martes, 30 de enero de 2018

SPAM

Un día voy a meter en una habitación sin ventanas a todos los que me envían SPAM. Lo juro. Voy a empezar a construirla en el sótano de mi casa. Pequeña, que duerman bien juntitos. Y si siguen así ni inodoro les voy a poner, un agujero en el suelo y listo. Agua, la justa y pan, de molde y con corteza. Ahí se van a enterar. Me van a suplicar clemencia. Remitentes de correos electrónicos no deseados, amigos que me invitan a juegos en Facebook, contactos que saturan de cadenas los grupos de Whatsapp, quedáis avisados. ¿Lo oís? Soy yo montandóos las camas de Ikea en el zulo. Las más baratas, las que hay que atornillar de tanto en tanto. Y no lo haré. Esconderé la llave allen para que el día menos pensado la estructura ceda y acabéis en el suelo (¡PAM!). ¿Da miedo, eh? Parad. No me interesan vuestros cursos de autoayuda. ¿No véis lo feliz que soy en Instagram?

El hombre de las bicicletas

En casa del hombre de las bicicletas no había un sólo autobús. Ni uno, en serio. Buscabas y rebuscabas por las habitaciones y ni tan siquiera encontrabas de esos pequeños que parecen furgonetas. Pero lo que era aún más curioso es que en casa del hombre de las bicicletas tampoco hubiera ninguna bicicleta. Ni de paseo, ni de carretera, ni de montaña, ni plegable, ni eléctrica. Ni una triste bicicleta estática, ni un triciclo infantil de plástico descolorido, ni un tándem con la cadena oxidada. El cómputo total de bicicletas en la casa del hombre del mismo nombre, era exactamente cero. Ni cero coma uno ni cero coma siete. Cero patatero, como decía José María Aznar cuando lo que supuestamente quería decir era cero pelotero, porque desde luego que hay patatas con forma de cero, pero también con forma de cinco y todo el mundo sabe que esas y (las tan escasas con forma de veintiocho) son las que fritas quedan mejores.

El hombre de las bicicletas tenía la casa llena de tanques, eso es. Tanques militares, pesados vehículos blindados de combate aquí y allá, era imposible no tropezarte con alguno de ellos. Los había de la Primera Guerra Mundial (Marks I, Renaults FT, Marks V, Sturmpanzerwagens A7V) y de la Segunda Guerra Mundial (T-34-85 soviéticos, Panzers VI tigers alemanes, M4 Shermans americanos). Los había nuevos y los había usados.


¿Qué le pasó al hombre de los velocípedos para acabar rodeado de tanta máquina de guerra? Una sombría predisposición familiar lo inclinaba hacia la logística bélica. ¿Y por qué su nombre se prestaba a tanta confusión? Algo muy patético para el pobre, una humillación tremebunda: se equivocaron los burócratas de mote cuando se hizo el primer DNI. Lleva más de cincuenta y tres años tratando de convencer a los funcionarios en vano.

lunes, 29 de enero de 2018

Cuentos tontos

El pobre escritor solo escribía cuentos tontos, pero no era su culpa. Él los enviaba cada día a la escuela: venga érase una vez un dragón blanco y volador, levántate que hay que ir al cole, venga, había una vez una niña sin suerte (ni buena, ni mala), arriba que hoy tienes examen de matemáticas, venga cuentan los viejos del lugar que vieron un melocotón gigante chocarse contra el arcoiris, despierta que aún tienes que acabar los deberes. Y así hacía el pobre escritor cada mañana con todos sus cuentos (tontos). Los vestía, les daba de desayunar, los acompañaba hasta la puerta de la escuela, les daba un beso en el título y luego volvía a casa a hacer las camas, cocinar la cena y seguir escribiendo historias. Afortunadamente, podía llevar a sus cuentos a un colegio público cerca de casa, no tenía que pagar matrícula, algunas famílias le dejaban los libros de texto y el comedor escolar estaba subvencionado, porque al ritmo que el pobre escritor escribía, cada día engendraba un nuevo alumno de preescolar o primaria. Los cuentos más tontos de todos repetían curso hasta tres veces. Algunos incluso sufrían acoso escolar. Desesperado, el escritor dejó de escribir. En su casa ya no cabían más cuentos (ni listos). Quizás había llegado el momento de que se emanciparan y se fueran a vivir a las páginas de un libro. Pero con lo tontos que eran, ¿podría el pobre escritor encontrarles una buena casa? y con el cariño que les tenía, ¿quería realmente deshacerse de ellos? A la porra, pensó el hombre, los publicaré en mi blog y que sea lo que Dios quiera.

