viernes, 27 de diciembre de 2013

Escribir bonito

Julia escribía bonito. Esa es la conclusión a la que llegaban todos los lectores, daba igual si escribía sobre política, pintura o jardinería, el regusto después del punto final era siempre el mismo, como si hubieran leído una poesía larga, de las que se entienden, de las que usan metáforas sencillas, de las que utilizan palabras que suenan bien y nunca palabras bruscas, aunque tengan que hablar de penes o de la pus de una herida de guerra. De las que tampoco no abusan de las translocaciones adjetivales ni acaban siempre las rimas con las mismas sílabas, que no tienen ningún mérito porque sólo hace falta conjugar en el mismo tiempo, pongamos un pretérito imperfecto, un verbo de igual vocal temática. Julia escribía tan bonito que fue Miss Literata en el 96, y si en el 98 quedó Segunda Dama de Honor sólo fue porque un error de imprenta substituyó la palabra zapato por la palabra zapatilla, ella que ya en aquel tiempo nunca usaba un calzado que llevara cordones, acentuó su manía: desde entonces sólo se puso stilettos de charol.

martes, 17 de diciembre de 2013

Navidad bohemia

El diario de adulta que empecé - echen cuentas - hace más o menos diez años es un compendio de notas mentales y transcripciones de lecturas que me impactan, aunque a veces también se cuelen listas de la compra o números de teléfonos aislados que no sé a quién pertenecen ni cuando apunté, si les debo una llamada, discúlpenme, ustedes también han engrosado mi agenda de anónimos.

Empecé a rellenar la Moleskine con Milan Kundera, sobretodo con frases de La insoportable levedad del ser y de La inmortalidad. Creo que nunca he estado más orgullosa de mi apellido - aunque mi padre me haya dado buenas razones para estarlo - que desde que supe que también era el nombre del que se convertiría en mi escritor extranjero favorito. Lástima que publique poco y sobretodo que se exiliara a Francia en el 75, ahora que precisamente voy a pasar unos días en la República Checa y me imaginaba haciendo un circuito literario por las calles de Praga. Pero me queda Alfons Mucha, que sí tiene un museo en la ciudad. Me temo que en el presupuesto del viaje deberé añadir una partida para los gastos en la tienda del museo donde, confieso, puedo llegar a pasar más tiempo que en las salas de la pinacoteca. Diría que hasta me siento la Baronesa Thyssen cuando adquiero reproducciones de cuadros estampadas en libretas, imanes, calendarios o camisetas.

Pero antes de Praga, Navidad, que ya está llegando, porque es una fiesta que se prepara como Dios manda, nunca mejor dicho. Yo visito religiosamente la Fira de Santa Llúcia, la de los artesanos, la exposición de pesebres, envío postales, disfruto cada año de la obra de teatro dels Amics de les Arts e impido que en casa se escuchen otras canciones que no sean villancicos, en versiones de Frank Sinatra, Ella Fitzgerald, Kenny Rogers o Diana Krall, eso sí.

Volviendo a Praga, habrá quien haya notado que no he mencionado a Kafka. A mi su Metamorfosis no me dice nada. Espero que esto cambie, no me enorgullece mi incapacidad para apreciar su literatura cuando es uno de los escritores que más se admiran entre el gremio: desde Borges hasta Coetzee. En cualquier caso, ahora que sé que Kafka era vegetariano, me seduce un poco más. Ya no soy de las que piensan que toda buena persona debería ser vegetariana ni tampoco que todos los vegetarianos son buenas personas, pero aún así la afinidad dietética sigue siendo un factor que tengo en cuenta cuando se trata de elegir. Quizás resulte una variable tan ridícula como preferir los autores que ponen títulos largos, pero al menos me vale para ordenar mis lecturas, ahora bien, de ahí a que sirva para discriminar la buena literatura hay un abismo. Yo por si a caso sigo sin probar la carne y si no me convierto en mejor escritora, ni tampoco en mejor persona, siempre podré, como Kafka, mirar una pecera y decir “ahora al menos puedo miraros en paz, ya no os como.”

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 14 de diciembre de 2013

miércoles, 11 de diciembre de 2013

La vida secreta de las cosas: alas y bicicleta

Sólo por alas cambiaría mi bicicleta, y de arcángel o de gaviota, no se crean, que a mi las de mosca no me tientan. Ah, y sólo si fueran plegables, claro, para que en el ascensor no se me quedaran apresadas con la puerta, y en el cine no tuviera que pagar por las butacas caras. Lo ideal sería que pudiera ponérmelas y sacármelas, que combinaran con la ropa - si existieran en diversos colores ya sería la bomba - y que el mantenimiento consistiera en dejarlas acariciar por los terrestres recelosos, a los que les permitiría probar mis alas un rato, para que se convencieran de que funcionan y de que aunque en las alturas hace más frío, si eres capaz de rebasar las nubes, el sol te calienta tanto que hay que ir con cuidado de que no se derritan las targetas de crédito y el carné de la biblioteca.

Al principio, les seguiría diciendo, te pierdes mucho. En el cielo no ha llegado aún la urbanización, y entre las corrientes convectivas y los anticiclones si te descuidas puede que de regreso del trabajo a tu casa acabes en Francia o en Bélgica. Les contaría que yo un día acabé en Praga, justo encima del Puente de Carlos y eso que yo sólo pretendía ir de Terrassa a Cadaqués. Luego, continuaría explicándoles, cuando las artes del vuelo ya te son conocidas y hasta compites en acrobacias con las golondrinas, sigues llegando tarde a los sitios, lo que prueba que la expresión “vengo volando” sólo la pudo inventar alguien que, como mucho, se arrastraba por el suelo. Y es que cuando tienes alas, no apetece nada aterrizar, siempre hay buenos motivos por los que seguir volando así hayas pasado tu destino hace rato: yo me entretendría en acompañar a las aves migratorias (sólo de norte a sur), en buscar siempre puestas de sol y cuando me sobrara mucho tiempo, en tratar de econtrar a Dios. Por la noche me uniría a los murciélagos con cuidado de no encontrarme a Drácula pero ansiosa por encontrarme a Santa Claus.

jueves, 14 de noviembre de 2013

Los chicles valen dinero

El otro día compré chicles. Los mismos que masticaba mi abuela hace al menos 20 años. Creo que ella los prefería de clorofila, pero yo ahora, como entonces, sigo sin distinguirlos de los de menta. Me acuerdo perfectamente del día en que aprendí a explotar globos de chicle. Era la misma época en que aprendí a atarme los zapatos y a montar en bicicleta. Hacer bombas con el chicle no me ha servido de mucho, incluso creo que si mi afición hubiera perdurado, hoy mi dicción se parecería mucho más a la de Belén Esteban. Lo de atarme los zapatos me ha resultado un poco más útil, no tanto durante los meses de invierno, cuando mis pies sólo se visten con botas que se ajustan con cremalleras.

Montar en bici, eso sí que fue una inversión de futuro, de otro modo me hubiera sido imposible ir de Barcelona a Sitges el domingo pasado, rodeada de más de 4.000 personas convocadas por la Federación Catalana de Ciclismo. Dos horas pedaleando, no me bajé del sillín en ningún momento, juro que no maldije a mi marido en ninguna cuesta y al llegar todavía no me creía que mis piernecitas me hubieran llevado rodando solas por la carretera del Garraf ¡Si hasta la primera vez que fui a Sitges el trayecto en coche me pareció interminable! Claro que era de noche y quien conducía se acababa de sacar el carné, por no mencionar que mis acompañantes, disfrazados para el carnaval, alternaban sus amenazas de vómito con sorbos de cerveza.

Diez minutos después de comprar los chicles y de entregarme al placer de machacar uno entre mis molares, lo que por cierto me provocó un tremendo dolor de cabeza, compré un libro sobre el dinero. Sé que suena mal. Creo que a todos nos han educado para amar y odiar el dinero al mismo tiempo: queremos ser ricos, aunque también pensemos que los ricos son unos estafadores, egoístas y superficiales. De este modo es normal que nunca consigamos ser multimillonarios: nuestro inconsciente siempre está ahí para salvarnos de convertirnos en unos canallas, dada la analogía antes mencionada. Yo de momento quiero revisar estas creencias y formarme un poco más en este campo que tanto nos afecta. Siempre pontifico sobre la necesidad de aprender sobre alimentación, ya que ésta es una parte indispensable de nuestras vidas, y entiendo que esta lógica también vale para la economía. Me temo que mientras no me permitan pagar el pan y la hipoteca con poemas, voy a tener que aprender algo sobre la rentabilidad financiera. Escribo esto con un poco de vergüenza, como si aceptar que me interesa el dinero me devaluara como persona ¡Qué paradoja!

Tengo amigos capitalistas que se alegrarán de mi lectura y amigos antisistema que quizás se cambien de acera cuando me vean por la calle, que ninguno de ambos se exceda: yo sólo quiero mucho dinero para comprarme chicles, libros, invitar a mi marido a unas bravas siempre que quiera, dar la vuelta al mundo en tándem y escribir mis memorias en una casa, incluso pequeña, de Cadaqués.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 14 de noviembre de 2013

viernes, 11 de octubre de 2013

¿Quién tiene miedo?

Continuación de La caja misteriosa 

Escucharon la sonata número 9 en La mayor para violín y piano op.47 de Beethoven tres veces. Era lo único que contenía el CD. Mientras, pasaban las hojas del libro. Era una edición antigua, había frases subrayadas, pero nada más. Bruno decidió buscar en la agenda de su teléfono a Mauricio. No encontró a nadie que se llamara o apellidara así. Tampoco Julia recordaba haber conocido a nadie con ese nombre. Y ¿Biakpa? ¿Dónde estaba eso? Con la frase en ruso tuvieron más suerte, parecía que conformaba el argumento de la novela.

Lo peor era el billete. Tanto Julia como Bruno les tenían pánico a los trenes. Podría decirse que la fobia común les unía más que sus aficiones. Lo más lógico es que se hubieran conocido en un grupo de apoyo para afectados por siderodromofobia. ¿De qué otra manera podrían coincidir dos personas con una aversión tan rara? Pues en una conferencia sobre Freud, que también la padecía. Pero el ponente no contó nada sobre la siderodromafobia, se extendió sobre los sueños de Freud y la más que probable reencarnación de éste en Salvador Dalí. Bruno y Julia salieron decepcionados. Tardarían todavía algunos meses en descubrir que ambos habían ido a la conferencia por el mismo motivo. El día que lo hicieron, también se prometieron.

Como terapia, el matrimonio Iguarán leía todas las novelas de Agatha Christie ambientadas en vagones de tren. Asesinato en el Orient Express era su favorita. El billete tenía una fecha y una hora impresa: 13 de octubre a las 13 horas. Por suerte, no eran supersticiosos. El destino: Biakpa. Buscaron en un atlas sin éxito. Julia se había dado cuenta de inmediato, sólo había un billete y estaba a su nombre, y a pesar de su fobia también sabía que acabaría cogiendo el tren el domingo. Había esperado toda su vida ese paquete, cuando ya de pequeña soñaba con recibir alguna carta misteriosa como las que recibía Sofía Amundsen de Alberto Knox. Le costó convencer a su marido. A Bruno le costó fingir que quería acompañarla.

