Tenía la intención de ponerse a escribir en serio cuando se quedara embarazada. Se imaginaba que los meses de buena esperanza serían también fértiles para la creación literaria y hasta pensaba que las nauseas le permitirían quedarse en casa sin sentirse juzgada por dejar de trabajar y dedicarse en exclusiva a su libro. Todos pensarían que se estaba sacrificando por su bebé, y aunque también fuera así, ella sabía que su buena disposición para renunciar a todo no residía exclusivamente en su instinto maternal, sino en que se le brindaba la oportunidad de ser la escritora a tiempo completo, liberada de obligaciones profesionales y hasta domésticas, pues desde que le comunicó a su marido que estaba en estado, el único esfuerzo que le permitía hacer era ir sola al baño.
Lo que no se había imaginado era que el embarazo es otras de esas situaciones mitificadas que no tiene nada que ver con lo que le habían contado ni tampoco con lo que ella había soñado de pequeña. Ni adquirió poderes mágicos, ni sus pechos se hincharon más que para llenar los huecos que siempre le quedaban en el sujetador. Tampoco poseía más energía que antes y por cierto hasta le dejó de parecer importante mantener la cocina recogida, por lo que las latas de olivas y las bolsas de patatas vacías se amontonaban en la encimera. También había vasos por todas las plataformas horizontales de la casa, desde la mesita de noche a la repisa de la calefacción, pasando por el reposabrazos del sofá y la librería del comedor. Su marido los recogía y lavaba pacientemente sin regañarla, a pesar de que cuando él llegaba no tenía más remedio que beber agua de un plato hondo, pues hasta las tazas del desayuno estaban esparcidas y sucias.
El embarazo resultó ser peor que una enfermedad, no tanto porque se sintiera terriblemente mal, como porque se sentía culpable de no estar sana como las demás mujeres barrigonas que pasean su nuevo centro de gravedad con holgura y cargan sus otros niños en la cadera. Por si fuera poco, abandonó el sano hábito de la lectura, así que su día corría paralelo a un proceso de hibernación tan avanzado que empezó a confundir la realidad con los sueños, de tantas horas que se pasaba durmiendo. Sólo cuando ya comenzaba a asumir que durante unos cuantos meses vería el cielo a través de una ventana, empezó a encontrarse mejor. Cierto que ya estaba rozando los últimos días de su primer trimestre y que los síntomas debían ir menguando, pero la verdadera razón de su mejoría se reveló por razones totalmente opuestas cuando la ecografía fotografió a un embrión de dos centímetros al que se le había parado el corazón hacía semanas.
De vuelta del hospital, escondió todo lo que le recordaba al hijo que todavía no había tenido pero que ya había dejado huella en su casa. Fue entonces cuando supo que había estado llorando sobretodo por las ilusiones que se había hecho: por tener que posponer decorar la habitación de un bebé, ahorrar para comprar pañales y repasar los cuentos infantiles que ya no recordaba con el mismo detalle que cuando con seis años se los contaba a sus muñecos. Fue también entonces cuando le dijo a su marido que quería llenar la terraza de geranios.
Dejar de estar embarazada sin haber dado a luz a ningún niño no había estado en sus planes, así que una semana después del aborto seguía con las mismas costumbres de antes. Trataba de levantarse para desayunar con su marido, pero en cuanto éste se iba, ella volvía a ponerse el pijama y se fundía con las sábanas. El cambio le llegó bruscamente, un día por la tarde cuando tras dos horas de siesta tuvo un sueño en el que trataba de despertarse y no lo conseguía. Después de mucho esfuerzo pudo abrir los ojos, salió corriendo de la habitación y se sentó en el sofá, delante del nuevo televisor. El reflejo de la pantalla oscura le devolvió una mujer con el pelo rizado.
Lo que no se había imaginado era que el embarazo es otras de esas situaciones mitificadas que no tiene nada que ver con lo que le habían contado ni tampoco con lo que ella había soñado de pequeña. Ni adquirió poderes mágicos, ni sus pechos se hincharon más que para llenar los huecos que siempre le quedaban en el sujetador. Tampoco poseía más energía que antes y por cierto hasta le dejó de parecer importante mantener la cocina recogida, por lo que las latas de olivas y las bolsas de patatas vacías se amontonaban en la encimera. También había vasos por todas las plataformas horizontales de la casa, desde la mesita de noche a la repisa de la calefacción, pasando por el reposabrazos del sofá y la librería del comedor. Su marido los recogía y lavaba pacientemente sin regañarla, a pesar de que cuando él llegaba no tenía más remedio que beber agua de un plato hondo, pues hasta las tazas del desayuno estaban esparcidas y sucias.
El embarazo resultó ser peor que una enfermedad, no tanto porque se sintiera terriblemente mal, como porque se sentía culpable de no estar sana como las demás mujeres barrigonas que pasean su nuevo centro de gravedad con holgura y cargan sus otros niños en la cadera. Por si fuera poco, abandonó el sano hábito de la lectura, así que su día corría paralelo a un proceso de hibernación tan avanzado que empezó a confundir la realidad con los sueños, de tantas horas que se pasaba durmiendo. Sólo cuando ya comenzaba a asumir que durante unos cuantos meses vería el cielo a través de una ventana, empezó a encontrarse mejor. Cierto que ya estaba rozando los últimos días de su primer trimestre y que los síntomas debían ir menguando, pero la verdadera razón de su mejoría se reveló por razones totalmente opuestas cuando la ecografía fotografió a un embrión de dos centímetros al que se le había parado el corazón hacía semanas.
De vuelta del hospital, escondió todo lo que le recordaba al hijo que todavía no había tenido pero que ya había dejado huella en su casa. Fue entonces cuando supo que había estado llorando sobretodo por las ilusiones que se había hecho: por tener que posponer decorar la habitación de un bebé, ahorrar para comprar pañales y repasar los cuentos infantiles que ya no recordaba con el mismo detalle que cuando con seis años se los contaba a sus muñecos. Fue también entonces cuando le dijo a su marido que quería llenar la terraza de geranios.
Dejar de estar embarazada sin haber dado a luz a ningún niño no había estado en sus planes, así que una semana después del aborto seguía con las mismas costumbres de antes. Trataba de levantarse para desayunar con su marido, pero en cuanto éste se iba, ella volvía a ponerse el pijama y se fundía con las sábanas. El cambio le llegó bruscamente, un día por la tarde cuando tras dos horas de siesta tuvo un sueño en el que trataba de despertarse y no lo conseguía. Después de mucho esfuerzo pudo abrir los ojos, salió corriendo de la habitación y se sentó en el sofá, delante del nuevo televisor. El reflejo de la pantalla oscura le devolvió una mujer con el pelo rizado.