viernes, 11 de octubre de 2013

¿Quién tiene miedo?

Continuación de La caja misteriosa 

Escucharon la sonata número 9 en La mayor para violín y piano op.47 de Beethoven tres veces. Era lo único que contenía el CD. Mientras, pasaban las hojas del libro. Era una edición antigua, había frases subrayadas, pero nada más. Bruno decidió buscar en la agenda de su teléfono a Mauricio. No encontró a nadie que se llamara o apellidara así. Tampoco Julia recordaba haber conocido a nadie con ese nombre. Y ¿Biakpa? ¿Dónde estaba eso? Con la frase en ruso tuvieron más suerte, parecía que conformaba el argumento de la novela.

Lo peor era el billete. Tanto Julia como Bruno les tenían pánico a los trenes. Podría decirse que la fobia común les unía más que sus aficiones. Lo más lógico es que se hubieran conocido en un grupo de apoyo para afectados por siderodromofobia. ¿De qué otra manera podrían coincidir dos personas con una aversión tan rara? Pues en una conferencia sobre Freud, que también la padecía. Pero el ponente no contó nada sobre la siderodromafobia, se extendió sobre los sueños de Freud y la más que probable reencarnación de éste en Salvador Dalí. Bruno y Julia salieron decepcionados. Tardarían todavía algunos meses en descubrir que ambos habían ido a la conferencia por el mismo motivo. El día que lo hicieron, también se prometieron.

Como terapia, el matrimonio Iguarán leía todas las novelas de Agatha Christie ambientadas en vagones de tren. Asesinato en el Orient Express era su favorita. El billete tenía una fecha y una hora impresa: 13 de octubre a las 13 horas. Por suerte, no eran supersticiosos. El destino: Biakpa. Buscaron en un atlas sin éxito. Julia se había dado cuenta de inmediato, sólo había un billete y estaba a su nombre, y a pesar de su fobia también sabía que acabaría cogiendo el tren el domingo. Había esperado toda su vida ese paquete, cuando ya de pequeña soñaba con recibir alguna carta misteriosa como las que recibía Sofía Amundsen de Alberto Knox. Le costó convencer a su marido. A Bruno le costó fingir que quería acompañarla.

Los días previos al viaje pasaron muy rápido. Julia hizo la maleta tres veces: en el primer intento puso demasiada ropa de invierno, el segundo, de verano. Finalmente acabó haciendo la maleta típica de los fines de semana en Cadaqués: poca ropa, muchos libros, un cuaderno y el neceser sin peine ni champú que olvidaba siempre. Allí donde iba no los necesitaría, pero de eso se daría cuenta mucho más adelante.


Ejercicio de escritura: ¿Quién tiene miedo?

jueves, 10 de octubre de 2013

Mamá, quiero ser antropóloga

Leo en un artículo sobre antropología médica que “en la intención de volvernos civilizados nos hemos deshumanizado al grado de no saber el sentido de nuestra existencia”. Es más, unos párrafos más adelante, se llega a decir que hasta ahora la deshumanización ha sido la pauta del desarrollo humano. Por suerte, los autores también creen que nuestro destino en la versión más amplia y radical pasa necesariamente por cambiar la dirección que estábamos tomando. En este punto se añade la importancia del humanismo a profesiones sanitarias (diría a científico-técnicas en general) para que no se olvide la labor social del médico. Yo ya intuía cuando empecé a estudiar Humanidades que la carrera servía efectivamente para algo, aunque en su momento no sabía justificar exactamente para qué. Y eso que tuve numerosas oportunidades para ensayar la respuesta, de tantas veces que me habían advertido de lo inútil de este tipo de carreras. Ahora que voy a estudiar Antropología temo, todavía más, discursos semejantes, y a pesar de que estoy un poco más preparada para contra-argumentar que hace unos años, no creo que la gente se contente con saber que esta carrera es el Gran Premio de la Fórmula 1 de las universidades. No en vano, es la que estudiando al hombre en toda su dimensión, permite comprender la existencia misma de sistemas educativos y hasta del concepto de conocimiento y, por ende, de verdad.