Los días previos al viaje pasaron muy rápido. Julia hizo la maleta tres veces: en el primer intento puso demasiada ropa de invierno, el segundo, de verano. Finalmente acabó haciendo la maleta típica de los fines de semana en Cadaqués: poca ropa, muchos libros, un cuaderno y el neceser sin peine ni champú que olvidaba siempre. Allí donde iba no los necesitaría, pero de eso se daría cuenta mucho más adelante.


Ejercicio de escritura: ¿Quién tiene miedo?

jueves, 10 de octubre de 2013

Mamá, quiero ser antropóloga

Leo en un artículo sobre antropología médica que “en la intención de volvernos civilizados nos hemos deshumanizado al grado de no saber el sentido de nuestra existencia”. Es más, unos párrafos más adelante, se llega a decir que hasta ahora la deshumanización ha sido la pauta del desarrollo humano. Por suerte, los autores también creen que nuestro destino en la versión más amplia y radical pasa necesariamente por cambiar la dirección que estábamos tomando. En este punto se añade la importancia del humanismo a profesiones sanitarias (diría a científico-técnicas en general) para que no se olvide la labor social del médico. Yo ya intuía cuando empecé a estudiar Humanidades que la carrera servía efectivamente para algo, aunque en su momento no sabía justificar exactamente para qué. Y eso que tuve numerosas oportunidades para ensayar la respuesta, de tantas veces que me habían advertido de lo inútil de este tipo de carreras. Ahora que voy a estudiar Antropología temo, todavía más, discursos semejantes, y a pesar de que estoy un poco más preparada para contra-argumentar que hace unos años, no creo que la gente se contente con saber que esta carrera es el Gran Premio de la Fórmula 1 de las universidades. No en vano, es la que estudiando al hombre en toda su dimensión, permite comprender la existencia misma de sistemas educativos y hasta del concepto de conocimiento y, por ende, de verdad.

Mucho se ha escrito sobre si existe realmente la verdad o si, al contrario, es simplemente una clasificación útil, una categoría atribuida por los hombres, no unívoca e inherente a la realidad como, por otra banda, se nos ha hecho creer. Afortunadamente, diría yo, porque entrar a investigarnos como objetos de pensamiento nos aboca irremediablemente a un viaje con muchos peligros: el más probable de los cuales consiste en desarrollar un trastorno esquizoide que al tiempo que nos libera de los cimientos de cartón-piedra sobre los que habíamos construido nuestras vidas, también nos disocia de nuestra sociedad y cultura dejándonos un poco huérfanos, porqué no decirlo.

Por suerte siempre existen padres adoptivos que nos dispensan del peso de temas tan trascendentales. Hasta ahora Walter White, el Luisma y a ratos yo misma y los personajes que me invento, me habían apartado de caer en el agujero negro en el que entro a veces, cuando le doy demasiada importancia a las cosas y me pongo seria, solemne y hasta severa; cuando me pongo tan insoportable que hasta las desternillantes bromas de mi marido me molestan. Espero que la Antropología también me cure de esto cuando me descubra que lo más inteligente que se puede hacer en esta vida es reírse de ella. Y como yo graciosa sólo soy cuando bailo, les dejo con algo de Marx para que empiecen: “Fuera del perro el libro es el mejor amigo del hombre. Dentro del perro, quizá esté muy oscuro para leer”

Artículo publicado en el Diario de Terrassa el 10 de octubre de 2013

La caja misteriosa

 Continuación de El calcetín rojo

Justo cuando estaba a punto de encontrarlo, sonó el timbre. Si hubiera estirado un poco más la mano habría alcanzado ambos calcetines, escondidos en el hueco que separa el canasto de la ropa sucia de la lavadora. Ya no se acordaba de que la última vez que los utilizaron se mancharon de vino. El timbre volvió a sonar. A esas horas sólo podía ser Bruno que se habría dejado las llaves en el despacho. Efectivamente, su marido estaba en la puerta y llevaba una caja en la mano. Desde que lo conocía, Bruno se había aficionado a coleccionar montones de cosas sin valor: sobres de azúcar, botes de tomate caducado o páginas de diario que contuvieran palabras y temas seleccionados que se renovaban cada cinco años. Había llegado a abrir una cuenta en Ebay para intercambiar, comprar o vender sus basurillas, que así era como las llamaba Julia cuando se hartaba de encontrárselas por casa.

Bruno no esperaba ningún paquete. Tampoco ella había hecho ningún pedido últimamente. Por el tamaño sólo podría haber sido una bomba o un libro. No había remitente y las únicas indicaciones escritas en el cartón de la caja estaban en ruso. Julia sabía hablarlo. Nadie se creía que lo había aprendido a base de comer ensaladilla. Desde los 10 a los 27 años, sólo comió ensaladilla rusa para desayunar, almorzar, merendar y cenar. Un día, pasados ya cinco años de tanta monotonía culinaria, Julia fue a comprarse unas medias de lana. Entró en la tienda saludando en ruso. Al principio no sabía ni de qué idioma se trataba, pero a medida que se sucedían las semanas, su vocabulario iba aumentando. Dominaba números, colores y partes del cuerpo. Luego empezó también a conjugar tiempos verbales. Cuando a los 27 años ya no le quedó más ruso que aprender, empezó a devorar el sushi a todas horas. Ahora tenía 29 y todavía no sabía una sola palabra en japonés, pero tenía esperanzas de que la gastronomía funcionara también esta vez como un medio de contagio idiomático. 


Ya sentados en el sofá, Bruno miraba con expectación a Julia. ¿Qué decía el paquete? Julia se lo leyó: “Что такое любовь?” Ante la cara de tonto de su marido, comprendió que no lo había traducido. Le pasaba a veces, cambiaba de idioma sin darse cuenta y sólo se percataba del despiste por las expresiones faciales de sus interlocutores. Volvió a probar: “¿Qué es el amor?”

Dentro, efectivamente, un libro: La sonata Kreutzer de León Tolstoi, un CD de Beethoven y un billete de tren con un nombre y una dirección apuntada al dorso: Mauricio. Calle del boticario, 25, Biakpa.

Ejercicio de escritura: La caja misteriosa

El calcetín rojo

Julia se preguntaba si de haber nacido unos días más tarde su madre la hubiera llamado Agosta. Se alegraba de no haber sido bautizada con ese horrible nombre, aunque a veces fantaseaba con haber nacido en primavera y llamarse Maya. Imaginaba que con ese nombre le quedarían mejor las camisas verdes que a ella le encantaban pero que nunca se ponía porque su marido le decía que con ese color parecía un calabacín. Si otras veces le decía que parecía un pepino sólo era porque Bruno no sabía distinguir una hortaliza de otra. A pesar de su ineptitud diferenciando verduras, Bruno era un genio reconociendo los números de las matrículas. Le asombraba cuando en medio de la autopista decía, como si nada, que el coche que les adelantaba era el mismo que había estado aparcado el jueves delante de la tienda de telescopios. Tanto o más como identificar matrículas, Bruno sabía perder calcetines.

El miércoles 9 de octubre Julia pasó una hora buscando el calcetín rojo, pareja del calcetín azul aguamarina que hacían servir de marionetas para tratar cuestiones incómodas. Julia solía usar el calcetín rojo para comunicarle a Bruno cosas sobre sexo o dinero, sobre todo cuando se había gastado mucho en algo fuera del presupuesto. Mientras lo hacía, ponía una voz de niña que encajaba muy bien con los ojo-botones del calcetín, que acababa teniendo un aspecto tan cándido como el de un cachorro de gato. Bruno utilizaba el azul con la misma técnica pero, en su caso, para pedirle permiso para irse con sus amigos al fútbol o de copas.

Ahora Julia necesitaba urgentemente el calcetín rojo, era cuestión de vida o muerte encontrarlo. Si no lo hacía nunca podría contarle a su marido que también había perdido el calcetín azul, lo que les condenaba a tener que manejar por sí mismos los temas embarazosos. 


Sigue en La caja misteriosa

Ejercicio de escritura: El calcetín rojo

miércoles, 9 de octubre de 2013

Soy escritora porque no soy cantante

De pequeña quería ser cantante. Todas eran tan bonitas que pensaba que si conseguía afinar la voz y entonar bien una canción me convertiría en una mujer bella. No es que tuviera complejos entonces, tampoco los tengo ahora, pero a los ocho años ya intuía que tenía la nariz demasiado grande, los ojos demasiado pequeños, una altura por debajo de la media y tan pocas carnes, que imaginar que años más tarde tenía que salirme pecho estaba fuera de toda lógica. En cambio las cantantes eran modelos de perfección. Todavía tardé muchos años en saber que parte de su encanto residía en el maquillaje, en el vestuario y en la puesta en escena, pero en esa época yo las miraba y babeaba casi tanto como un hombre. Todavía pienso que si hubiera conseguido ser cantante, hoy sería más guapa. Aunque la verdad es que no sé si sería tan lista, y no lo digo porque también piense que las cantantes sean tontas, sino porque estoy segura de que la sabiduría popular tiene razón cuando afirma que “el hambre agudiza el ingenio”, en mi caso y por suerte, sólo el hambre de ser diferente, de destacar en algo. Descartado mi físico, puse grandes esperanzas en ser buena dibujando, y hasta gané un concurso de barrio que tenía como premio un xilofón, lo que me llevó a probar también con la música de percusión hasta que perdí una baqueta. 

Pero el gran descubrimiento llegaría un día del que no tengo ni un sólo recuerdo: no sé cuando leí mi primer poema. Lo que sí tengo muy presente es la sensación que me embargaba al leer los poemas para niños de Federico García Lorca o de Gloria Fuertes. No creo que entendiera nada de lo que contaban, pero sé que podía leerlos en voz alta, que tenían ritmo, algunos hasta estribillo, y que la gente decía: ¡Mira qué bien lee la niña! sin burlarse de mi voz de pito. A veces hasta me disfrazaba y me pintarrajeaba la cara, cogía un micrófono imaginario y me presentaba como lo hacían en las galas de TVE1 las folclóricas. Yo ya sabía entonces que eso sería lo más cerca que estaría nunca de ser cantante. Cuando el repertorio de poesía infantil se me acabó, empecé yo misma a escribir. No iba a dejar que nada me apartara de los escenarios. Fue así como se fraguó mi afición por la escritura y quizás también mi aversión por toda la música que no sea la ópera o el jazz, supongo que porque sé que incluso aunque hubiera tenido talento, nunca hubiera podido ser gorda o negra.

martes, 8 de octubre de 2013

Hoy he conocido a Nicas

Hoy me he encontrado a uno de los personajes de mis historias en el Café Caracas. Al principio no lo he reconocido, no es tan habitual que un hombre surgido de la imaginación se corporeice en tu misma ciudad, todavía menos que vaya a tomar un bocadillo en la cafetería que frecuentas cuando en casa no queda nada para desayunar. Por eso no ha sido hasta pasado el rato, cuando desgraciadamente él ya no estaba para poder presentarme, que he caído en la cuenta: su risa permanente, su voz fuerte y gangosa y sus movimientos torpes no eran debidos al alcoholismo. ¡Si ni tan siquiera se había pedido una caña! El porte estrafalario y el aspecto de pobre me hubieran engañado si no fuera porque al pagar su café con leche y su bocadillo grande ¡ha dejado propina! Casi salgo corriendo a buscarle para pedirle disculpas: he mordido el anzuelo de los prejuicios, y mientras lo tenía a mi lado, confieso que lo miraba asqueada, más aún cuando el tropezón que ha tenido con la silla lo ha llevado a acercarse peligrosamente hasta mi bolso, que he agarrado fuerte mientras en mi interior lo tachaba también de ladrón frustrado. Me he pasado el día pensando en ello, cómo he podido ser tan descuidada. Yo misma escribí que Nicas se comportaba así y que sólo los imbéciles y los amargados confundían la exhibición de su felicidad con el uso de estupefacientes.

