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martes, 28 de agosto de 2018

Tres espacios diferentes

Recuerdo de cuando era pequeña:

El fuet, la chistorra y el delantal estaban colgados detrás de la puerta, sobre el frutero con ruedas; la barra de pan en el primer cajón largo, entre el horno y la nevera; y el chocolate Dolca en el segundo cajón contiguo al fregadero, desde donde mi yaya me hacía pompas de jabón con las manos, mientras fregaba los platos con Mistol. Con ese mapa podía moverme por la cocina de casa de mis abuelos y sobrevivir meses enteros. Aunque dentro de ese cuadrado pequeño de azulejos color crema, muebles de conglomerado, fogones de gas y encimera de mármol marrón también se cocinaban canelones, bizcochos de yogur de limón y boquerones en vinagre al ritmo de la Tarara y otras canciones populares. De noche estaba iluminada por un fluorescente blanco sin gracia y de día por la luz que entraba a través de una ventana con visillos que daba a un patio lleno de macetas con rosales, margaritas y geranios y por el que, además, se accedía al lavabo. Nunca me pareció extraño que no estuviera dentro, sólo cuando muchos años más tarde, en un viaje a Perú con una amebiasis importante accedí a una vivienda con el inodoro fuera, junto al gallinero, me di cuenta de que mis abuelos vivían en una casa con un diseño arquitectónico tan humilde como aquella. 


Lugar tenebroso:

La sala de espera de urgencias de la unidad de ginecología del Hospital de Terrassa está semienterrada por doce plantas. Las paredes están alicatadas con unas baldosas marrones de los años setenta, hay restos de celo de cárteles arrancados y un póster de una marca de pañales en el que se ve un niño azulado y descolorido; el suelo es de terrazo rojizo, está mate y tiene manchas oscuras cerca de los zócalos; las sillas naranjas, de plástico duro, con chicles enganchados y pintarrajeadas con mensajes que oscilan entre lo soez y lo romántico, se sitúan en tres de las paredes. No hay puerta, sólo un marco de madera grande en la cuarta pared, agrietado y enmohecido. La luz proviene de unos paneles fluorescentes sucios, hay dos o tres tubos fundidos: el ambiente es mortecino y lo acrecienta el resplandor que el televisor refleja en la cara de las siete pacientes que me preceden. Huele a desinfectante o a medicamento, pero aún más a señor mayor enfermo con piel escamosa, boceras, sarro y caspa en los hombros. Temo oír los gritos de mujeres parturientas y bebés recién nacidos, pero me concentro en el ruido que hacen las gotas al golpear las diminutas ventanas rectangulares que tocan el techo, enfrente de mí. No quiero sentarme ahí a esperar a que me digan que, efectivamente, la hemorragia corresponde a un aborto diferido. 


Lugar totalmente imaginado:

El laboratorio cósmico de besos está en una canica gigante que aprovecha las estrellas fugaces para ir de una punta a otra del universo. Desde fuera parece una burbuja que refleja el entorno como un espejo y por eso muchos astrónomos lo confunden con un agujero negro. Por dentro es como una cocina a escala real, aunque de juguete: con una vitrocerámica que es una pegatina, un extractor de humos que sólo hace ruido y una nevera de plástico que no enfría (pero no importa porque allí sólo se elaboran besos frescos). En lugar de vasos, ensaladeras, tazas de café y cucharillas de postre, la alacena está llena de matraces, probetas, mecheros de Bunsen y peras de decantación. Sin gravedad, todos los muebles y electrodomésticos flotan a lo ancho y alto de la bola y hay besos insurrectos, de esos que en la Tierra llaman “cobras”, revoloteando en busca de piel como mariposas a la caza de néctar. Los ingredientes se guardan en cuatro cajitas metálicas que antes contuvieron té Twinings: una para el agua, otra para las materias grasas, una tercera para la sal y la última para los millones de gérmenes que componen un beso. El ambiente huele a algodón de azúcar y a manzana caramelizada y, de hecho, el laboratorio está iluminado igual que el carrusel del Tibidabo. De esta fábrica de cariño ha surgido el beso de Klimt, el de la Bella Durmiente, el de Robert Doisneau y, por error, también el de Judas.

(Este texto forma parte de un ejercicio de la Escuela de Escritores, en el que se nos pedía que describiéramos tres espacios diferentes, uno de los cuales debía ser un recuerdo de cuando éramos pequeños, otro un lugar tenebroso y, por último, un lugar totalmente imaginado.) 

martes, 21 de agosto de 2018

Bolsillos llenos de dinosaurios

Mi hijo tiene los bolsillos llenos de dinosaurios. Si se descuida le muerden. Ya ha perdido la primera falange del pulgar derecho y tiene la yema del anular izquierdo en carne viva, según él porque al Velociraptor le gusta hurgar en esa huella dactilar especialmente. Suerte que el bueno del Diplodocus le lame luego el estropicio con su enorme lengua blandita.

