martes, 24 de julio de 2018

Una barriga de 27 semanas

En la barriga de la mujer embarazada hay un niño que se va a llamar Armand, sus otros dos hijos aún no lo saben y por eso se le acercan sin ningún cuidado a apretar el ombligo como si fuera el botón de un timbre. Llorenç además golpea otras partes del vientre como si llamara a una puerta, no sin razón debe pensar que el timbre está averiado, pues nadie sale de esa pelota rota que no bota y que su madre lleva a todas partes.

Lo que la mujer embarazada sospecha es que no sólo vive Armand dentro de esa barriga descomunal, de hecho está casi convencida de que alguno de todos los objetos perdidos del universo (si no más de uno y de dos) se oculta también dentro de su tripa, sólo así se explicaría que estando de 27 semanas y habiéndole asegurado su ginecóloga que no lleva otra vez mellizos, el tamaño esté a la par que estaba a estas alturas de su embarazo gemelar. En sus ratos de insomnio juega a averiguar qué podría estar haciéndole compañía a su niño Armand. Se palpa la barriga, toca una cabecita, un culito, un puñito y luego algo raro que no cuadra con ninguna extremidad de bebé y entonces empieza su catálogo: podrían ser unas gafas de sol azules de niño de dos años -como las que perdió en Cadaqués hace un mes-, o no, de repente se inclina por pensar que podría ser un estuche lleno de subrayadores que una estudiante de tercero de medicina perdió de camino a la biblioteca en pleno periodo de exámenes o, qué va, todo apunta a que es la pancarta de un hombre despistado que se equivocó de manifestación, sí. Y así sigue hasta que por fin se duerme y sueña con que el día del parto alumbrará un paraguas azul con topos amarillos.


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