Mucho se ha escrito sobre si existe realmente la verdad o si, al contrario, es simplemente una clasificación útil, una categoría atribuida por los hombres, no unívoca e inherente a la realidad como, por otra banda, se nos ha hecho creer. Afortunadamente, diría yo, porque entrar a investigarnos como objetos de pensamiento nos aboca irremediablemente a un viaje con muchos peligros: el más probable de los cuales consiste en desarrollar un trastorno esquizoide que al tiempo que nos libera de los cimientos de cartón-piedra sobre los que habíamos construido nuestras vidas, también nos disocia de nuestra sociedad y cultura dejándonos un poco huérfanos, porqué no decirlo.

Por suerte siempre existen padres adoptivos que nos dispensan del peso de temas tan trascendentales. Hasta ahora Walter White, el Luisma y a ratos yo misma y los personajes que me invento, me habían apartado de caer en el agujero negro en el que entro a veces, cuando le doy demasiada importancia a las cosas y me pongo seria, solemne y hasta severa; cuando me pongo tan insoportable que hasta las desternillantes bromas de mi marido me molestan. Espero que la Antropología también me cure de esto cuando me descubra que lo más inteligente que se puede hacer en esta vida es reírse de ella. Y como yo graciosa sólo soy cuando bailo, les dejo con algo de Marx para que empiecen: “Fuera del perro el libro es el mejor amigo del hombre. Dentro del perro, quizá esté muy oscuro para leer”

Artículo publicado en el Diario de Terrassa el 10 de octubre de 2013

La caja misteriosa

 Continuación de El calcetín rojo

Justo cuando estaba a punto de encontrarlo, sonó el timbre. Si hubiera estirado un poco más la mano habría alcanzado ambos calcetines, escondidos en el hueco que separa el canasto de la ropa sucia de la lavadora. Ya no se acordaba de que la última vez que los utilizaron se mancharon de vino. El timbre volvió a sonar. A esas horas sólo podía ser Bruno que se habría dejado las llaves en el despacho. Efectivamente, su marido estaba en la puerta y llevaba una caja en la mano. Desde que lo conocía, Bruno se había aficionado a coleccionar montones de cosas sin valor: sobres de azúcar, botes de tomate caducado o páginas de diario que contuvieran palabras y temas seleccionados que se renovaban cada cinco años. Había llegado a abrir una cuenta en Ebay para intercambiar, comprar o vender sus basurillas, que así era como las llamaba Julia cuando se hartaba de encontrárselas por casa.

Bruno no esperaba ningún paquete. Tampoco ella había hecho ningún pedido últimamente. Por el tamaño sólo podría haber sido una bomba o un libro. No había remitente y las únicas indicaciones escritas en el cartón de la caja estaban en ruso. Julia sabía hablarlo. Nadie se creía que lo había aprendido a base de comer ensaladilla. Desde los 10 a los 27 años, sólo comió ensaladilla rusa para desayunar, almorzar, merendar y cenar. Un día, pasados ya cinco años de tanta monotonía culinaria, Julia fue a comprarse unas medias de lana. Entró en la tienda saludando en ruso. Al principio no sabía ni de qué idioma se trataba, pero a medida que se sucedían las semanas, su vocabulario iba aumentando. Dominaba números, colores y partes del cuerpo. Luego empezó también a conjugar tiempos verbales. Cuando a los 27 años ya no le quedó más ruso que aprender, empezó a devorar el sushi a todas horas. Ahora tenía 29 y todavía no sabía una sola palabra en japonés, pero tenía esperanzas de que la gastronomía funcionara también esta vez como un medio de contagio idiomático. 


Ya sentados en el sofá, Bruno miraba con expectación a Julia. ¿Qué decía el paquete? Julia se lo leyó: “Что такое любовь?” Ante la cara de tonto de su marido, comprendió que no lo había traducido. Le pasaba a veces, cambiaba de idioma sin darse cuenta y sólo se percataba del despiste por las expresiones faciales de sus interlocutores. Volvió a probar: “¿Qué es el amor?”

Dentro, efectivamente, un libro: La sonata Kreutzer de León Tolstoi, un CD de Beethoven y un billete de tren con un nombre y una dirección apuntada al dorso: Mauricio. Calle del boticario, 25, Biakpa.