La señora doña cuentacuentos

A la señora doña cuentacuentos se le escapaban las historias como se le escapaba el pis. Era muy mayor, como tres o cuatro veces la edad de un niño. Si se reía fuerte mojaba las bragas y un trocito de cuento se le salía del corazón. Lo del pis aún lo podía gestionar con ejercicios de Kegel diarios pero los derrames de relatos estaban fuera de su control. Todo el mundo veía el principio del cuento saliendo a presión del pecho: Érase una vez una sirena de estanque de jardín (PUM!) o Hace mucho mucho tiempo en un pueblo de piedra había un carpintero (PAM!) o Cuenta la leyenda que en las noches de luna llena los imanes de nevera (POM!). ¡Qué abochornada se sentía entonces la pobre señora! Recogía las palabras del suelo cómo podía y se iba andando con las frases arrebujadas en las manos. La gente se sorprendía tanto que no se atrevía a pedirle que, por favor, continuará la historia, que no la dejara en vilo ahora que había empezado. Hasta que un día un par de mellizos de diecisiete meses, que le habían hecho reír a carcajadas, vieron salir disparado como un muelle el inicio del que sería el cuento más bonito del mundo. Ese día la mujer tuvo que seguir contando y lo hizo sin vergüenza alguna, porque a los niños no les había parecido nada extraño que un buen cuento brotara desbocado de su teta. Lo que sin duda alguna no no entendieron fue que no le rezumara también leche como a su mama.

Medir bien las palabras

Hay que medir bien las palabras. Pensarlas bien antes de decirlas, que luego no nos caben en la boca y parecemos hámsters comiendo a dos carrillos. Yo cuando tengo que decir estratosférico lo hago en tres tiempos: estra, tos, férico, pues de otro modo me atraganto con tanta letra entre la lengua, el paladar y los dientes (teniendo como tengo las cuatro muelas del juicio). Yo no sé como a la gente le cabe esa palabra sin que la saliva se les derrame o se le salgan las vocales por la nariz, como cuando te cuentan un chiste mientras te tomas un café con leche de soja. 

Me ejercito con palabras menos complicadas: hipopótamo, maravilloso, planisferio, hojalata. Las digo mucho. Los que me conocen lo saben porque cuando me saludan y me preguntan qué tal estoy, les respondo muy bien, hojalata. Con el frutero, al que ya le tengo confianza, también practico: un quilo de manzanas fuji, planisferio, que hoy tiene muy caros los mangos. A mi marido lo llamo el maravilloso hipopótamo y así, en una solo enunciado bien cargado, me pongo a prueba. 


A mis niños, que justo empiezan ahora a hablar, les estoy haciendo un curso acelarado para que de mayores ninguna palabra les quede grande. Ejercicios bucales por la mañana: comerse una clementina de un solo mordisco y ejercicios verbales por la tarde: recitación sin signos de puntuación de poemas de Gloria Fuertes. Soy muy intransigente con los fallos, no hay comas que valgan. Lo hago por su bien, para que cuando sean adultos nada les impida ser electroencefalografistas.

sábado, 27 de enero de 2018

Trinomio fantástico: caballero, flor de pascua y mecedora

Cuando no estaba en la guerra, el caballero medieval disfrutaba de una taza de Earl Grey en la mecedora del porche. Dejaba el yelmo y la espada en el suelo, se descalzaba los escarpes y apenas vestido con la cota de malla, apoyaba los pies en la mesita de te y pensaba en cómo resucitar la flor de pascua. La preocupación botánica del caballero se mantenía a lo largo de las cuatro estaciones y sólo en Navidad, cuando la planta presumía de una floración abundante y vistosa, podía descansar en su mecedora tranquilo, sin afligirse por las hojas rojas marchitas. Esos días le sabían mejor que un combate ganado contra una muchedumbre mejor armada. Mantener viva una Poinsettia era más arduo que devolver a los soldados de su escuadrón sanos y salvos a casa. 

