jueves, 29 de enero de 2009

Diario de alguien que podría ser yo IV

Hoy todo el mundo da por supuesto que la gente quiere ser feliz. Un análisis más exhaustivo de la sociedad, no obstante, daría con resultados sorprendentes. Aún así, no quiero ser yo la que deshaga el mito que permite que existan best-sellers con los que algunos autores se hacen ricos.

De todas formas, es mi deber desenmascarar – aunque esta resolución sólo tenga que ver conmigo y ni el resultado sea extrapolable a otros grupos poblacionales - que yo no quiero ser feliz y que, además, pongo trabas, zancadillas y hasta trampas, para evitar a toda costa ser una mujer satisfecha y plena. Esta afirmación no es gratuita, sino que es el resultado de una larga deliberación que concluye con esta extraña confesión, muy típica de paciente de psicoanalista, lo sé.

No es que yo sea feliz siendo infeliz, sino que soy como la mascota del hortelano que ni come ni deja comer, o como ese amante despechado que ni vive ni deja vivir. Hay en mí algo que se rebela y que lucha contra la desgracia, que pretende alcanzar ese estado de beatitud en el que viven los que siempre tienen una sonrisa en los labios; a veces, estoy tan cerca de conseguirlo que la mera proximidad ya me place, pero luego, en el momento decisivo, doy con todo al traste: o soy masoquista, o tengo una autoestima tan baja que no me considero digna de que la dicha entre en mi casa, o, más probablemente, soy consciente de que la felicidad te arrebata todas las excusas que te permiten seguir siendo irresponsable, y entonces ya no hay escapatoria a la incómoda verdad de que uno es quien decide ser y de que no hay más malos en la película que los que uno mismo contrata.

viernes, 23 de enero de 2009

Diario de alguien que podría ser yo III

Cuando se está enamorado las palabras fluyen solas, y hasta los analfabetos son capaces de escribir poemas que luego no van a saber leer. Cuando se está deprimido, en cambio, las palabras se enquistan en lugares tan desagradables como la rodilla, la barbilla o el más doloroso, la garganta, y entonces mi blog de poesía desfallece, y lo único que me consuela es saber que releer lo escrito es, en cierto modo, reescribirlo.

De todos modos, no hay porque alarmarse, y es que cuando se empieza a borrar más de lo que se escribe, el neófito se atormenta y declara: he perdido mi don; mientras que el maduro y experimentado literato se alegra y exclama: ahora estoy empezando a escribir sólo lo que vale la pena ser dicho.

jueves, 22 de enero de 2009

Diario de alguien que podría ser yo II

Todo empezó a ir mal el día en que se murieron mis abuelos, y aunque se murieron en días distintos de años alejados, hoy sé que la primera muerte desencadenó la segunda con una lógica tan sutil que hasta podría parecer un asesinato. 

Mi abuelo se fue primero, también él confirmó esas estadísticas que dicen que los hombres viven menos, pero si las mujeres los sobreviven sólo es porque la muerte piensa que ellas sabrán soportar mucho mejor la soledad. Falleció después de que ese fin de semana yo hubiera escrito una biografía de él para mis deberes de colegio, y aunque eso pudo traumarme de por vida elucubrando que al escribir tengo el poder de matar lo que describo, no lo hizo, tan sólo me dejó con la vaga sensación de que hay casualidades que no se rigen por el azar. Lloré en secreto porque ya de niña me avergonzaba que la gente supiera que yo podía sucumbir a la tristeza, como si ese sentimiento deshiciera la coraza con la que yo luchaba en la arena del mundo. Más vale que nadie sepa que uno es vulnerable, sólo así se puede seguir fingiendo no sentir dolor cuando te atacan.

Yo no sé qué hacen las niñas con abuelos calvos después de la cena, yo tuve la suerte de que el mío no lo era, así que cogía un peine y me entretenía revolviendo su pelo como si fuera una muñeca. Nunca me impedía peinarlo de tal manera que pudiera parecer ridículo porque a él no le hacía falta aparentar ser guapo, no es que lo fuera, claro que en su juventud pudo serlo, pero a una niña todos los viejos le parecen ajenos a esa categoría, como si para acceder a la belleza hubiera una edad máxima, o como si la belleza a esas edades no tuviera nada que ver con los ojos y la piel, el cuerpo y las manos. Lo recuerdo conduciendo hasta el campo. Lo recuerdo tomando Martini en el aperitivo con mi abuela, apareciendo por la puerta los domingos con una bolsa de churros. Hay en mi mente fotogramas aislados de una película mucho más que basada en hechos reales.