Ejercicio de escritura: La caja misteriosa

El calcetín rojo

Julia se preguntaba si de haber nacido unos días más tarde su madre la hubiera llamado Agosta. Se alegraba de no haber sido bautizada con ese horrible nombre, aunque a veces fantaseaba con haber nacido en primavera y llamarse Maya. Imaginaba que con ese nombre le quedarían mejor las camisas verdes que a ella le encantaban pero que nunca se ponía porque su marido le decía que con ese color parecía un calabacín. Si otras veces le decía que parecía un pepino sólo era porque Bruno no sabía distinguir una hortaliza de otra. A pesar de su ineptitud diferenciando verduras, Bruno era un genio reconociendo los números de las matrículas. Le asombraba cuando en medio de la autopista decía, como si nada, que el coche que les adelantaba era el mismo que había estado aparcado el jueves delante de la tienda de telescopios. Tanto o más como identificar matrículas, Bruno sabía perder calcetines.

El miércoles 9 de octubre Julia pasó una hora buscando el calcetín rojo, pareja del calcetín azul aguamarina que hacían servir de marionetas para tratar cuestiones incómodas. Julia solía usar el calcetín rojo para comunicarle a Bruno cosas sobre sexo o dinero, sobre todo cuando se había gastado mucho en algo fuera del presupuesto. Mientras lo hacía, ponía una voz de niña que encajaba muy bien con los ojo-botones del calcetín, que acababa teniendo un aspecto tan cándido como el de un cachorro de gato. Bruno utilizaba el azul con la misma técnica pero, en su caso, para pedirle permiso para irse con sus amigos al fútbol o de copas.

Ahora Julia necesitaba urgentemente el calcetín rojo, era cuestión de vida o muerte encontrarlo. Si no lo hacía nunca podría contarle a su marido que también había perdido el calcetín azul, lo que les condenaba a tener que manejar por sí mismos los temas embarazosos. 


Sigue en La caja misteriosa

Ejercicio de escritura: El calcetín rojo

miércoles, 9 de octubre de 2013

Soy escritora porque no soy cantante

De pequeña quería ser cantante. Todas eran tan bonitas que pensaba que si conseguía afinar la voz y entonar bien una canción me convertiría en una mujer bella. No es que tuviera complejos entonces, tampoco los tengo ahora, pero a los ocho años ya intuía que tenía la nariz demasiado grande, los ojos demasiado pequeños, una altura por debajo de la media y tan pocas carnes, que imaginar que años más tarde tenía que salirme pecho estaba fuera de toda lógica. En cambio las cantantes eran modelos de perfección. Todavía tardé muchos años en saber que parte de su encanto residía en el maquillaje, en el vestuario y en la puesta en escena, pero en esa época yo las miraba y babeaba casi tanto como un hombre. Todavía pienso que si hubiera conseguido ser cantante, hoy sería más guapa. Aunque la verdad es que no sé si sería tan lista, y no lo digo porque también piense que las cantantes sean tontas, sino porque estoy segura de que la sabiduría popular tiene razón cuando afirma que “el hambre agudiza el ingenio”, en mi caso y por suerte, sólo el hambre de ser diferente, de destacar en algo. Descartado mi físico, puse grandes esperanzas en ser buena dibujando, y hasta gané un concurso de barrio que tenía como premio un xilofón, lo que me llevó a probar también con la música de percusión hasta que perdí una baqueta. 

Pero el gran descubrimiento llegaría un día del que no tengo ni un sólo recuerdo: no sé cuando leí mi primer poema. Lo que sí tengo muy presente es la sensación que me embargaba al leer los poemas para niños de Federico García Lorca o de Gloria Fuertes. No creo que entendiera nada de lo que contaban, pero sé que podía leerlos en voz alta, que tenían ritmo, algunos hasta estribillo, y que la gente decía: ¡Mira qué bien lee la niña! sin burlarse de mi voz de pito. A veces hasta me disfrazaba y me pintarrajeaba la cara, cogía un micrófono imaginario y me presentaba como lo hacían en las galas de TVE1 las folclóricas. Yo ya sabía entonces que eso sería lo más cerca que estaría nunca de ser cantante. Cuando el repertorio de poesía infantil se me acabó, empecé yo misma a escribir. No iba a dejar que nada me apartara de los escenarios. Fue así como se fraguó mi afición por la escritura y quizás también mi aversión por toda la música que no sea la ópera o el jazz, supongo que porque sé que incluso aunque hubiera tenido talento, nunca hubiera podido ser gorda o negra.