Mi hijo tiene los bolsillos llenos de dinosaurios desde su segundo cumpleaños, cuando le llovieron los animales extintos de la piñata. La mayoría aún lleva confeti adherido a sus espaldas y tiene heridas de bala de minipistolas de agua (pero no me preocupa demasiado porque con este sol de verano se curarán rápido). El Triceratops rosa está urdiendo su plan de fuga, ha perforado en un par de cabezazos el forro con el cuerno del hocico, el problema es que los dos cuernos de la frente se han topado con la celulosa del pañal y ahora temo por las pérdidas de orina.

Mi hijo tiene los bolsillos llenos de dinosaurios del Triásico, del Jurásico y del Cretácico. Conviven en ese diminuto trozo de tela oscuro desafiando los 160 millones de años que separaron a algunos. Toda la fauna del Mesozoico cabe en la palma de la mano de mi niño. Excepto cuando la abre y los pterosaurios intentan salir volando. Algunos lo consiguen. Hoy me he encontrado a un Eudimorphodon en el alféizar de la ventana del lavabo y a un ictiosaurio en la piscina. “Mantén en su sitio a tus mascotas o nos van a denunciar”, le he dicho luego al crío.

Mi hijo tiene los bolsillos llenos de dinosaurios. Tengo que acordarme antes de poner el pantalón en la lavadora. Es importante. No creo que sobrevivan a un programa intensivo de 40º con doble centrifugado.

martes, 14 de agosto de 2018

Cuento-cromos

Ella escribe historias que son como cromos, y yo los quiero coleccionar todos. Le he enviado una carta manuscrita a la autora para saber dónde venden el álbum oficial, quiero enganchar cada cuento en su lugar. En la librería de mi barrio -a punto del traspaso porque ya nadie lee diarios, ni compra revistas, ni se compra cien pesetas de chucherías-, no tienen ni idea de qué hablo cuando les pido si ya les han llegado los nuevos cuento-cromos. Leen en mi camiseta “Keep Calm and Read Murakami”, y piensan que soy un personaje salido de uno de los libros raros del japonés. Podría ser la mujer que desaparece de Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. Soy Kumiko, si usted así lo desea, pero quiero mi ración de historias-sorpresa, destripar con cuidado el sobre y con una mirada ágil y experta encontrar las que no tengo repetidas. Todavía busco un foro para intercambiar mis cromo-cuentos duplicados. Por triplicado sólo tengo un relato, pero me gusta tanto que he colgado dos copias en la pared de mi cuarto. Mi madre ya no sabe qué prefijo usar para describir mi sexualidad y está consultando a un prestigioso psicólogo argentino si es posible que a mí lo que en realidad me pongan sean las letras. ¿Leerlas o escribirlas? Le pregunta el terapeuta, y ella con el teléfono apoyado en el hombro y ambas manos llenas de jabón lavavajillas, me grita desde la cocina: Niña, ¿tu eres activa o pasiva?

lunes, 13 de agosto de 2018

Teletexto en el móvil

La señora de la sombrilla de al lado tiene teletexto en su móvil. Así se lo ha dicho a su amiga que quiere saber el número premiado de “los ciegos”: “eso te lo miro yo en el teletexto del móvil, Concha”. Ha sacado el teléfono de la inmensa bolsa de playa y le ha cantado la combinación: veintiocho-cero-ocho-siete. En todo ese rato yo he tratado de atisbar el misterioso telé-fono/visión; he girado la cabeza tanto como me ha permitido la anatomía humana -lástima, en estos momentos, no ser un búho- pero el reflejo del sol no me ha dejado distinguir si, efectivamente, había cuatro cuadrados de colores fosforescentes (rojo-verde-amarillo-cian) dividiendo la pantalla. 

He apostado con mi marido a que la mujer es una especie de anti-daltónica, impulsora del fenómeno fan de los unicornios, que en todo ve ya un halo arco iris. Él, erre que erre, que la señora es una X-Woman venida a menos y que los potentes rayos de energía que antiguamente emitía por los ojos se han deteriorado a causa de unas enormes cataratas. 