Mi abuela murió unos cuatro años más tarde, seguramente porque no pudo morirse antes. Su cáncer en el pecho se me revela hoy como una gangrena de corazón, que a falta de marido, se murió podrido porque nunca pudo reconciliarse de la discusión previa que tuvieron antes de su muerte. Parece ser que apenas discutieron en su larga vida de casados, y bastó una pelea para que los matara a los dos: mi abuelo murió de un ataque al corazón.

Todo empezó a ir mal entonces porque cuando los abuelos de una niña mueren, ésta envejece automáticamente, como si la infancia estuviera ligada más que a los padres, a los abuelos. Sólo éstos últimos te permiten seguir siendo un niño cuando ya eres mayorcito a los ojos de tus padres, cuando ya se supone que no haría falta que te prepararan el vaso con leche antes de irte a la cama.

Ahora que ya hace tiempo que soy adulta por méritos propios, sigo pensando que los abuelos deberían ser inmortales.

S de Silencio

Puede que a un poeta
nunca se le acaben las palabras
pero lo cierto es que ellos también
han abierto un día la boca
sin encontrar nada que decir.
Puede que el último de sus poemas
todavía esté grabado en la corteza
de un fresno de parque urbano,
puede que el silencio de esos hombres rime,
y que sus páginas en blanco
no sean lo mismo que un fracaso.
Puede que un día encuentren absurdo que
ese sentimiento de vacío matutino
merezca un poema,
que ya no piensen que sus versos
puedan a desenmarañar
ningún corazón ensortijado.
No es de extrañar que se les haya
pasado por la cabeza
que la poesía no sirva para nada,
pero hay que disculpar
a todos esos poetas
que un día dejan de creer
en sus palabras:
hay quien les está induciendo a pensar
que escribir mata.

martes, 13 de enero de 2009

Diario de alguien que podría ser yo I

Si la DGT supiera que a mí se me ocurren poemas mientras conduzco, probablemente me quitaría algunos puntos del carné. No sé cuánto penaliza inspirarse mientras voy por la autopista y me entran ganas de escribir, y puesto que nunca lo hago, más que nada porque no tengo el cuaderno a mano, siempre llego a mi destino intentando acordarme de esa frase genial que iba a ser un poema. 

Si la DGT supiera que yo me inspiro mientras cambio de marcha, seguramente me prohibiría como poeta alegando que apologizo por la conducción irresponsable. Tengo una teoría sobre el porqué de esa inspiración repentina: el estar concentrando tus sentidos en la carretera hace que la parte creativa pueda salir a flote, como si al tener ocupada la mente con cosas concretas, la parte abstracta pudiera empezar a funcionar sin miedo a que el hemisferio represor de mi cabeza vaya a censurar sus ideas. 

El caso es que también me inspiro sin tener que estar al volante, y si dijera cuándo, se corroboraría mi teoría. Aún no estoy segura de si prefiero demostrar que tengo razón o de si prefiero quedarme callada para salvaguardar mi intimidad de la curiosidad de la gente, a veces tanta sinceridad nos vuelve insignificantemente humanos y para un escritor puede que esa no sea la mejor manera de mantener el interés de los lectores. Lo digo porque parece que si uno enseña todas sus cartas, si uno nunca guarda un as bajo la manga, ya no puede seguir siendo alguien a quien te atraiga conocer. Es como si de repente el otro descubriera que eres tan vulgar como él y entonces se disipara todo el encanto. 

De todas formas, para que la gente no vaya a pensar que yo me inspiro mientras estoy en el baño, quiero aclarar que yo me inspiro mientras hago el amor. Puede que no esté bien a los ojos de mi pareja, comparar la conducción con el orgasmo, yo sólo digo que en ambos momentos uno está inmerso en la situación, como si no existiera en el mundo más que piel o carretera.

Si la inspiración me invade en estos dos momentos tan precisos, sólo es porque el segurata que monta guardia en la puerta de entrada de mi mente -el que sólo deja pasar las ideas con traje y corbata- se distrae porque pasa un Ferrari o una rubia con minifalda.