martes, 8 de octubre de 2013

Hoy he conocido a Nicas

Hoy me he encontrado a uno de los personajes de mis historias en el Café Caracas. Al principio no lo he reconocido, no es tan habitual que un hombre surgido de la imaginación se corporeice en tu misma ciudad, todavía menos que vaya a tomar un bocadillo en la cafetería que frecuentas cuando en casa no queda nada para desayunar. Por eso no ha sido hasta pasado el rato, cuando desgraciadamente él ya no estaba para poder presentarme, que he caído en la cuenta: su risa permanente, su voz fuerte y gangosa y sus movimientos torpes no eran debidos al alcoholismo. ¡Si ni tan siquiera se había pedido una caña! El porte estrafalario y el aspecto de pobre me hubieran engañado si no fuera porque al pagar su café con leche y su bocadillo grande ¡ha dejado propina! Casi salgo corriendo a buscarle para pedirle disculpas: he mordido el anzuelo de los prejuicios, y mientras lo tenía a mi lado, confieso que lo miraba asqueada, más aún cuando el tropezón que ha tenido con la silla lo ha llevado a acercarse peligrosamente hasta mi bolso, que he agarrado fuerte mientras en mi interior lo tachaba también de ladrón frustrado. Me he pasado el día pensando en ello, cómo he podido ser tan descuidada. Yo misma escribí que Nicas se comportaba así y que sólo los imbéciles y los amargados confundían la exhibición de su felicidad con el uso de estupefacientes.

Vosotros pronto conoceréis a Nicas, no os preocupéis, os lo presentaré en breve.

¿Existe la verdad? Ensayo sociológico avanzado

Si bien el hombre tiende por naturaleza al conocimiento - o así lo quería creer Aristóteles - no es tan fácil concluir que el conocimiento que obtiene sea ciertamente válido. Posiblemente hay quien diría que es osado calificar el ser humano de homo sapiens cuando lo único que realmente sabe es que no sabe mucho, y algunos ni tan siquiera eso. Conocer implica poder justificar la veracidad de los conocimientos, ya sea a través de un razonamiento o de una evidencia, de otro modo estaríamos hablando sólo de opinar. Así, el conocimiento está inherentemente vinculado a la verdad. Dos posiciones alrededor de esta cuestión nos invitan a ser optimistas, minimizando las críticas del escepticismo: el fundamentismo (concepción dura de la verdad) y el coherentismo (concepción blanda).

En primer lugar, el fundamentismo defiende que es posible encontrar un fundamento al conocimiento cierto y evidente por si mismo. Considera, por lo tanto, que la realidad puede ser descrita y reconstruida racionalmente dado que existen puntos de partida objetivos y universales que nos permiten hacerlo. Si conseguimos dar con estos axiomas - que actúan como base del edificio de la razón - podremos estar seguros de que los pisos posteriores de conocimiento resistirán los embistes del tiempo y las dudas. El principal exponente del fundamentismo es Descartes, que con su teoría del cogito sienta las bases del método y la escrupulosidad de las definiciones. En este sentido, el innatismo cartesiano da cuenta de algunas ideas que actúan como proposiciones incuestionables - y que no pueden ser negadas sin caer en contradicción - entre ellas la idea de Dios, la lógica y su ya mencionado cogito existencial. El sentido común es otra de las formas que toma el fundamentismo, ya que para sus partidarios las creencias sobre datos sensibles son autoevidentes. En conclusión, la posición fundamentista cree que la razón enraiza de alguna forma en la realidad, una forma que, además, resulta cognoscible por los seres humanos.