Vosotros pronto conoceréis a Nicas, no os preocupéis, os lo presentaré en breve.

¿Existe la verdad? Ensayo sociológico avanzado

Si bien el hombre tiende por naturaleza al conocimiento - o así lo quería creer Aristóteles - no es tan fácil concluir que el conocimiento que obtiene sea ciertamente válido. Posiblemente hay quien diría que es osado calificar el ser humano de homo sapiens cuando lo único que realmente sabe es que no sabe mucho, y algunos ni tan siquiera eso. Conocer implica poder justificar la veracidad de los conocimientos, ya sea a través de un razonamiento o de una evidencia, de otro modo estaríamos hablando sólo de opinar. Así, el conocimiento está inherentemente vinculado a la verdad. Dos posiciones alrededor de esta cuestión nos invitan a ser optimistas, minimizando las críticas del escepticismo: el fundamentismo (concepción dura de la verdad) y el coherentismo (concepción blanda).

En primer lugar, el fundamentismo defiende que es posible encontrar un fundamento al conocimiento cierto y evidente por si mismo. Considera, por lo tanto, que la realidad puede ser descrita y reconstruida racionalmente dado que existen puntos de partida objetivos y universales que nos permiten hacerlo. Si conseguimos dar con estos axiomas - que actúan como base del edificio de la razón - podremos estar seguros de que los pisos posteriores de conocimiento resistirán los embistes del tiempo y las dudas. El principal exponente del fundamentismo es Descartes, que con su teoría del cogito sienta las bases del método y la escrupulosidad de las definiciones. En este sentido, el innatismo cartesiano da cuenta de algunas ideas que actúan como proposiciones incuestionables - y que no pueden ser negadas sin caer en contradicción - entre ellas la idea de Dios, la lógica y su ya mencionado cogito existencial. El sentido común es otra de las formas que toma el fundamentismo, ya que para sus partidarios las creencias sobre datos sensibles son autoevidentes. En conclusión, la posición fundamentista cree que la razón enraiza de alguna forma en la realidad, una forma que, además, resulta cognoscible por los seres humanos.

A continuación comentaremos algunas de las críticas que ha recibido el fundamentismo: el empirismo y la crítica kantiana. Conviene matizar que la crítica empirista desaprueba no la razón como fundamento del conocimiento humano - punto sobre el cual están de acuerdo - sino la posibilidad de fundamentarla: mientras que el axioma básico del racionalismo es de tipo mental, el del empirismo es profundamente factual: considera que todo conocimiento significativo proviene del mundo sensible. Alrededor de estas posiciones podemos satelizar a Kant, que considera el problema del conocimiento no desde el objeto, sino des del sujeto. Así, elaborará una teoría en la que tienen cabida aspectos cartesianos - hay ciertas ideas innatas - y empiristas - estas ideas no sirven si no se aplican desde la percepción sensible dentro de unas coordenadas espacio-temporales. De tal forma, el proyecto kantiano descarta el conocimiento nouménico (ideas puras) al margen de la sensibilidad, dado que están fuera de nuestras capacidades cognoscitivas. Ahora bien, la crítica kantiana se verá a su vez violentada por la fenomenología y la hermenéutica. Los fenomenólogos, al contrario que Kant, defienden que las cosas no son exactamente com la consciencia querría hacerlas, sino que para captarlas hace falta que pasemos por encima de nuestras interpretaciones y prejuicios. La hermenéutica afirma que toda experiencia fenomenológica implica interpretaciones histórica y lingüísticamente condicionadas. De este modo, comprender un hecho no es más que interpretarlo aceptando que la dimensión de las cosas no se encuentra nunca pura y perfecta sino sujeta a una narratividad.

En segundo lugar, el coherentismo rechaza tanto la fundamentación del conocimiento como la concepción jerárquica epistémica de las proposiciones. Así, el coherentismo, en vez de implicar una concepción arquitectónica de la realidad, juega con la idea de red o retícula en la cual los elementos se conectan los unos con los otros de manera que no podemos hablar de creencias individuales sino de creencias que forman parte de un conjunto o sistema. Esta posición defiende la coherencia de los argumentos, no en un concepto unívoco y sustancial de la verdad, sino en la no-contradicción de los elementos del sistema. Estamos delante de una realidad evolutiva o dialéctica que permite que una verdad en un momento dado pueda no serlo en otro. Hegel, pero también Marx, son representantes del coherentismo. Esta posición también presenta dificultades, sobretodo la que se deriva de justificar la consistencia de un sistema: que no haya contradicciones entre proposiciones no implica que unas puedan derivarse de las otras.

Hasta ahora no hemos tenido en cuenta que el conocimiento está íntimamente ligado con la percepción que el cerebro humano nos proporciona. Por lo que las aportaciones de la neurociencia pueden matizar los conceptos hasta ahora tratados, a la vez que describen el papel de la memoria, el significado, el razonamiento y el lenguaje y sus relaciones con el conocimiento.

Aunque el papel del cerebro ha estado más o menos presente a lo largo de la historia, es sólo desde hace unos cien años que se toma seriamente; a grandes rasgos, existen dos posiciones en torno a la relación entre la epistemología y el cerebro. Por una banda la que dice que es imprescindible saber como funciona el cerebro para desarrollar una teoría del conocimiento (naturalistas) dado que conciben el conocimiento como el producto de un sistema material (esta cuestión entronca con el problema mente-cerebro) y por otra banda, la que defiende (racionalistas) que, al menos, puede ser útil.

En relación con la crítica empirista antes mencionada, conviene hacer alusión a la percepción, dado que según éstos, es a través de los sentidos cómo conocemos el mundo. Primeramente, hace falta descartar el dogma de la inmaculada percepción - tesis defendida por los empiristas radicales que consideran que los sentidos transmiten la información al cerebro a través de un proceso pasivo. Actualmente se sabe que nuestra percepción de la realidad es más un proceso constructivo que representativo. Si bien es cierto que hay cierta predisposición innata que parecería dar la razón a los racionalistas, no podemos olvidar que la percepción también depende de la experiencia o de nuestro pasado perceptivo. Consecuentemente, no podemos hablar de unidireccionalidad en la percepción debido a que existe un juego dinámico entre la cognición y la sensibilidad, pero también - estudios recientes así lo sugieren - entre los estímulos emocionales, así como entre los sistemas de creencias que afectan los procesos perceptivos.

Así mismo, conviene decir que la naturaleza del conocimiento depende en gran medida de los mecanismos de nuestra memoria, es decir, que el conocimiento que obtenemos de los datos no es un simple acto por el cual accedemos a ellos, sino que representa un proceso constructivo modulado por nuestra experiencia y por la manera en que hemos codificado la información anteriormente. De este modo, no sólo vemos el mundo “desde nuestro pasado” sino que las experiencias pasadas no se codifican en la memoria como si de un sistema de grabación transparente se tratara: son sobre todo un proceso selectivo en el cual la motivación a la hora de almacenarlas es decisiva.

El proceso de razonamiento también pone en duda las bases del fundamentismo dado que la descripción normativa, lógica y mecánica de la mente como una máquina que llega a conclusiones racionales a partir de unas premisas y de unas reglas de inferencia se ha visto amenazado por experimentos que demuestran que el razonamiento humano no es lógicamente omnisciente, ni infalibe - generalmente usamos reglas heurísticas - ni consistente o libre de contexto. En realidad, los mecanismos del cerebro humano combinan, en primer lugar, un sistema de razonamiento implícito - en el cual no interviene la consciencia, basado en ciertas predisposiciones de base genética y que combina tanto análisis cognoscitivas como emociones - y que es el mecanismo que bien podría emparentarse con el innatismo cartesiano ya que considera que existe un volumen de conocimientos heredados; en segundo lugar, poseemos un mecanismo explícito que es esencialmente humano, además del más moderno filogenéticamente hablando, y que depende del uso del lenguaje.

En el ámbito del lenguaje también encontramos batallas entre innatistas (racionalistas) y no innatistas (empiristas). El gran defensor del innatismo lingüístico es Noam Chomsky, que propone que todas las lenguas comparten una gramática codificada genéticamente en un conjunto de reglas abstractas que se desarrollan en nuestro organismo como si fuera un órgano más. Así, el lenguaje “crece” y no se aprende; lo único que hace el neonato es identificar la lengua particular de su entorno adaptándola a los parámetros fonéticos y léxicos del sistema. Al contrario, los no innatistas enfatizan la paridad del entorno y el genoma, es decir, la expresión de los genes (fenotipo) depende del conjunto de procesos complejos que integran un entorno.

Tan importante como la perspectiva neurocientífica es la perspectiva sociológica a la hora de abordar el conocimiento. Ya históricamente, la sociología nace como sociología del conocimiento a manos de Maquiavelo - que estudia la distribución del conocimiento des de una perspectiva clínica e inmoral - y de Rousseau, que elabora una teoría moralista y liberadora sobre las condiciones desiguales del acceso al conocimiento. Más adelante, Karl Marx y Friedrich Nietzsche, ambos maestros de la sospecha, se interesarán por el conocimiento como ideología insistiendo en la función interpretativa al servicio del poder. Posteriormente, Max Scheler - que utiliza por primera vez la expresión sociología del conocimiento -, Max Weber, Karl Mannheim y Alfred Schütz aportarán nuevas líneas de investigación que permitirán a Peter L. Berger y Tomas Luckmann establecer unos modelos que posibiliten estudiar la constitución de la sociedad como realidad objetiva, de una banda, y como realidad subjetiva de la otra. Veámoslo a continuación.

En cuanto al conocimiento, es obvio que posee una dimensión histórica vinculada con otros factores, como la organización social, el contexto político y el desarrollo económico y tecnológico. Así, no sólo a cada sociedad le corresponden diversas formas de conocimiento sino que, además, estos conocimientos construyen realidades sociales diferentes. En este sentido, la filosofía como tal nació en la Antigua Grecia y no en las islas Galápagos - a pesar de que Darwin quizás tuviera algo que objetar - no como una casualidad, sino como un producto de la realidad social griega. Igualmente, la sociedad es una entidad que al tiempo que crea conocimiento, inventa una realidad - de carácter implícito y dada por descontado. Ahora bien, el individuo es, como miembro de una colectividad, el productor de esta realidad social, aunque después se olvide y piense en ella como una institución con carácter ontológico propio. De esta manera, acaba convenciéndose - a través de diversos mecanismos como el consenso social, la coerción, la rutinización o la interiorización de modelos sociales - de que el mundo en el que vive es el único real y posible, y de hecho así lo experimenta, pues como dice William I. Thomas, “aquello que es considerado como real, es real en sus consecuencias”. En este sentido, el fundamentismo peligra en su vertiente más universal, si tenemos en cuenta que los fundamentos de la verdad en la misma realidad varían, por fuerza, a lo largo de las diversas sociedades. Una vez constatamos este hecho, la manera de acercarnos al conocimiento puede resultar ciertamente relativista, lo cual no deja de restarle valor a nuestra aproximación si descartamos ir en pos del conocimiento verdadero, en el sentido más literal del término. En consecuencia, esta visión encajaría más con el coherentismo que con el fundamentismo, ya que como hemos dicho anteriormente, el coherentismo permite una concepción más laxa de la verdad.

