jueves, 9 de enero de 2014

Todos morimos jóvenes

Mi marido hoy me ha regañado por quitar tan rápidamente la decoración navideña. Creo que hasta le ha sorprendido el desapego con el que he guardado el gorro de Papa Noel, que tapaba la calva de la máscara del Congo, y las luces con forma de estrella que rodeaban la calefacción del salón. Yo también lo he encontrado raro, suelo remolonear hasta finales de enero, me cuesta despedirme de la Navidad y por mi que sonaran villancicos todo el año. Por suerte el calendario siempre presenta alternativas cíclicas que me sirven para ir tirando hasta el próximo diciembre: Carnaval, Semana Santa, San Juan, Fiesta Mayor de Terrassa (siempre en Cadaqués), cumpleaños, vacaciones de verano... Visto así parece que el año no tiene sentido más que por las fechas señaladas, como si el resto de días tan sólo fueran puentes que conectan unos festivos con otros o mejor dicho túneles, por lo ciegos que estamos mientras los pasamos, sólo atentos a la luz del final.

Este calendario absurdo que hace de un año cualquiera, de 365 días, mi año ridículo de apenas 30 jornadas no seguidas sólo tiene la ventaja de permitirme envejecer más lentamente, aunque en el espejo alguna cana se empeñe en hacerme parecer más vieja que mi hermana mayor. Precisamente existe un cuento que habla de un cementerio repleto de tumbas que el protagonista cree pertenece a niños muy pequeños porque todas tienen gravadas el tiempo de vida de sus moradores: 8 años, 6 meses, 2 semanas y 3 días; 5 años, 8 meses, 3 semanas... Alguien le cuenta entonces que en realidad, ese tiempo es el resultado de la suma de sus momentos felices, pues en el pueblo existe la tradición de regalar, cumplidos los 5 años, una libretita en la que todos apuntan el momento que disfrutan intensamente de algo y el tiempo que dura: los segundos del primer beso, las horas de reencuentro con un amigo que vuelve de un país lejano, el nacimiento de un hijo... Contados así los años, el camposanto estaría lleno de curiosos casos a lo Benjamin Button: viejos muertos como si fueran niños, al menos en cuanto al tiempo verdaderamente disfrutado.

Hace tiempo escribí un poema que decía: “Si escribo demasiados versos y demasiado malos sólo es porque me hacen falta: como cuando se necesita echar la Quiniela mil veces, para ganarla tan solo una. Así, podría decirse que la poesía es una lotería: uno escribe sabiendo que lo más probable es que pierda, pero con la esperanza de que algún verso le salga premiado.”

Quizás es verdad que no todo lo que se escribe merece ser leído. Según Kundera “sólo tiene razón de ser aquel trabajo literario que revela un fragmento desconocido de la existencia humana”. Yo no me atrevo a decir lo contrario, aunque no sé cuantos de mis escritos sobrevivirían a tal criterio, aún así, ésta es una opinión que sólo vale para el oficio. Sepan que en la vida todos los días valen, hasta los lunes, porque es la única obra que no se puede permitir bocetos, ni ensayos, ni tanteos: no hay partidas de prueba, todas las jugadas cuentan.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 9 de enero de 2014