A continuación comentaremos algunas de las críticas que ha recibido el fundamentismo: el empirismo y la crítica kantiana. Conviene matizar que la crítica empirista desaprueba no la razón como fundamento del conocimiento humano - punto sobre el cual están de acuerdo - sino la posibilidad de fundamentarla: mientras que el axioma básico del racionalismo es de tipo mental, el del empirismo es profundamente factual: considera que todo conocimiento significativo proviene del mundo sensible. Alrededor de estas posiciones podemos satelizar a Kant, que considera el problema del conocimiento no desde el objeto, sino des del sujeto. Así, elaborará una teoría en la que tienen cabida aspectos cartesianos - hay ciertas ideas innatas - y empiristas - estas ideas no sirven si no se aplican desde la percepción sensible dentro de unas coordenadas espacio-temporales. De tal forma, el proyecto kantiano descarta el conocimiento nouménico (ideas puras) al margen de la sensibilidad, dado que están fuera de nuestras capacidades cognoscitivas. Ahora bien, la crítica kantiana se verá a su vez violentada por la fenomenología y la hermenéutica. Los fenomenólogos, al contrario que Kant, defienden que las cosas no son exactamente com la consciencia querría hacerlas, sino que para captarlas hace falta que pasemos por encima de nuestras interpretaciones y prejuicios. La hermenéutica afirma que toda experiencia fenomenológica implica interpretaciones histórica y lingüísticamente condicionadas. De este modo, comprender un hecho no es más que interpretarlo aceptando que la dimensión de las cosas no se encuentra nunca pura y perfecta sino sujeta a una narratividad.

En segundo lugar, el coherentismo rechaza tanto la fundamentación del conocimiento como la concepción jerárquica epistémica de las proposiciones. Así, el coherentismo, en vez de implicar una concepción arquitectónica de la realidad, juega con la idea de red o retícula en la cual los elementos se conectan los unos con los otros de manera que no podemos hablar de creencias individuales sino de creencias que forman parte de un conjunto o sistema. Esta posición defiende la coherencia de los argumentos, no en un concepto unívoco y sustancial de la verdad, sino en la no-contradicción de los elementos del sistema. Estamos delante de una realidad evolutiva o dialéctica que permite que una verdad en un momento dado pueda no serlo en otro. Hegel, pero también Marx, son representantes del coherentismo. Esta posición también presenta dificultades, sobretodo la que se deriva de justificar la consistencia de un sistema: que no haya contradicciones entre proposiciones no implica que unas puedan derivarse de las otras.

Hasta ahora no hemos tenido en cuenta que el conocimiento está íntimamente ligado con la percepción que el cerebro humano nos proporciona. Por lo que las aportaciones de la neurociencia pueden matizar los conceptos hasta ahora tratados, a la vez que describen el papel de la memoria, el significado, el razonamiento y el lenguaje y sus relaciones con el conocimiento.

Aunque el papel del cerebro ha estado más o menos presente a lo largo de la historia, es sólo desde hace unos cien años que se toma seriamente; a grandes rasgos, existen dos posiciones en torno a la relación entre la epistemología y el cerebro. Por una banda la que dice que es imprescindible saber como funciona el cerebro para desarrollar una teoría del conocimiento (naturalistas) dado que conciben el conocimiento como el producto de un sistema material (esta cuestión entronca con el problema mente-cerebro) y por otra banda, la que defiende (racionalistas) que, al menos, puede ser útil.

En relación con la crítica empirista antes mencionada, conviene hacer alusión a la percepción, dado que según éstos, es a través de los sentidos cómo conocemos el mundo. Primeramente, hace falta descartar el dogma de la inmaculada percepción - tesis defendida por los empiristas radicales que consideran que los sentidos transmiten la información al cerebro a través de un proceso pasivo. Actualmente se sabe que nuestra percepción de la realidad es más un proceso constructivo que representativo. Si bien es cierto que hay cierta predisposición innata que parecería dar la razón a los racionalistas, no podemos olvidar que la percepción también depende de la experiencia o de nuestro pasado perceptivo. Consecuentemente, no podemos hablar de unidireccionalidad en la percepción debido a que existe un juego dinámico entre la cognición y la sensibilidad, pero también - estudios recientes así lo sugieren - entre los estímulos emocionales, así como entre los sistemas de creencias que afectan los procesos perceptivos.