El papel del lenguaje es también, desde la sociología, fundamentado por la construcción social de la realidad y su traducción en conocimiento; éste estabiliza la subjetividad de los individuos al tiempo que impone categorías de pensamiento (de esto hablan George Lakoff y Mark Johnson en su obra Metáforas de la vida cotidiana) y establece taxonomías que clasifican las experiencias universalizándolas. Así, el lenguaje es la institución social principal de la que se abastecen las otras.

En definitiva, a lo largo de este ensayo hemos visto que el problema del conocimiento se puede abordar desde diferentes vertientes, y hace falta tenerlas todas en cuenta si queremos llegar a una conclusión más o menos coherente e integradora. Ahora bien, la relación del conocimiento con la verdad siempre será conflictiva, sobretodo cuando nos damos cuenta de que la verdad es más una categoría atribuida por el hombre que una cualidad inherente a los hechos. Dice Richard Gregory que el cerebro humano no ha estado diseñado para buscar la verdad, sino para sobrevivir. Discrepo. Sin duda el cerebro humano busca la verdad desesperadamente, para lo que a lo mejor no ha estado diseñado es para encontrarla.

viernes, 4 de octubre de 2013

La vida secreta de las cosas: las cortinas

Hasta los seis años viví en un piso que tenía en el comedor unas cortinas de hilo bordado. Todavía las recuerdo colgando de una barra metálica negra, tapando las ventanas que daban a una plaza con quiosco, bar, ultramarinos - una palabra que no había caído en desuso entonces -  y callejón de los gitanos. Así lo llamábamos, no por maldad, sino porque efectivamente había una colonia de familias que, a pesar de la estrechez de la calle, parecía tener una vida social muy animada: todas las tardes salían con su silla de playa a comer pipas hasta que se hacía la hora del Telecupón. La calle donde vivían mis abuelos estaba justo detrás, y así fuera por envidia, también todas las tardes las vecinas salían a tomar el aire. Expresión que me fascina y que me imagino surgió cuando la pobreza generalizada no permitía ir a tomar cafés o cervezas y, mucho menos, cubatas.

El caso es que durante esa época desarrollé una asociación muy surrealista entre las cortinas de hilo y mi bisabuela Angelina. Siempre que las miraba se me aparecía su cara arrugadita, e incluso hoy en día cuando veo venecianas me acuerdo de ella. Le he dado muchas vueltas a tan extraño nexo y sigo sin encontrar una respuesta racional. Puede que las cortinas fueran un regalo de Angelina a mis padres para su boda, incluso que ella misma las bordara, aunque no me la imagino haciéndolo con esos dedos blanditos que se le quedaron de apretar tantas veces las cuentas del rosario. A parte de este cortocircuito neuronal, no hay nada más en mi mente que Freud pudiera considerar digno de psicoanálisis. Soy de las que relaciona el azul con el cielo, las nubes con el algodón y las flores pequeñas y blancas con los ataúdes, pero eso es sólo porque mi madre siempre decía que esas flores silvestres que yo recogía olían a muerto. Para mi boda tuve mucho cuidado de escoger flores blancas muy grandes, gigantes, no fuera a ser que alguien se confundiera con el olor y pensara estar en un funeral. Nadie me dio el pésame, así que supongo que elegí correctamente el tamaño, además del marido.

Mi relación con las cortinas no acaba aquí. Debo ser la única con tantas cosas para contar de un pedazo de tela. Cuando a los siete años nos mudamos de casa, mi habitación tenía una ventana que daba a un jardín comunitario. La cortina era un estor de color amarillo  chillón que tenía a tramos simétricos unas varillas sobre las que se recogía. Al final de la cortina, dentro de las costuras, había un cilindro metálico que servía de contrapeso y que podía extraerse para facilitar la limpieza. No recuerdo qué día de terror infantil decidí que la mejor arma de la que disponía a mano en caso de ataque extraterrestre, fantasmagórico, del coco o del hombre del saco era ese trozo de hierro que apenas podía manejar sin cortarme con los bordes afilados. Había ensayado incluso la manera más rápida de desenfundar la barra, no fuera a ser que los agresores imaginarios me cogieran desprevenida. Era tanta mi destreza, que si en un mundo paralelo hubiera tenido que hacer frente a un duelo de cowboys, estoy segura de que con mis maniobras, no hubiera sido yo la muerta por un disparo. 

La vida secreta de las cosas: los tendederos, la ropa y los libros

Que el ser humano que ha creado cosas tan extraordinarias como los parques acuáticos y las bibliotecas sea el mismo que también ha diseñado el tetrabrik de zumo que salpica su contenido mientras lo viertes, lo juro, con mucho cuidado sobre la taza del desayuno, es algo que todavía no acabo de entender. Tampoco que el mismo capaz de construir inventos prácticos y decorativos, como los espejos cuando se mira mi marido o mi perro recién peinado, siga sin poder hacer un tendedero más estético. Yo cada vez que espero visitas, incluso cuando creo que podrían presentarse por sorpresa, lo escondo como puedo. He llegado a recoger la ropa antes de que estuviera completamente seca sólo por sacarme ese trasto de en medio. Estos días de lluvia los llevo mal, hay quien cree que mi blusa mojada se debe a que no lleve paraguas, que precisamente dejo en casa para disimular. Cómo explicar que mi cruzada contra los tendederos plegables - y de paso la de mi marido contra las secadoras - me lleve a ir vestida y resfriada.

De momento ninguna prenda de mi armario se ha enmohecido y excepto por el vestido que llevo puesto hoy, tampoco lamentaría demasiado la pérdida. Este es otro de los misterios por resolver: cómo puedo considerarme presumida sin gustarme comprar ropa. Creo que me tomé demasiado en serio la frase de Coco Chanel que decía algo así como que la elegancia es más una cuestión de actitud. Tampoco es que vaya andrajosa por el mundo, porque por suerte tengo una madre a la que le puedo coger prestada la ropa que ella compra religiosamente según la moda de la temporada. Todo lo que no lleva tachuelas, brillantes de plástico, macro-estampados o mensajes provocadores en inglés (que quiero suponer que mi madre no entiende) es susceptible de acabar en uno de mis dos cajones. Me acostumbré a necesitar poco espacio para la ropa cuando viviendo en Ghana tuve que compartir armario con personas y ratones. Las cucarachas estaban más interesadas en la alacena de la cocina, aunque la manía de mirar dentro de los calcetines no se me ha quitado.

Constaté mi desinterés por el vestuario cuando en plena adolescencia mi padre me ofreció su tarjeta de crédito para comprar ropa. La sugerencia me pareció una indirecta, pero aún así yo no cedí. Aceptaba su dinero, pero para comprarme libros. Sabía que mi deseo de ser bibliotecaria se truncaría en competencia con otras de mis vocaciones (en ese momento, ganaba la de ser psicóloga), a pesar de lo cual yo no quería dejar de regentar mi propia biblioteca, por lo que debía empezar a comprar ejemplares sin demora. Cada vez que alguien se iba de viaje, pedía que me trajeran un libro, por eso hoy dispongo de un mueble lleno de páginas escritas en inglés, alemán, griego, francés, finés, noruego y sueco. Este último es una excepción: lo robé de Ikea. Qué ingenuos ellos que piensan que decorando sus Billys y Expedits con libros en un idioma que nadie de Sabadell o Badalona entiende evitan los hurtos. No me conocen.

sábado, 28 de septiembre de 2013

Cuando estoy mal escribo, cuando estoy bien hablo

Cuando estoy mal escribo, cuando estoy bien hablo. A fin de que la preservación del equilibrio emocional no vaya en detrimento de mi vocación, debo aprender a conciliar ambas acciones que, por suerte, tienen bastante en común. Imagínense que en mis buenos momentos me diera por salir a hacer deporte de riesgo. Dudo de que en el arnés para el puenting pudiera llevar colgada una libreta y un boli, por no hablar del neopreno que se usa para el rafting o el barranquismo, pues aunque pudiera encontrar una buena funda para mis papeles, el agua me da tanta hambre, que no creo que escribiera más que de recetas y gastronomía. Llenaría páginas enteras con los platos que cocinaría al llegar a casa. De describirlos demasiado pormenorizadamente, correría el riesgo de manchar las hojas de baba y sólo porqué sé que el papel está compuesto sobretodo de celulosa – no digerible por el ser humano – me abstendría de darle bocados.

Ahora por ejemplo estoy muy bien. Sentada en una butaca orejera tapizada a cuadros, muy inglesa. Tengo los pies apoyados en una mesita de madera maciza, situada justo delante de una chimenea encendida. Suena música clásica – Mozart, creo - y aunque en la sala de al lado la televisión retransmite un partido de fútbol - el Barça, seguro - la voz de los locutores hoy no me irrita tanto como cuando de pequeña tenía que aguantarla todos los domingos por la tarde, durante el camino que nos llevaba del camping de vuelta a casa. Mi hermana y yo siempre pedíamos que cambiaran de emisora alegando que los comentaristas nos daban náuseas. Y no miento, tuve que reprimir muchas arcadas mientras el Carrusel Deportivo ensayaba cómo anunciar de diferentes maneras un gol. Nunca pensé que un monosílabo diera para tantas versiones: desde el Gooooool al Gol-gol-gol pasando por fluctuaciones tonales y variaciones más o menos afortunadas de las anteriores.

Como escritora, tengo mucha suerte de ser mujer, porque aunque empiece a escribir por sentir la indescriptible sensación – qué paradoja – que experimento cuando se me ocurre alguna frase ingeniosa surgida, normalmente, de algún tema banal que no me da para muchas líneas, puedo encadenarlo sin problemas con otro que, a los ojos de uno hombre no tiene nada que ver. Sé que mi marido vive asombrado de que mi madre, mi hermana y yo podamos saltar de una cuestión a otra a la velocidad del rayo, disertar largamente sobre algún detalle insignificante y relacionar cualquier asunto siempre, siempre, con cotilleos de amigos o parientes cercanos. La pericia en esta materia es tan profunda que incluso chismorrear de alguien que alguna de nosotras no conozca no presenta inconvenientes. Mi madre habla de los vecinos de un barrio del que nos marchamos cuando yo apenas tenía cinco años. Mi hermana habla de las madres de las amigas de mis sobrinas, como si yo realmente me acordara de ellas desde la última fiesta de cumpleaños. Yo les cuento cosas de mis compañeros de universidad que, para colmo, sólo conozco a través de un campus virtual. Ninguna de las tres intenta hacer grandes averiguaciones de la identidad de los aludidos, no nos hace falta para seguir la conversación a un ritmo que ningún hombre, insisto, resistiría nunca. Por eso me resulta tan fácil escribir sin saber previamente qué decir: sé que de perderme un poco por los vericuetos de algún tema peliagudo, siempre podré darle un giro y acabar enlazándolo con cualquier otro que domine más o, al menos, ir mareando la perdiz hasta llenar el tiempo del que suele disponer el lector habitual. Según la página de analíticas de mi blog, el tiempo medio que un internauta me dedica es un minuto. Por eso tengo que empezar a abreviar y hasta a despedirme, pero resulta que hoy la que tiene tiempo de sobras soy yo y hasta cuerda para rato, porque últimamente tengo el rádar del escritor conectado permanentemente y cualquier cosa que veo, leo, me pasa, me dicen u oigo sin permiso me sirve de material para la inspiración.

