todas las mañanas, a las 9 en punto, Bruno aparecía por la esquina paseando a su perro Sherlock; al acercarse al quiosco el detective consultor abría la boca y atrapaba entre sus dientes el diario cercenado, que llevaba hasta casa sin contratiempos, excepto si encontraba por el camino una botella de plástico vacía, su perdición. Entonces Sherlock dejaba tirado el diario en cualquier parte y Bruno recogía el testigo, haciendo malabares con la correa, la barra de pan integral, el ramo de flores y los dos kilos de fruta. 

Al llegar a casa, con el café recién hecho y Sherlock dormitando a sus pies, Bruno empezó la disección del diario. Tuvo mucha suerte, ese día había conseguido cinco noticias “bienintencionadas”, ocho “sin lugar a dudas” (sobre todo en la sección de política, en la que unos partidos atribuían a los otros todo tipo de vilezas sin titubeo), un artículo sobre la replantación de cipreses en el cementerio municipal y una crítica cinematográfica repleta de faltas de ortografía. Aunque la suerte la tuvo además porque el artículo más importante de todo el diario no había sido recortado, a pesar de que empezaba con la maldita cuarta letra del abecedario (se entenderá la aversión de Bruno por el grafema próximamente). El caso es que, de repente, tenía delante una foto de Julia, más morena que cuando se marchó hacía ya casi dos meses (según dejaba entrever el matiz gris más intenso del diario), sentada bajo un imponente árbol, con un titular en el que se leía: “Desaparecida una vecina de Terrassa en Ghana”. 

Interpretación libre del ejercicio de escritura: Noticias frescas

domingo, 12 de noviembre de 2017

Trinomio fantástico: palmera, cojín y amarillo


Cuentan los niños que viven en el trópico que las palmeras cantan por la noche. Se despiertan esos niños cuando los padres dormidos como troncos (de árboles que no hablan, se entiende), se suben con la almohada a tumbarse entre las ramas. Suelen situar el cojín cerca de los cocos o de los dátiles, en función, claro está, de si hablamos de la Cocos nucifera o de la Phoenix dactylifera. Así lo hacen porque sostienen los niños que el concierto les da sueño y que el sueño les da hambre, aunque nunca llegan a catar dichos frutos, y es que corre el rumor de que al comérselos la palmera enmudece un siglo entero. 

Se debaten esos niños melómanos entre el insomnio y la inanición sólo por escuchar las canciones vegetales hasta la madrugada, cuando las palmeras se callan a medida que el cielo se pone amarillo. Cuando el amarillo ya es del mismo tono de la manta que cuelga del sillón orejero que tiene una mujer europea en su salón, los niños bajan y se cuelan de nuevo en su cama hasta que les suena el despertador. Mientras desayunan, los padres les preguntan cómo han dormido, qué han soñado. No saben los niños si decirles la verdad o la mentira, hay que entenderlos, pobrecillos: tienen miedo de que, al saberlo, los adultos talen sus palmeras para convertirlas en la estrella de la canción del próximo verano. 

"Cuando el amarillo ya es del mismo tono de la manta que cuelta del sillón orejero
que tiene una mujer europea en su salón..."

San Martín 2017


Cato orejas. Las chupeteo, las muerdo flojito (para que luego, si los niños me imitan, no me queden marcados sus dientes), las espachurro con los labios, las soplo como si fueran las velas de mi mejor cumpleaños y luego las olfateo: huelen a baba, a carne de bebé adorado, a medio gemelo asimétrico (que son dicigóticos), a cera de cirio encendido para San Martín porque hoy es tu santo, y aunque seamos ateos, o pastafaris -no en vano, a la que me descuido y abrís el cajón al que llegáis de la cocina, os encuentro con el colador en la cabeza, cual yelmo de caballero de la orden del Tupperware o acólito de los espaguetis a la carbonara (sin bacon)-, pues hay que celebrar que hoy, 11 de noviembre de 2017, mi mellizo con mejillones en la cara tiene el nombre de un niño que encontró un ratón debajo un botón, ay que chiquitín. 

jueves, 9 de noviembre de 2017

La vida secreta de las cosas: los guantes

Recuerdo que cuando a los siete años supe que el número uno en ingles era one, pronunciado "guan", me fascinó sobremanera haberlo estado diciendo sin querer cada vez que pronunciaba la palabra guante. Abría el cajón de la mesilla de noche (no recuerdo si el primero, el segundo o el tercero ¿tenía tercer cajón esa mesilla?), cogía los guantes, los manoseaba y decía en voz alta, guan, guan-te, como si acabara de descubrir un gran secreto. En los guantes españoles se guarda el uno inglés, qué curioso. ¿Qué otras más palabras extranjeras sé ya, sin saberlo? pensaba. ¿Qué mensajes en chino, swahili, alemán, finés o balleno estoy emitiendo cuando hablo en castellano? ¿Y cuando hablo en catalán? ¿Serán los mismos, distintos o son, precisamente, completamente opuestos? Desde luego, eso explicaría muchas cosas.

Creo que mis disquisiciones filosófico-lingüísticas acababan ahí, sentada en el suelo con mis guantes de lana en las manos, absorta en el uno oculto entre sus cinco dedos de tela.