Así mismo, conviene decir que la naturaleza del conocimiento depende en gran medida de los mecanismos de nuestra memoria, es decir, que el conocimiento que obtenemos de los datos no es un simple acto por el cual accedemos a ellos, sino que representa un proceso constructivo modulado por nuestra experiencia y por la manera en que hemos codificado la información anteriormente. De este modo, no sólo vemos el mundo “desde nuestro pasado” sino que las experiencias pasadas no se codifican en la memoria como si de un sistema de grabación transparente se tratara: son sobre todo un proceso selectivo en el cual la motivación a la hora de almacenarlas es decisiva.

El proceso de razonamiento también pone en duda las bases del fundamentismo dado que la descripción normativa, lógica y mecánica de la mente como una máquina que llega a conclusiones racionales a partir de unas premisas y de unas reglas de inferencia se ha visto amenazado por experimentos que demuestran que el razonamiento humano no es lógicamente omnisciente, ni infalibe - generalmente usamos reglas heurísticas - ni consistente o libre de contexto. En realidad, los mecanismos del cerebro humano combinan, en primer lugar, un sistema de razonamiento implícito - en el cual no interviene la consciencia, basado en ciertas predisposiciones de base genética y que combina tanto análisis cognoscitivas como emociones - y que es el mecanismo que bien podría emparentarse con el innatismo cartesiano ya que considera que existe un volumen de conocimientos heredados; en segundo lugar, poseemos un mecanismo explícito que es esencialmente humano, además del más moderno filogenéticamente hablando, y que depende del uso del lenguaje.

En el ámbito del lenguaje también encontramos batallas entre innatistas (racionalistas) y no innatistas (empiristas). El gran defensor del innatismo lingüístico es Noam Chomsky, que propone que todas las lenguas comparten una gramática codificada genéticamente en un conjunto de reglas abstractas que se desarrollan en nuestro organismo como si fuera un órgano más. Así, el lenguaje “crece” y no se aprende; lo único que hace el neonato es identificar la lengua particular de su entorno adaptándola a los parámetros fonéticos y léxicos del sistema. Al contrario, los no innatistas enfatizan la paridad del entorno y el genoma, es decir, la expresión de los genes (fenotipo) depende del conjunto de procesos complejos que integran un entorno.

Tan importante como la perspectiva neurocientífica es la perspectiva sociológica a la hora de abordar el conocimiento. Ya históricamente, la sociología nace como sociología del conocimiento a manos de Maquiavelo - que estudia la distribución del conocimiento des de una perspectiva clínica e inmoral - y de Rousseau, que elabora una teoría moralista y liberadora sobre las condiciones desiguales del acceso al conocimiento. Más adelante, Karl Marx y Friedrich Nietzsche, ambos maestros de la sospecha, se interesarán por el conocimiento como ideología insistiendo en la función interpretativa al servicio del poder. Posteriormente, Max Scheler - que utiliza por primera vez la expresión sociología del conocimiento -, Max Weber, Karl Mannheim y Alfred Schütz aportarán nuevas líneas de investigación que permitirán a Peter L. Berger y Tomas Luckmann establecer unos modelos que posibiliten estudiar la constitución de la sociedad como realidad objetiva, de una banda, y como realidad subjetiva de la otra. Veámoslo a continuación.

En cuanto al conocimiento, es obvio que posee una dimensión histórica vinculada con otros factores, como la organización social, el contexto político y el desarrollo económico y tecnológico. Así, no sólo a cada sociedad le corresponden diversas formas de conocimiento sino que, además, estos conocimientos construyen realidades sociales diferentes. En este sentido, la filosofía como tal nació en la Antigua Grecia y no en las islas Galápagos - a pesar de que Darwin quizás tuviera algo que objetar - no como una casualidad, sino como un producto de la realidad social griega. Igualmente, la sociedad es una entidad que al tiempo que crea conocimiento, inventa una realidad - de carácter implícito y dada por descontado. Ahora bien, el individuo es, como miembro de una colectividad, el productor de esta realidad social, aunque después se olvide y piense en ella como una institución con carácter ontológico propio. De esta manera, acaba convenciéndose - a través de diversos mecanismos como el consenso social, la coerción, la rutinización o la interiorización de modelos sociales - de que el mundo en el que vive es el único real y posible, y de hecho así lo experimenta, pues como dice William I. Thomas, “aquello que es considerado como real, es real en sus consecuencias”. En este sentido, el fundamentismo peligra en su vertiente más universal, si tenemos en cuenta que los fundamentos de la verdad en la misma realidad varían, por fuerza, a lo largo de las diversas sociedades. Una vez constatamos este hecho, la manera de acercarnos al conocimiento puede resultar ciertamente relativista, lo cual no deja de restarle valor a nuestra aproximación si descartamos ir en pos del conocimiento verdadero, en el sentido más literal del término. En consecuencia, esta visión encajaría más con el coherentismo que con el fundamentismo, ya que como hemos dicho anteriormente, el coherentismo permite una concepción más laxa de la verdad.