Esta mañana, por ejemplo, he leído un artículo sobre las bibliotecas del que se me han quedado grabadas dos frases, al menos en la fototeca del teléfono, porque he preferido retenerlas en un medio seguro. Desde que mi memoria confundió una canción de Sabina con una de Fito Paéz, he decidido que sólo puedo confiar en ella para temas sencillos como la lista de la compra y aún así algún día ha intentado colarme latas de atún en el supermercado. Si no fuera porqué soy una vegetariana convencida, habría caído en la trampa. Volviendo al tema (ven, lo que les decía…), me ha llamado la atención que “En Egipto se llamaban las bibliotecas el tesoro de los remedios del alma”, Jacques Beningne Bousset añade: “En efecto, curábase en ellas de la ignorancia, la más peligrosa de las enfermedades y el origen de todas las demás”. Por su parte, Borges creía que de existir un paraíso, sería algún tipo de biblioteca. No podría estar más de acuerdo con ellos. El partido de fútbol ha acabado y no sé el resultado porque en medio de la montaña nadie se pone a tirar petardos para celebrarlo, por suerte para mi perro que… no está aquí.

viernes, 20 de septiembre de 2013

Sé jugar a las damas

Decía el poeta persa Saadi que los idiotas tienen 100 veces menos ganas de encontrar un maestro que éste de encontrarse con ellos. Precisamente todo lo contrario del mito que sostiene que los sabios son unos antisociales. Yo no he conocido a muchos, la verdad. Siempre había pensado que es porque no quieren salir de su cueva (en los Himalayas, por supuesto) para dignarse a hablar con ignorantes que les podrían intoxicar con comentarios sobre programas como Mujeres y Hombres y Viceversa. Después de leer a Saadi ya no lo tengo tan claro, y hasta empiezo a sospechar que quizás he sido yo la que haya rehuido su presencia, no fuera a ser que revelaran que no soy tan lista como creo (ni mucho menos como cree mi padre).

Eso me ha pasado este verano, cuando se hizo manifiesta mi incapacidad para aprender a jugar al ajedrez. Después de intentarlo durante un par de tardes en las que, lo confieso, no rompí el tablero porque no era mío, decidí que ese juego no era divertido. Como ya imaginaba, el parchís es un juego mucho más interesante, no sólo porque las partidas que jugaba con mi abuela me consagran a un nivel casi experto, sino que de encontrarme con un jugador más avanzado, siempre podría alegar que el factor suerte no estuvo a mi favor. El ajedrez no es un juego de azar, así que la excusa no me sirve y aunque dice mi marido que él no es tan bueno como a mí me parece - lo que, de algún modo, justificaría mis derrotas - sé que esconde libros en los que se explican como hacer aperturas semiabiertas, defensas sicilianas y enroques largos. En cualquier caso, al final logré aprender a jugar a las damas y hasta gané alguna partida, evidentemente sin trampas.

No siempre resulta así de sencillo apreciar hasta qué punto somos nosotros mismos los que retrasamos y entorpecemos nuestro crecimiento (mientras culpamos a otros de nuestra ignorancia). A mí me ha costado algunos berrinches cuadriculados y un par de apuestas perdidas - que tendré que pagar lavando platos -, darme cuenta de que he renunciado durante mucho tiempo a arriesgarme a salir de mi zona de confort. No sé hasta dónde me llevará mi nueva aventura con lo desconocido, de lo que estoy segura es de que descubriré que yo no era quien pensaba, sino mucho más y quién sabe si hasta dejaré de ser disléxica con los números, aprenderé a tocar la guitarra, escribiré por fin un libro o seré capaz de mostrarme cariñosa en directo, sin poemas de por medio.

Todo ello sin olvidar dominar las aperturas semiabiertas, las defensas sicilianas y los enroques largos para ganar a mi marido, una partida tras otra, al maldito ajedrez.

jueves, 12 de septiembre de 2013

¿Está el mundo al revés?

Les contaré un secreto: no me gusta el verano. Sé que me arriesgo a un linchamiento público, pero si no fuera porque en julio es mi cumpleaños, estos meses de calor insoportable y de tiempo libre inacabable bien podrían eliminarse de mi calendario. Del mío al menos, no me meteré con los suyos. Y antes de que su mente siga juzgando mi extraña actitud, les diré que me gustan las vacaciones, aunque pienso que pierden pronto el interés, después de tantos días sin poderlas comparar con los días de trabajo. Por eso mismo me encantan los fines de semana, porque permiten el tiempo justo de descanso y ocio sin perder la perspectiva de los días laborables. Es esa polaridad lo que crea el atractivo y quien no diga que en algún momento sus vacaciones le han parecido demasiado largas miente o necesita urgentemente una reforma en su vida.

Pero el verano también está bien para leer sin descanso y hasta a lo loco, si se puede utilizar esa expresión para una afición más bien comedida. Yo también he caído en la fiebre de Joël Dicker, que por suerte no está tan mal visto como leer a Dan Brown, así que puedo decir abiertamente que es una novela que he disfrutado. Resulta curiosa esa sutil distinción entre autores y libros que o bien permiten al lector salir orgulloso de una librería o, al contrario, le conminan a forrar el libro con papel de diario y hasta a fingir que ha sido un regalo que se ha leído por compromiso. La cuestión sobre la buena escritura no es nueva y así como dicen que existe la telebasura, también se han inventado un homólogo literario. No estoy muy al día con la música, pero quizás también haya artistas y canciones que para algunos no sea más que bazofia. Todavía recuerdo cuando hará unos siete años mi profesor de guitarra me bajó cruelmente los humos: yo que empezaba a presumir de apreciar a Mozart, me entero de que comparado con Bach, el compositor de Don Giovanni quizás no fuera más que un músico comercial a expensas de los encargos de los ricos.  Hay quien cree incluso que su fama de niño prodigio fue sólo una estrategia paterna bien diseñada, casi como la de los niños Disney actuales.

En general la fórmula es la siguiente: tener el público a favor y la crítica en contra suele relegarte a la categoría de los escritores del populacho, mientras que poseer el apoyo de la crítica, a pesar - o precisamente - de no tener lectores te asciende a la de escritor de culto. Como en todo, hay excepciones a la norma, con la que por cierto no sé si estoy de acuerdo, sobretodo porque de aceptarla debería también admitir que la opinión popular está equivocada cuando elige. O peor aún, que los críticos están equivocados, ellos que son los constructores de la alta cultura a la que aspiro: de momento tengo la mitad ganada, porque de lectores tengo más bien pocos - excepto los segundos jueves de mes. Bromas a parte, quizás yo todavía sea muy ingenua, pero si las masivas y supuestamente erróneas decisiones en cuanto a cultura fueran análogas a nuestro nivel de conciencia global, dispondríamos de un patrón de diagnóstico general muy preciso y muy sombrío… Qué tontería, ¿No?

Artículo publicado en el Diario de Terrassa el 12 de septiembre de 2013

martes, 10 de septiembre de 2013

Diario mágico de un embarazo aplazado III

Tres días después de la infructuosa incursión en el mundo de Willie Wonka, la mujer del pelo rebelde tuvo una experiencia que le marcaría el resto de su vida. La biznieta que nunca conocería explicaría a sus amigos que había tenido una antepasada llamada Nora capaz de comunicarse con algunas plantas. Para entonces, el bonsai, la única planta superviviente de los desastrosos cuidados de la familia, ya se había quedado sordo, así que los intentos de la niña para demostrar que ella había heredado el don de su bisabuela nunca dieron resultado. Muchos años antes de que Valentina naciera, antes incluso de que se engendrara Gabriel, Nora sólo pensó que se estaba volviendo loca. De hecho, al principio creyó que los susurros de las plantas de su casa eran voces imaginarias, que ella no tardó en atribuir a su bebé fantasma. Los primeros meses sólo podía oír lo que le decía la planta más grande que había en su casa, un potos que prácticamente escondía la pared tras la cascada de ramas. Colgaba del mueble librería desde antes de que ella se mudara y a parte de alguna hoja que amarilleaba, parecía cuidarse sólo. Como las voces sólo eran audibles desde muy cerca, Nora cambió sus sospechas: ahora creía que eran los mismos libros los que trataban de decirle algo, pero como tampoco no pudo identificar ninguna de las frases que oía con los pasajes de los libros (se sabía muchos de memoria), empezó a pensar que eran los autores muertos los que trataban de comunicarle mensajes de ultratumba, quizás incluso manuscritos inacabados que ella tenía el deber y el honor de transcribir para el mundo. Hizo una lista de los escritores muertos, sus preferidos eran José Luís Sampedro y Rafael Pérez Estrada.

En marzo, empezó a hablar el ficus, seguido de la kalanchoe, los geranios de la terraza, el limonero y el olivo. El último que se unió a la verborrea fue el bonsai, que sería con quien Nora cogería más confianza. Teneré llegó un domingo a casa, había sido un capricho de su marido. Nora se oponía a todos los caprichos de Pablo por considerarlos demasiado extravagantes, un bonsai no era lo peor con lo que había tenido que lidiar y a pesar del rechazo inicial, tuvo que admitir que comprarlo había sido una buena idea. Todas las plantas de la casa tenían un nombre, pero Nora solía olvidarlo pocas semanas después del bautismo. Teneré no sufrió ese abandono onomástico porque ella misma fue quien escogió el nombre. Lo encontró después de leer un artículo sobre árboles famosos. Teneré había sido una acacia solitaria en medio del Sáhara, de hecho, era considerado el árbol más aislado de la Tierra: no existía ningún otro en 400 kilómetros a la redonda. Sus raíces alcanzaban los 36 metros de profundidad, donde acariciaban las aguas subterráneas de un pozo. Teneré también fue un punto de referencia para los viajantes de caravanas; era tan importante que fue el único árbol representado en mapas de pequeña escala. En 1973, un conductor libio borracho chocó contra él y lo mató. Los restos se llevaron al Museo Nacional de Níger y en su lugar se colocó una estructura metálica representando un árbol. A Nora la historia le pareció tan triste y tan absurda que decidió darle un nuevo sentido con la vida de su bonsai: el nuevo Teneré estaría libre de la soledad y de conductores incivilizados y sería por siempre mimado por Nora y Gabriel, que lo situaron en la mesa de la cocina para darle los buenos días cada mañana.

lunes, 9 de septiembre de 2013

Poema largo de una tarde de verano en Cadaqués

Existe una hipótesis según la cual los humanos podríamos tener orígenes marinos. Pensar que tengo algún ancestro sirena me resulta extraño. Yo que tirito sólo con sumergir la punta del dedo en la orilla de la playa, antes me creería que mi tatarabuelo homínido tuviera alas. No en vano, mis escápulas sobresalen tanto que hasta me parece que la única explicación razonable es que como el sacro respecto a la cola, estas curiosas partes de la espalda son los restos amputados de mis predecesores angélicos.