En fin, si alguien más conoce a la señora con el teletexto en el móvil, por favor, hagan RT, necesitamos encontrarla para resolver quién le hace el masaje en los pies al otro. Agradecemos, igualmente, cualquier otra aportación y si la búsqueda no resulta fructífera, daríamos por válido el resultado que sume más adhesiones: marque con su mando a distancia el 101 si vota por la opción de la yaya promotora de los caballos cornudos con el pelo policromo, o el 102 si apuesta por la anciana cegata que en otros tiempos fulminaba las empalagosas moscas del verano con una mirada.

viernes, 10 de agosto de 2018

En todas las casas se cuecen habas

El otro día me senté sobre una mano blanca y dura de sólo cuatro dedos. Asustada, salté del sofá para comprobar que mis niños no habían desmembrado a ningún vecino, pues aunque son expertos rompedores de cosas, tienen buen corazón y si en algún momento descuartizan un ser vivo, tendré, como buena madre, que justificarlos ante los que traten de inculparlos: algo habrá hecho el infeliz para merecer ser troceado y, desde luego, seguro que empezó primero. De momento puedo presumir de hijos con la conciencia limpia porque la mano blanca y dura de sólo cuatro dedos que intentó tocarme el trasero era la del Sr. Patata. El pobre tubérculo debía andar manco desde hacía días, con su manita derecha metida entre los cojines del sofá, y no es zurdo, así que imagínense qué ratos tan malos ha tenido que pasar sin poder atildarse el bigotón como es debido.

Pasan cosas muy extrañas en nuestra casa, como que la muñeca de Lorenzo cabalgue sobre un tiburón y Martín me pregunte si la lámpara de mimbre del porche tiene hambre: tendrían que ver como dirige su manita mullida hacia la luz encendida, cómo agarra con fuerza la cuchara de plástico rosa y en un gesto torpe que no logra salvar dos o tres legumbres del abismo dice: ¿am?. No, cariño, en nuestro mundo las lámparas no comen. Luego su padre añade: no tienen sistema digestivo, de hecho, no tienen ni boca, además no tienen dientes y podrían atragantarse y entonces, ¿cómo le practicaríamos la maniobra de Heimlich? ¡Si ni siquiera tienen zona abdominal! Todo eso se lo dice al hijo, in crescendo, en actitud sobresaltada.Y así sigue hasta que la madre lo mira y le dice que pare, que está liando al niño con esa clase de anatomía absurda y hasta él mismo está entrando en un círculo vicioso en el que no sé ni cómo ha sacado a relucir la historia de la invención de la electricidad, la productividad de las bombillas LED y que en casa tenemos prohibida la palabra “vímet” (mimbre en catalán), junto con otras que él mismo ha reconocido que no venían al caso.
Pasan cosas muy extrañas en nuestra casa, insisto, porque hoy 10 de agosto es San Lorenzo y eso que nuestro niño nació el 15 de agosto y todavía no ha obrado ningún milagro. En cualquier caso, ¡Felicidades Lorete!

La mujer-gallina

Érase una vez una mujer que ponía huevos. Su producción era más bien escasa pero qué otra mujer de carne y hueso había puesto tres pares de huevos en dos años y 35 días. Ninguna, porque hubiera salido en el telediarios y ella siempre tenía puesto el canal de noticias 24 horas. Ramona nunca se había hecho una tortilla con ninguno de ellos, aunque eso tampoco era decir mucho, porque a Ramona no le gustaba la tortilla, pero sí los huevos revueltos, mucho, los de desayuno de hotel especialmente. Y tampoco había roto uno sólo de los huevos para zamparse un plato mojando pan con mantequilla. A su marido era al único al que no sorprendía que su esposa fuera una mujer-gallina, pero le guardaba el secreto: y es que sabía que los huevos que había puesto la loca de Ramona eran sólo los testículos de sus tres hijos varones.

viernes, 27 de julio de 2018

Cosas que no me gustan I

1. Sentir que me he vuelto dura con los años.

2. Perder cosas. Sobre todo cuando mayormente las pierde mi marido.

3. Que los detergentes que anuncian que eliminan todas las manchas no sirvan para nuestra colada.

4. La expresión “sarna con gusto no pica”.

5. No saber qué responder cuando me preguntan a qué te dedicas, querer decir que soy escritora y no atreverme

6. Perder la paciencia con mis hijos, gritarles aquí no se grita, darle un manotazo al que ha pegado al otro. Sentirme fatal y pensar que todavía no me entienden cuando les pido perdón.

7. Las retransmisiones de futbol en la radio. Si además son en el coche me marean. Todavía recuerdo las náuseas mientras sonaba el Carrusel Deportivo cuando volvíamos los domingos por la tarde del camping. De esto hará más de veinte años.

8. Que la gente que me cae bien elogie al terapeuta pseudocientífico de turno.

9. Gastar dinero en ropa.

10. Organizar las vacaciones, aunque hago una excepción preparando cuidadosamente los libros que me acompañarán.

11. Que muchas de las canciones que más me gustan me pongan en un estado depresivo terrible. He tenido que dejar de escuchar a Ben Harper.