El papel del lenguaje es también, desde la sociología, fundamentado por la construcción social de la realidad y su traducción en conocimiento; éste estabiliza la subjetividad de los individuos al tiempo que impone categorías de pensamiento (de esto hablan George Lakoff y Mark Johnson en su obra Metáforas de la vida cotidiana) y establece taxonomías que clasifican las experiencias universalizándolas. Así, el lenguaje es la institución social principal de la que se abastecen las otras.

En definitiva, a lo largo de este ensayo hemos visto que el problema del conocimiento se puede abordar desde diferentes vertientes, y hace falta tenerlas todas en cuenta si queremos llegar a una conclusión más o menos coherente e integradora. Ahora bien, la relación del conocimiento con la verdad siempre será conflictiva, sobretodo cuando nos damos cuenta de que la verdad es más una categoría atribuida por el hombre que una cualidad inherente a los hechos. Dice Richard Gregory que el cerebro humano no ha estado diseñado para buscar la verdad, sino para sobrevivir. Discrepo. Sin duda el cerebro humano busca la verdad desesperadamente, para lo que a lo mejor no ha estado diseñado es para encontrarla.

viernes, 4 de octubre de 2013

La vida secreta de las cosas: las cortinas

Hasta los seis años viví en un piso que tenía en el comedor unas cortinas de hilo bordado. Todavía las recuerdo colgando de una barra metálica negra, tapando las ventanas que daban a una plaza con quiosco, bar, ultramarinos - una palabra que no había caído en desuso entonces -  y callejón de los gitanos. Así lo llamábamos, no por maldad, sino porque efectivamente había una colonia de familias que, a pesar de la estrechez de la calle, parecía tener una vida social muy animada: todas las tardes salían con su silla de playa a comer pipas hasta que se hacía la hora del Telecupón. La calle donde vivían mis abuelos estaba justo detrás, y así fuera por envidia, también todas las tardes las vecinas salían a tomar el aire. Expresión que me fascina y que me imagino surgió cuando la pobreza generalizada no permitía ir a tomar cafés o cervezas y, mucho menos, cubatas.

El caso es que durante esa época desarrollé una asociación muy surrealista entre las cortinas de hilo y mi bisabuela Angelina. Siempre que las miraba se me aparecía su cara arrugadita, e incluso hoy en día cuando veo venecianas me acuerdo de ella. Le he dado muchas vueltas a tan extraño nexo y sigo sin encontrar una respuesta racional. Puede que las cortinas fueran un regalo de Angelina a mis padres para su boda, incluso que ella misma las bordara, aunque no me la imagino haciéndolo con esos dedos blanditos que se le quedaron de apretar tantas veces las cuentas del rosario. A parte de este cortocircuito neuronal, no hay nada más en mi mente que Freud pudiera considerar digno de psicoanálisis. Soy de las que relaciona el azul con el cielo, las nubes con el algodón y las flores pequeñas y blancas con los ataúdes, pero eso es sólo porque mi madre siempre decía que esas flores silvestres que yo recogía olían a muerto. Para mi boda tuve mucho cuidado de escoger flores blancas muy grandes, gigantes, no fuera a ser que alguien se confundiera con el olor y pensara estar en un funeral. Nadie me dio el pésame, así que supongo que elegí correctamente el tamaño, además del marido.