Comparadas estas posibilidades con la teoría de Darwin, admito que suenan inverosímiles, pero yo no las descartaría de plano, sobretodo después de que yo misma haya visto con mis propios ojos (pero con gafas, pues de otro modo no serviría de nada) cosas mucho más fantásticas: hace un par de años me quedé embarazada de unos poemas que resultaron ser huevos fritos y justo la semana pasada conocí a un hombre que aunque aparentaba ser plenamente normal, estaba obsesionado con pirámides y bombas, ambas cosas juntas e inseparables. Fantaseaba con construir pirámides para hacerlas estallar luego y como sabía que era un proyecto poco viable dada la crisis inmobiliaria, se contentaba con guardar los petardos del último San Juan para explotarlos dentro de los poliedros que construía en las clases de papiroflexia. Me gustó tanto su locura, que me casaré un diez de septiembre con él. Mañana, en mi mundo que va al revés, hará dos años.

viernes, 6 de septiembre de 2013

Diario mágico de un embarazo aplazado II

Hacía años que no tenía el pelo tan rizado, hasta se había olvidado de que hubo en tiempo en que no había cepillos apropiados para sus enredos y entonces lo único que hacía por las mañanas era pasarse los dedos con cuidado de no deshacerse los tirabuzones. Era la misma época en que descubrió que podía leer tres libros a la vez sin confundir a los personajes de historia. Esta última aptitud le duró hasta que topó con los libros de Gabriel García Márquez, no aptos para lecturas simultáneas. Había probado a leer Cien años de soledad en combinación con los apuntes de Anatomía de la facultad, pero en el examen final advirtió que no había sido una buena idea: el realismo mágico del colombiano le había afectado de tal manera que después de dibujar y nombrar correctamente los huesos y los músculos de la espalda, había añadido unas alas. El suspenso le hizo replantearse la carrera.

Había pasado una década, pero a ella esos días le parecían de antes de ayer. Reprimió mentalmente un “qué rápido pasa el tiempo” porque sabía que empezar a pensar eso era síntoma de vejez: los jóvenes no han vivido todavía lo suficiente para poder darse cuenta, y si a caso tienen alguna opinión formada sobre el tiempo no es precisamente sobre lo rápido que transcurre sino al contrario, sobre la pereza con la que se mueven los minutos que les separan de los besos de sus parejas, de las vacaciones y de las noches de fiesta. Cuando era todavía más pequeña que en la época de los rizos rebeldes, no sólo tenía el pelo liso sino que ni tan siquiera sabía lo que era un cuarto de hora. Lo descubrió cuando una tarde de verano en el camping, después de preguntarle a su madre cuánto faltaba para que abrieran el acceso a la piscina y de que ésta le dijera que 15 minutos, ella no pudiera entender si eso era mucho o poco. Su madre no supo qué contestar cuando ella le volvió a preguntar: ¿Cuanto son 15 minutos?, así que trató de averiguarlo comparándolo con otras tareas: ¿Es lo mismo que tardo yendo al colegio?, ¿Es más que  cuando espero a que la bañera se llene?, ¿Dura menos que un abrazo? Así pasó el primer cuarto de hora del que tuvo noción.

Más adelante le pasó lo mismo con el dinero. En sus juegos de supermercado de plástico vendía patatas a diez mil pesetas y manzanas a ocho. Prefería las monedas a los billetes porque le parecía que tenían más valor, al menos ocupaban más espacio en el cajón y se hacían notar con el ruidillo que creaban al chocarse entre ellas. No tardó demasiado en saber que con cien pesetas podía comprarse una bolsa grande de chucherías. Lo más caro que se atrevía a comprar entonces eran paquetes de Conguitos. Creo que nunca aspiró a tener más dinero que el que necesitaba para ver un capítulo de Oliver y Benji sin parar de chupar el chocolate de los cacahuetes.

Ahora con casi treinta años, en su cocina no había casi nada que contuviera azúcar. Por un instante pensó que esa podría haber sido la causa de su aborto: a qué niño le gustaría ir a una casa dónde el armario estuviera lleno de lo que hasta su abuela llamaba “comida de pájaro”. En contra de sus principios, salió a la calle y buscó un quiosco como el que frecuentaba a los cinco años. Compraría moras, ositos, tiras de regaliz rojas, nubes, dentaduras de vampiro, chicles de bola… Qué decepción cuando después de media hora de recorrer su barrio se dio cuenta de que, definitivamente, había pasado mucho tiempo entre su pelo liso y su nuevo pelo rizado: los quioscos, esas pequeñas construcciones de lata que antes te encontrabas en cada esquina, habían desaparecido del mapa.

lunes, 2 de septiembre de 2013

Diario mágico de un embarazo aplazado I

Tenía la intención de ponerse a escribir en serio cuando se quedara embarazada. Se imaginaba que los meses de buena esperanza serían también fértiles para la creación literaria y hasta pensaba que las nauseas le permitirían quedarse en casa sin sentirse juzgada por dejar de trabajar y dedicarse en exclusiva a su libro. Todos pensarían que se estaba sacrificando por su bebé, y aunque también fuera así, ella sabía que su buena disposición para renunciar a todo no residía exclusivamente en su instinto maternal, sino en que se le brindaba la oportunidad de ser la escritora a tiempo completo, liberada de obligaciones profesionales y hasta domésticas, pues desde que le comunicó a su marido que estaba en estado, el único esfuerzo que le permitía hacer era ir sola al baño.

Lo que no se había imaginado era que el embarazo es otras de esas situaciones mitificadas que no tiene nada que ver con lo que le habían contado ni tampoco con lo que ella había soñado de pequeña. Ni adquirió poderes mágicos, ni sus pechos se hincharon más que para llenar los huecos que siempre le quedaban en el sujetador. Tampoco poseía más energía que antes y por cierto hasta le dejó de parecer importante mantener la cocina recogida, por lo que las latas de olivas y las bolsas de patatas vacías se amontonaban en la encimera. También había vasos por todas las plataformas horizontales de la casa, desde la mesita de noche a la repisa de la calefacción, pasando por el reposabrazos del sofá y la librería del comedor. Su marido los recogía y lavaba pacientemente sin regañarla, a pesar de que cuando él llegaba no tenía más remedio que beber agua de un plato hondo, pues hasta las tazas del desayuno estaban esparcidas y sucias.

El embarazo resultó ser peor que una enfermedad, no tanto porque se sintiera terriblemente mal, como porque se sentía culpable de no estar sana como las demás mujeres barrigonas que pasean su nuevo centro de gravedad con holgura y cargan sus otros niños en la cadera. Por si fuera poco, abandonó el sano hábito de la lectura, así que su día corría paralelo a un proceso de hibernación tan avanzado que empezó a confundir la realidad con los sueños, de tantas horas que se pasaba durmiendo. Sólo cuando ya comenzaba a asumir que durante unos cuantos meses vería el cielo a través de una ventana, empezó a encontrarse mejor. Cierto que ya estaba rozando los últimos días de su primer trimestre y que los síntomas debían ir menguando, pero la verdadera razón de su mejoría se reveló por razones totalmente opuestas cuando la ecografía fotografió a un embrión de dos centímetros al que se le había parado el corazón hacía semanas.

De vuelta del hospital, escondió todo lo que le recordaba al hijo que todavía no había tenido pero que ya había dejado huella en su casa. Fue entonces cuando supo que había estado llorando sobretodo por las ilusiones que se había hecho: por tener que posponer decorar la habitación de un bebé, ahorrar para comprar pañales y repasar los cuentos infantiles que ya no recordaba con el mismo detalle que cuando con seis años se los contaba a sus muñecos. Fue también entonces cuando le dijo a su marido que quería llenar la terraza de geranios.

Dejar de estar embarazada sin haber dado a luz a ningún niño no había estado en sus planes, así que una semana después del aborto seguía con las mismas costumbres de antes. Trataba de levantarse para desayunar con su marido, pero en cuanto éste se iba, ella volvía a ponerse el pijama y se fundía con las sábanas. El cambio le llegó bruscamente, un día por la tarde cuando tras dos horas de siesta tuvo un sueño en el que trataba de despertarse y no lo conseguía. Después de mucho esfuerzo pudo abrir los ojos, salió corriendo de la habitación y se sentó en el sofá, delante del nuevo televisor. El reflejo de la pantalla oscura le devolvió una mujer con el pelo rizado.

lunes, 26 de agosto de 2013

Cuando el amor cura

Yo quería presumir de barriga y acceder al club de las mujeres que pasean orgullosas sus tobillos hinchados. Yo quería poner pose de embarazada a punto del desmayo, protegiendo con mi mano el nido acuático de mi bebé anfibio y hasta estaba empezando a aceptar pasarme nueve meses en la cama, colmada de las atenciones de mi marido, que ya había salido alguna noche a comprar urgentemente sopa de sobre. Yo quería subir de categoría y ser una mujer “de verdad”, de las que tienen hijos.

Pero he sido expulsada temporalmente del clan y ahora mi vientre está vacío y aunque en el espejo sigo viéndolo redondo, ya no me parece tan bonito, ni mi marido me pide poner la mano encima para susurrarle mensajes al bebé. Casi siempre le decía que aunque su madre era un poco gruñona, le iba a querer mucho, pero que en todo caso, él era más más divertido. Lo cual es cierto, como también lo es que tiene más destreza para reponerse que yo, que sigo llorando cada mañana. Normalmente desde que me despierto hasta que me tomo el desayuno, y mientras remuevo la leche de soja tratando de disolver los grumos del café instantáneo, entro en un bucle de movimiento bañado de lágrimas que podría ser diagnosticado  propio del autismo.


Es tan normal que pase, me dicen para animarme, que no debiera preocuparme en absoluto. Y sólo cuando revelo que he fracasado en mi intento de ser madre, otras se solidarizan y confiesan que antes de tener esos niños preciosos que envidio, ellas también tuvieron abortos. No me hace sentir mejor, pero me reconforta saber que se puede fallar y luego vencer como si nunca me hubieran aspirado un embrión de apenas dos centímetros mientras yo temblaba en una camilla.

En cualquier caso, debo admitir que ésta también es una de esas situaciones con lado positivo, y así suene frívolo, tiene razón - otra vez - mi marido cuando dice, casi incluso para reforzar los débiles argumentos con los que intentan consolarnos algunos interlocutores, que al menos éste es uno de los pocos problemas que tiene una solución sin contraprestaciones, y entonces lo de que “el amor todo lo cura” se convierte en una verdad literal, tanto que hacer el amor es también la única manera de hacer el hijo que pronto tendremos.

jueves, 18 de julio de 2013

La paciencia salvaría el mundo

Julio siempre ha sido un mes especial. No en vano, dentro de unos días hará casi 29 años que nací. La celebración siempre era compartida por toda la familia, pues normalmente también era el día en que se cogían las vacaciones. Todavía recuerdo a mis padres colocando las maletas en el coche. Más de una vez mi madre tenía que sacar todo lo que mi padre había puesto previamente, de otro modo, no hubiéramos aprovechado el espacio como lo hacíamos. Y si digo que entre mi hermana y yo había neveras de playa o esterillas no creo que la memoria me engañe demasiado. Pudieran también haber sido sombrillas o cestas de comida, pero en cualquier caso, el maletero colonizaba todo el coche. El destino era un camping donde pasé los veranos de mi infancia. No creo que haya nada mejor para un niño que un lugar donde puedes ir prácticamente sólo a la piscina, coger la bicicleta para comprar helados, recibir dinero por lavar los platos de los vecinos o hacer cabañas en la parte trasera de las caravanas.