Un sábado 27 de febrero, el caballero medieval volvía a casa más malherido que nunca: calvo. Sus rizos castaños se habían ido cayendo uno a uno (y no de dos en dos) a lo largo de toda la contienda en Navarcles. El suelo del campo de batalla parecía el de una peluquería administrada por un barbero asesino: pelos por aquí, cuerpos decapitados por allá. No le importó demasiado al caballero medieval que, ya sin ningún cabello, lo único que tenía bien asido en la cabeza era el estado de su flor de Pascua. Se había ido a la guerra dejándola en el esplendor de su belleza y le asustaba encontrársela moribunda en tan poco tiempo. Cinco hojas verdes le quedaban a la Poinsettia. No todo estaba perdido, pensó acunado por el vaivén de su mecedora, pero porqué tenía que ser tan dura la vida.

viernes, 26 de enero de 2018

Le huele el aliento

Al niño que vive en un nido le huele el aliento a marisco. Gamba congelada de pizza de marca blanca. Eso parece. Los mocos transparentes que le llegan hasta el arco de cupido no mejoran el aspecto del niño-pájaro. Al menos el pañal está limpio y no hay restos secos de comida enganchados en el pelo. Al niño que vive en un nido le gustaría ser un bebé normal, pero no puede. Porque tiene una madre escritora y un padre que de grande quiere ser bombero y un hermano gemelo diferente. Por eso.

En su primera cita

En su primera cita ella sacó un libro de Oliverio Girondo en el primer piso de butacas del Liceo. Leyó algunos poemas antes de que empezara una ópera que ahora no recuerda en absoluto. Hablaron de El lado oscuro del corazón. Con el tiempo sabría que a él también le apasionaban los trenes eléctricos de juguete. Ella cenó un crepe que llevaba carpaccio de ternera. Nueve años más tarde sigue estando el crepaccio Rosso en el menú y cuando ella lo lee y lo descarta y busca una opción vegetariana, todavía se acuerda de cómo él le hablaba en aquella primera cena de su pintor preferido. ¿Puso una cara de asombro muy desorbitada cuando mencionó a Pollock? Tampoco se acuerda, aunque le gusta pensar que fue diplomática. Sin duda debió de serlo o él no la hubiera invitado de nuevo. Hoy una reproducción del número 8 de Pollock preside la entrada de su casa. Ella no sabe volar, pero a él le molesta más que no quiera bucear, aunque le asegure que con un neopreno seco no tendría ni pizca de frío.

miércoles, 24 de enero de 2018

Motes

Ella los llamaba mi gordo-frito y mi flaco-hervido. Martín solía ser el frito y Lorenzo el hervido, aunque no era una regla inmutable, a veces Lorenzo era el gordo y Martín el flaco y ella entonces buscaba al feo-glaseado por la casa pero no lo encontraba. Por supuesto ni Martín ni Lorenzo estaban gordos, fritos o hervidos, aunque sí un poco flacos para los estándares de pediatras obesófilos. Miren qué jamoncitos tienen, les decía ella a los pediatras rechonchófilos, para a continuación enseñarle los muslitos de sus niños al desnudo, con su carne pellizcable y que efectivamente pellizcaba desde la rodilla hasta el culete. Los pediatras rollizófilos asentían con la cabeza diciendo sísísí todo junto y muy rápido para echarla de la consulta cuanto antes y pedir una orden de alejamiento.

martes, 23 de enero de 2018

Montoncitos

Ella les decía te quiero montoncitos. Lo susurraba en la oreja derecha al mellizo Martín y en la izquierda al mellizo Lorenzo. Cada noche mientras dormían a su lado, ella hecha un bocadillo de pan de niños: os quiero montoncitos, decía flojito para no despertarlos, y si se atrevía a tentar más aún a Morfeo hasta les daba un beso. 

Ella siempre se dormía pensando en los montoncitos. Se los imaginaba lo suficientemente pequeños para que no fueran montones, aunque no tan escasos como los excrementos de un chihuahua, más bien como las caquitas de un West Hihgland Terrier de profesión inventor. En la cabeza de la afectuosa madre las boñigas de amor flotaban como nubes. Que llueva, que llueva, la Virgen de la Cueva, la oía cantar su marido antes de caer rendida, prudentemente cubierta hasta las cejas por el edredón.