Mi relación con las cortinas no acaba aquí. Debo ser la única con tantas cosas para contar de un pedazo de tela. Cuando a los siete años nos mudamos de casa, mi habitación tenía una ventana que daba a un jardín comunitario. La cortina era un estor de color amarillo  chillón que tenía a tramos simétricos unas varillas sobre las que se recogía. Al final de la cortina, dentro de las costuras, había un cilindro metálico que servía de contrapeso y que podía extraerse para facilitar la limpieza. No recuerdo qué día de terror infantil decidí que la mejor arma de la que disponía a mano en caso de ataque extraterrestre, fantasmagórico, del coco o del hombre del saco era ese trozo de hierro que apenas podía manejar sin cortarme con los bordes afilados. Había ensayado incluso la manera más rápida de desenfundar la barra, no fuera a ser que los agresores imaginarios me cogieran desprevenida. Era tanta mi destreza, que si en un mundo paralelo hubiera tenido que hacer frente a un duelo de cowboys, estoy segura de que con mis maniobras, no hubiera sido yo la muerta por un disparo. 

La vida secreta de las cosas: los tendederos, la ropa y los libros

Que el ser humano que ha creado cosas tan extraordinarias como los parques acuáticos y las bibliotecas sea el mismo que también ha diseñado el tetrabrik de zumo que salpica su contenido mientras lo viertes, lo juro, con mucho cuidado sobre la taza del desayuno, es algo que todavía no acabo de entender. Tampoco que el mismo capaz de construir inventos prácticos y decorativos, como los espejos cuando se mira mi marido o mi perro recién peinado, siga sin poder hacer un tendedero más estético. Yo cada vez que espero visitas, incluso cuando creo que podrían presentarse por sorpresa, lo escondo como puedo. He llegado a recoger la ropa antes de que estuviera completamente seca sólo por sacarme ese trasto de en medio. Estos días de lluvia los llevo mal, hay quien cree que mi blusa mojada se debe a que no lleve paraguas, que precisamente dejo en casa para disimular. Cómo explicar que mi cruzada contra los tendederos plegables - y de paso la de mi marido contra las secadoras - me lleve a ir vestida y resfriada.

De momento ninguna prenda de mi armario se ha enmohecido y excepto por el vestido que llevo puesto hoy, tampoco lamentaría demasiado la pérdida. Este es otro de los misterios por resolver: cómo puedo considerarme presumida sin gustarme comprar ropa. Creo que me tomé demasiado en serio la frase de Coco Chanel que decía algo así como que la elegancia es más una cuestión de actitud. Tampoco es que vaya andrajosa por el mundo, porque por suerte tengo una madre a la que le puedo coger prestada la ropa que ella compra religiosamente según la moda de la temporada. Todo lo que no lleva tachuelas, brillantes de plástico, macro-estampados o mensajes provocadores en inglés (que quiero suponer que mi madre no entiende) es susceptible de acabar en uno de mis dos cajones. Me acostumbré a necesitar poco espacio para la ropa cuando viviendo en Ghana tuve que compartir armario con personas y ratones. Las cucarachas estaban más interesadas en la alacena de la cocina, aunque la manía de mirar dentro de los calcetines no se me ha quitado.

Constaté mi desinterés por el vestuario cuando en plena adolescencia mi padre me ofreció su tarjeta de crédito para comprar ropa. La sugerencia me pareció una indirecta, pero aún así yo no cedí. Aceptaba su dinero, pero para comprarme libros. Sabía que mi deseo de ser bibliotecaria se truncaría en competencia con otras de mis vocaciones (en ese momento, ganaba la de ser psicóloga), a pesar de lo cual yo no quería dejar de regentar mi propia biblioteca, por lo que debía empezar a comprar ejemplares sin demora. Cada vez que alguien se iba de viaje, pedía que me trajeran un libro, por eso hoy dispongo de un mueble lleno de páginas escritas en inglés, alemán, griego, francés, finés, noruego y sueco. Este último es una excepción: lo robé de Ikea. Qué ingenuos ellos que piensan que decorando sus Billys y Expedits con libros en un idioma que nadie de Sabadell o Badalona entiende evitan los hurtos. No me conocen.