Julio también ha sido siempre un mes de impaciencia. Esperar el día del cumpleaños, los regalos, las jornadas maratonianas de playa… Debo reconocer que este es uno de mis mayores defectos: las prisas. Muy pocas veces he sabido callarme las sorpresas, me cuesta horrores hacer cola, si me dan visita en el médico para dentro de más de dos semanas me desespero y, por supuesto, los muebles de Ikea nunca han estado más de tres horas en sus cajas: hasta altas horas de la madrugada he tenido a mi marido montando Billys, Expedits o taladrando paredes para colgar cortinas. Él teme los días en que le digo que “he tenido una idea”, porque sabe que sea lo que sea no va pasar ni una a mañana hasta que la ponemos en práctica, a lo sumo una tarde si tengo que convencerle. No se crean que me enorgullezco de este ímpetu. 

Para mi la paciencia siempre había sido una de esas virtudes menores: la de los perdedores que se resignan a esperar otra carrera. Hace años escuché de uno de mis mejores maestros que “la paciencia es la ciencia de la paz” y entonces me rebelé un poco, porque eso me convertía en una mujer muy diestra en las artes de la guerra, pero después de la reacción inicial, me permití darle una oportunidad al significado. Poco más tarde descubrí la oración de Santa Teresa de Jesús “Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza, quien a Dios tiene, nada le falta, sólo Dios basta”. Antes de que los ateos y agnósticos (impacientes) la descarten, considérenla aunque para ello tengan que amputar las referencias espirituales. Vean que entonces la paciencia es capaz de llegar hasta las grietas más profundas de nuestro dolor, de nuestra ansiedad o de nuestras preocupaciones. Creo que merece ser valorada como una de las pocas panaceas efectivas pero no si se aplica como el que sólo espera que la angustia desaparezca por efecto del tiempo, sino sólo si se usa como el que vive con paz los acontecimientos que todavía no han llegado o que todavía no se han ido.

La paciencia también me ha enseñado que no todo el tiempo de espera es tiempo perdido, sólo aquel que, parafraseando libremente a Tagore, pasamos deseando obtener refugio para los peligros y no para dejar de temerlos, sólo aquel que pasamos rogando calmar nuestro dolor y no rogando tener fuerza para vencerlo, sólo es perdido, en definitiva, el tiempo que suplicamos, llenos de angustia y de temor, por nuestra salvación, sin confiar en que podemos y debemos ganar nuestra libertad.

Artículo publicado en el Diario de Terrassa el 16 de julio de 2013

martes, 9 de julio de 2013

Assaig antropològic sobre la bellesa

Ningú es pot resistir a la bellesa, Plató deia que “els tres desitjos de tota persona són: estar sana, ser rica per mitjans honrats i ser bella”; el seu deixeble Aristòtil afirmava que “la bellesa és una presentació molt millor que qualsevol carta de recomanació”. A pesar d’aquest influx hipnòtic al qual tots, confessem-ho, ens veiem abocats, també hi ha qui ha volgut veure en aquesta virtut quelcom antidemocràtic i trivial. M’arrisco a pensar que qui enunciava tal cosa no era gaire agraciat, però el cert és que la persona bella també ha de suportar alguns inconvenients, doncs la injustícia de la que parlàvem no només és patida pels lletjos, diguem-ho clarament, sinó pels mateixos guapos quan són tractats com mers objectes decoratius, així Paul Newman es lamentava de “que te mates a trabajar para conseguir algo y que de repente venga un idiota que te dice: ¡A ver quítate las gafas de sol para ver esos ojos azules que tienes!, francamente te hunde”. En tot cas, penso que Newman juga amb avantatja, doncs mentre que la lletgesa ha estat relacionada amb la maldat, la bogeria i el perill, la bellesa sempre ho ha estat amb la bondat i per molt que Tolstoi tractés d’advertir-nos de que “impresiona la absoluta falsedad de que la belleza es bondad”, no ha pogut fer front al pes de la tradició platònica, que feia una analogia entre la bellesa carnal i l’espiritual, i que després seria part de la nostra herència judeocristiana.

Abans d’acabar amb aquest anàlisis de l’aspectisme, sí, ho han llegit bé, de la discriminació en torn la bellesa (o més aviat de la seva manca) en la mateixa línia que el racisme en torn la raça, el sexisme en torn el sexe i l’especisme arran l’espècie com ha difós el filòsof Peter Singer, caldrà ser honest perquè tot i que la majoria de persones diria que ja no es creu la ficció platònica, hi ha nombrosos estudis que conclouen que tant homes com dones guapos tenen facilitats per aconseguir parella, tenir més probabilitats de trobar clemència davant dels tribunals i obtenir ajuda dels desconeguts. Potser l’únic inconvenient és que els guapos també suporten la mala fama de tontets, però a grans trets, els comptes surten al seu favor. En tot cas, convé tenir present que els cànons de bellesa varien atès que és quelcom construït per la cultura o forjat per les preferències idiosincràtiques, així com l’estat econòmic, no debades es pot trobar una relació entre les preferències de cossos amb sobrepès en les societats o moments històrics de carència i, al contrari, de primesa en els d’abundància. El que ressalta, així mateix, l’aspecte físic com un signe de posició social i la permanent evolució del concepte de bellesa. Ara bé, també és veritat que algunes preferències estètiques es basen en una intuïció sobre la salut, com ara quan els homes prefereixen les dones amb una proporció determinada entre cintura i malucs (0,7-0,8), al considerar-les més aptes per la procreació. El que és curiós, però, és que en un món on homes i dones tracten d’evitar l’embaràs en la majoria de trobades sexuals, les preferències encara es regeixen per aquestes normes ancestrals.

És cert que molt sovint aquesta bellesa, la d’un rostre simètric, per exemple, és una sort o una desgràcia que no podem controlar deliberadament, però hi ha certs cànons estètics que es presten - o almenys així se’ns presenta - a la voluntat de l’individu, parlem de la mida del cos, de moment tan sols de l’amplada, doncs l’obsessió per l’alçada encara es considera fora del nostre abast, excepte estranyes excepcions que porten la cirurgia plàstica a aquests “extrems”. Encara que, per ser antropològicament rigorosa, a cas no és també excessiu sotmetre’s a una cirurgia per aprimar-se d’algunes zones (panxa, malucs, cul) i engreixar-se d’altres (pits)? No debades, tal com ressenya la psicòloga Nancy Etcoff (2000) en relació a l’obra de John E. Gedo (1983), fins fa relativament poc, moltes persones que volien sotmetre’s a la cirurgia estètica acabaven amb un diagnòstic psiquiàtric. Forçosament, però, caldrà considerar sans l’enorme número d’usuaris que, en aquests darrers vint anys s’han prestat a les arts plàstiques dins d’un quiròfan, altrament estaríem rodejats de malalts2. Gedo surt a la defensa al·legant que “no existeix tanta diferència entre la cirurgia estètica i l’alteració del caràcter per mitjà del psicoanàlisis; ambdues són temptatives de reformar la personalitat”.

Sense anar tan lluny, la majoria de gent s’esculpeix a base de dietes que aparenten ser més barates i menys agressives, encara que el negoci de les pautes alimentàries resulta molt lucratiu i no sempre exempt de riscos com s’ha vist amb les populars dietes proteiques. M’atreviria a dir que ha arribat un punt en que el menjar es veu tan sols com un obstacle per aconseguir el cos 10, ateses les temptacions a les que ens sotmet la indústria agroalimentària. No debades, si per una banda assistim al bombardeig en els mitjans de comunicació de la propaganda del cos perfecte (fraudulent) - doncs sovint té a darrere hores de maquillatges, per no esmentar el Photoshop -, també estem sotmesos a la publicitat de productes “alimentaris” ràpids, prefabricats, excessivament dolços i greixosos i que satisfan totes les necessitats de la societat capitalista i industrial, com molt bé diu Amado Millán (2000), però no les del nostre cos. Mentrestant, les verdures, les llegums i els cereals de tota la vida passen per les botigues sense grans campanyes de màrqueting, però té sentit perquè des que som “menjadors-consumidors” tan sols el que es bo per vendre és el que es bo per menjar 3 i així hem mitificat certs productes i denigrat altres dels que mai se’n parla perquè, afortunadament i de moment, no són propietat més que de la mateixa natura.

En tot cas, no em sembla agosarat afirmar que la naturalesa del cos humà no contempla l’obesitat com quelcom realment adaptatiu, a pesar de que l’acumulació de greixos tingui fins a cert punt certes avantatges evolutives. Els higienistes ja fa temps que afirmen que una ingesta de calories per sota de l’ideal és més favorable que una calòrica que es s’excedeixi, és a dir, el nostre cos és capaç de suportar millor la gana que la golafreria, però cal ser caut, doncs els estudis realitzats fins ara amb primats no són concloents, mentre que el Impact of the caloric restriction on health and survival in rhesus monkeys from the NIA study publicat a la revista Nature l’any passat afirma que “We report here that a CR regimen implemented in young and older age rhesus monkeys at the National Institute on Aging (NIA) has not improved survival outcomes”, en contrast, un estudi dut a terme al Wisconsin National Primate Research Center publicat a la revista Science el 2009 conclou que la restricció calòrica “reported improved survival associated with 30% CR initiated in adult rhesus monkeys (7–14 years)”. Tanmateix, en el que sí semblen estar d’acord és en que la dieta hipocalòrica és beneficiosa per la salut, així no augmenti la longevitat.

A l’altra banda del món, a Burkina Faso, per exemple, hi ha dones que semblen tenir més sort, doncs en comptes de tenir que restringir els petits plaers de la vida sensorial, s’afarten a fi de ser desitjades, tal com exposa Julia Navas al seu article La otra cara de la obesidad. ¿Enfermedad o canon estético? (2011). Per cert que són les dones les que normalment, aquí i arreu, pateixen més intensament els requeriments de la bellesa que els homes, els quals no han de passar pel filtre impositiu de l’estètica  - subtil però real - quan, per exemple, assisteixen a una entrevista laboral.

Una de les conclusions de tot plegat és que la demonització de la nostra societat en tant que dictadora de cànons estètics en detriment de la salut - física, però sobretot mental - no se sosté en veure que també altres cultures estan obsessionades amb els seus conceptes de bellesa, encara que difereixin uns quants centímetres. Estem més obsessionats ara que abans amb el nostre aspecte físic? No ho crec, només cal anar a revisar la història del Renaixement i les incòmodes cotilles o la tradició dels famosos peus de lotus, en declivi des de finals del segle XIX, però iniciada ja al segle X amb la Dinastia Tang. En qualsevol cas, la modernitat alimentària comporta unes contradiccions molt sorprenents, doncs com apunta Jesús Contreras, “reina una cacofonía dietética, una proliferación de discursos, muchas veces contradictorios, sobre nutrición, prescripciones, avisos, advertencias, solicitaciones atrayentes y sectarismos diversos”. Aquest caos propi de l’època hipertextual ens deixa orfes però també més lliures que mai, doncs com afirma Joan Campàs, ens obre - a vegades esquinçadorament -, a la multidimensionalitat de la realitat.

Ja per acabar, no sé què diria l’antropòleg Marvin Harris de tot plegat, ell que és un expert en explicar de forma utilitària tabús alimentaris com ara el de la vaca sagrada, el del porc entre els jueus i musulmans o l’antropofàgia. Com hem vist, és possible que darrera d’aquestes aparents absurditats estètiques hi hagi motius que convingui tenir presents. Tan de bo, però, la racionalització dels imperatius de bellesa no vagi acompanyada d’una obsessió encara més intensa, sinó, al contrari, d’una comprensió que ens permeti prendre les decisions que s’escaiguin conscientment.

miércoles, 19 de junio de 2013

Lo que nunca te contaron del tiempo y del dinero

Decía el filósofo y activista cristiano por la paz, Lanza del Vasto, que no entendía cómo podía ser que en las sociedades avanzadas tuviéramos tantas máquinas para ahorrarnos tiempo y en cambio fuéramos siempre mendigando minutos, mientras que en los pueblos tradicionales tuvieran todo el tiempo del mundo, a pesar de no disponer de calculadoras, coches o impresoras. Lo primero que pensamos para justificar tan paradójico efecto es que el ciudadano medio hace muchas más cosas a lo largo de un sólo día que el pueblerino del otro hemisferio. Sí, quizás ellos no salen corriendo del trabajo para ir al gimnasio y a clases de inglés y coger el coche para meterse en atascos, hacer cola en supermercados, llegar a casa para ingerir la dosis de televisión y planchar lavadoras atrasadas. Perdónenme, pero yo empiezo a dudar de que salga a cuenta ganar tiempo para llenarlo de otras cosas que siempre nos dejan con la sensación de que nuestros días son tan cortos como los del personaje del cuento del Principito, aquel farolero que tenía un segundo para encender o apagar el farol porque los días en su planeta duraban apenas un minuto. Por eso me temo que ni aunque nos mudáramos a Venus, uno de los planetas temporalmente más extraños, pues sus días son más largos que sus años, nos sentiríamos satisfechos.

No es que yo sea tecnófoba ni quiera hacer una apología utópica del ruralismo, pero me parece que revisada esta contradicción, sólo queda sospechar que el verdadero culpable de nuestra falta de tiempo es que no hemos entendido que no hace falta atiborrar todas nuestras horas de actividades que no sólo no nos hacen más sabios, sino tampoco más felices. Creo que como dice Tuaivii de Tiavea, un supuesto jefe samoano, los papalagi, los hombres blancos, no hemos entendido el tiempo: lo hemos fragmentado en unidades matemáticas y lo hemos metido en esferas cristalinas que llevamos atadas cual grilletes en la muñeca, sutil metáfora de la esclavitud que nos hemos impuesto, pero todavía no hemos aprendido lo más importante, que el tiempo más productivo es el del silencio y de la pausa, pues es el único que permite que todo aquello que emprendemos se asiente y se integre en nosotros mismos. De otro modo, nos convertimos en individuos estériles con millares de semillas viejas sembradas que nunca fructificaron porque nos les dejamos que enraizaran.

Todo esto nos lleva a otra de las paradojas más grandes de nuestra cultura y que conviene recordar precisamente ahora que hablamos de miseria sólo cuando nos falta, ¿Qué hay de la penuria de la opulencia? El hombre también es tan pobre como lo que le sobra, así lo expresa el doctor Jorge Carvajal o incluso el mismo Tuaivii cuando dice que los papalagi son pobres a causa de sus muchas cosas, por no citar a Dominique Lapierre, autor de La ciudad de la alegría, que ha hecho suyo el proverbio indio “Todo lo que no se da, se pierde”. Sigamos con el necesario esfuerzo para paliar la escasez y la precariedad que sufren las familias en estos tiempos, pero no lo hagamos para caer en la trampa de la pobreza por exceso. 

Publicado en el Diari de Terrassa el 13 de junio de 2013

lunes, 3 de junio de 2013

Nunca me gustaron las muñecas con pilas

Nunca me gustaron las muñecas con pilas. Recuerdo que la primera muñeca que pedí para Navidad fue escogida expresamente para que aguantara los embistes del uso y del tiempo: allí donde yo estuviera iba también ella, las fotos de mi infancia lo prueban. No concebía una muñeca que no funcionara cuando la necesitara, que pudiera morirse, por así decirlo, cuando se le acabara la batería. Claro que sabía que siempre podía reponer las pilas, pero en mi casa nunca se encontraban las suficientes cuando hacía falta y más de una vez tenías que robarle la pila al walkman para sustituir la del mando a distancia. Con estos precedentes, entenderán que no me arriesgara demasiado y optara por una muñeca con el cuerpo de trapo y la cara, las manitas y los pies de plástico. No me separé de ella en años, y hasta cuando mi madre la ponía en la lavadora me quedaba mirando como daba vueltas en el tambor. Reconozco que lo pasaba mal durante el centrifugado y en alguna ocasión a punto estuve de interrumpir el programa.
 
Con el tiempo mi muñeca se quedó en el armario, yo que le juré que nunca me olvidaría de ella, hubo un día en que salí de casa sin su compañía y así continué hasta hoy, cuando el único peluche con el que duermo, es mi marido. Se hace extraño pensar en aquellas cosas, personas incluso, que un día formaron parte indisoluble de nosotros y que ahora sólo son recuerdos que a veces se me antojan de otra vida. Durante un tiempo también me pareció normal vivir en una casa con mosquiteras en vez de cristales en las ventanas, comer fufu con las manos o ser constantemente manoseada por niños que tocaban mi cabellera salvaje como si fuera un gran don de la naturaleza, yo que siempre me había quejado de lo imposible de amansarla.

Ahora me he vuelto a acostumbrar a otros detalles cotidianos sin los cuales me sentiría rara y no será hasta dentro de unos años cuando me de cuenta de que ellos vienen y van pero yo siempre me reconozco como la misma Sandra. Será porque la memoria es un pegamento perfecto que me hace considerarme un continuo coherente, aunque yo sepa que ha habido momentos en que la adhesión ha fallado y se han abierto algunas grietas entre la niña de 9 años adicta a los libros de Jostein Gaarder y la adolescente que probó el primer chupito de tequila, entre la veinteañera que pensó que nunca saldría de Matadepera y la que poco más tarde cogía el avión casi tanto como el autobús.

Aquí estoy hoy, cumpliendo sueños. De lo que no me separo ahora es del bolígrafo y de la Moleskine, como si poder explicar lo que me pasa le diera sentido, y hasta hacerlo público fuera necesario. Quién sabe si al otro lado de la pantalla hay una mujer que no se acuerda de que lo más importante es no dejarse nunca de lado, aunque las muñecas pasen, y las parejas se desvanezcan, y los paisajes cambien y hasta los ingredientes del plato tengan nombres que nunca antes hubieras comprado por lo difíciles de deletrear.

Que tú nunca te olvides, aún cuando te reinventes o precisamente porque te importas y sabes que no existirías de no ser porque creces. Si tu también eres una de esas personas a las que nunca les gustaron las muñecas con pilas, alégrate, también eres una de esas personas que aprecia la libertad y la autosuficiencia, que sabe que puede seguir funcionando porque no depende de una fuente de energía externa. Eso sí, conéctate contigo misma, de otro modo, te será imposible que te saquen risas aún cuando te aprieten con ternura la barriguita.

P.D. Releo el artículo unos días mas tarde, enfrascada como estoy también en la lectura del libro de Francesc Torralba Vida espiritual en la sociedad digital (lo confieso, leo montones de libros en paralelo) y me doy cuenta de que mi animadversión hacia las muñecas con pilas no es más que la traducción infantil de un anhelo por lo trascendente, lo infinito y lo eterno, por no decir un anhelo por lo sagrado y espiritual… Al final tendré que darle la razón a los niños que en mi clase me llamaban rara.

Artículo publicado en la plataforma digital de emprendeduría Reinventtv

jueves, 9 de mayo de 2013

Confieso que me río sola

Sólo una vez me he confesado delante de un sacerdote. Lo hice obligada porque en la escuela religiosa donde estudié de pequeña, se hacían misas de tanto en tanto y en una de ellas la confesión precedió la hostia, la de pan ácimo, no me mal interpreten, pues no llegaron a tanto mis pecados como para recibir un bofetón. Debía tener unos 12 años y aunque no recuerdo exactamente qué le expliqué al cura, no se me ha borrado la sensación de estar en la cola revisando si mis malas acciones eran dignas de ser reveladas. Creo que descarté no acabarme la comida del plato por considerarla demasiado ridícula, incluso para mí que era una de esas buenas estudiantes con gafas. Me imagino que al final le conté al cura vaguedades: no hacer siempre caso a los padres, hablar mal de alguna niña a sus espaldas, enfadarme con mi hermana y hasta no atender suficientemente a mi perro.

Después de esta experiencia, he oído muchas veces la palabra pecado y siempre me ha parecido que se abusa de ella en las iglesias y que si hiciéramos un análisis lexicométrico estaría en las primeras posiciones del discurso, muy por delante de la fe o del amor. En cualquier caso hace poco que me reconcilié con el inquietante vocablo. Descubrí que la esencia del pecado no es la de desobedecer unas normas religiosas determinadas, sino la de hacer algo que va en contra de uno mismo. Esta última acepción le daba una interpretación totalmente distinta a las homilías, porque ahora ya no me parecía que luchar para abolir el pecado del mundo quisiera decir luchar para instaurar la tiranía de una moral determinada, sino luchar para no boicotear nuestro crecimiento personal, del que somos los únicos responsables. Aquí no hay 15M ni PAH que nos salve, porque nuestra evolución como seres espirituales encarnados no la impiden los bancos, ni la obstaculizan los políticos. Antes bien, nuestras reacciones ante sus comportamientos pueden ser indicadores de nuestro desarrollo, y si nos pinchan y sale ira de nuestras bocas y de nuestros ojos, y si nos pinchan y explotamos de cólera, no es porque ellos hayan inoculado un gas anti-risa, sino porque nosotros, que somos como un globo, nos habíamos inflado con veneno. Claro que estoy a favor de un cambio, pero sólo si se inicia con el de conciencia.

Si tuviera que confesarme hoy en día, no podría dejar de mencionar que me hago la dormida por las mañanas hasta que reconozco por los ruidos que mi marido ha acabado de lavar los platos de la cena. A eso añadiría, que me he descargado algún que otro libro por internet y que no siempre me ducho en menos minutos de los que debiera. Aún así, hay un pecado que espero no tener que confesar nunca, porque es el único que realmente atenta contra lo esencial de la vida. Borges, no sé si en un delirio literario o en un ataque de sinceridad fue uno de los mayores penitentes del mundo, así lo confesó en sus versos: “He cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer, no he sido feliz.” Qué triste que para la mayor perversión, no haya absolución posible, qué triste sobretodo porque Dios, con su magnánima benevolencia, podría llegar a perdonarte, pero ¿podrías hacerlo tú?

Publicado en el Diari de Terrassa el 9 de mayo de 2013