12. El olor de los vasos cuando los saco del lavavajillas: me huelen a huevo crudo.

13. Hablar por teléfono cuando no soy yo la que llama.

14. No ser constante con la aplicación de cremas exfoliantes e hidratantes.

15. Irme a dormir sin sueño para que no me cueste despertarme y que a la mañana siguiente constate que no ha servido de nada.

Cosas que me gustan III

1. Oler la piel de las patatas antes de lavarlas, tanto que casi sería más correcto decir que las esnifo. 

2. Que el café con leche me dure toda la mañana. Llevarme la taza por toda la casa. 

3. Viajar con muy poco equipaje, que casi todo lo necesario me quepa en una maleta de cabina que comparto con mi marido. 

4. Las lámparas con pantalla de tela plisada que se encienden tirando de una cadenita, como la que tenía mi yaya Pepi. 

5. Esperar los documentales de TV2 para empezar la siesta acunada por las sosegadas voces de los narradores. 

6. La ópera italiana. Me sé muchas arias de memoria y canto papeles tanto de hombre como de mujer. 

7. Ver correr a mis hijos por casa sólo vestidos con el pañal. 

8. Mis piernas cuando estoy embarazada. Sólo entonces no se ven como dos palillitos y puedo usar unas sandalias Birkenstock sin que parezca que llevo zapatones de plataforma. 

9. Los programas que repasan como era la televisión de mi infancia. Me recuerdan momentos casi olvidados, como las cenas en casa de mis abuelos mientras Carmen Sevilla daba el Telecupón. Ay, la ovejita. 

10. Imaginarme dentro de unos cuantos años haciendo el Camino de Santiago con nuestros hijos. 

11. El verso de Rafael Pérez Estrada: “Cree el ángel en su inocencia que hay hombres de la guarda.” 

12. Mi marido y su capacidad para llevar a cabo ideas absurdas, como la de anotar todas las veces que se encuentra mis pinzas de las cejas por la casa para, alcanzadas las 100, tener vía libre para comprarse un Playmobil XXL. 

13. La ropa de Meryl Streep interpretando a Karen Blixen en Memorias de África. 

14. La atmósfera que crean las novelas en las que se invita a una taza de té a cualquier hora. 

15. La Navidad, que en nuestra casa empieza en noviembre y acaba en febrero. Pienso en ella desde el verano.

miércoles, 25 de julio de 2018

Una mujer feliz

A la mujer de pelo liso que antes tenía el pelo rizado hace tiempo que le incomoda ser muy feliz sin poder exhibirlo. Ha aprendido no sabe cuándo ni sabe de quién a sentirse avergonzada de su felicidad. Por si a caso alguien la cree indigna, poco merecedora de su suerte y se ofende porque le parece que presume en momentos de crisis, duros para mucha gente. Lo cierto es que es verdad que ella ha hecho más bien poco para estar tan bien, su vida no ha sido dura, pero ¿tiene que vivir con culpa su fortuna? Eso le pone triste, pues además no sabe si la censura que se impone responde a un exceso de corrección o a falta de arrojo. 

Aparentar que ella es una mujer con una vida normal que sólo responde "bien” cuando le preguntan cómo le van las cosas, la tiene cohibida. Ella querría decir: estoy estupenda, no sólo no me puedo quejar sinó que me abruma no ser capaz de apreciar todo lo bueno que me rodea. ¿Saben? Me encanta poder dar una vuelta en bicicleta con mis hijos y mi marido cuando llega de trabajar a las siete de la tarde. Él conduce y nosotros vamos sentados delante. Es una cargobike eléctrica. La llamamos la Risas porque es de la marca alemana Riese & Muller y porque nos lo pasamos muy bien con ella. Y ¿saben qué más? Cuido de 16 geranios repartidos por casi todas las ventanas de nuestra casa y sé que la gente admira que los tengamos tan lozanos, se lo han dicho en el pueblo a mi madre. Ella también contaría, si pudiera, que estuvo cuatro años esperando a tener hijos y que después de dos abortos tuvo que someterse a una in vitro, pero que ahora está de repente embarazada y espera su tercer hijo y aunque no es una niña, podrá llamarse Armand, y eso compensará que no se pueda llamar Nora o Fiona. 

La mujer que es feliz a escondidas a veces usa Instagram para poner fotos de su chimenea, de su biblioteca, de sus niños en pañales, de sus fines de semana en caravana (con farolillos de colores en el toldo) y aunque inició el recorrido en esa red social para tener un historial de recuerdos para la posteridad (con tantos cambios de móvil y poco espacio en la tarjeta, tenerlos a buen recaudo en una nube le parece lo más sensato), ha aprendido a usarla también, como el resto de usuarios, para mostrar con orgullo un poco de su vida sin sentirse juzgada. 

Y todo porque no trabaja. Casi todo el mundo se lo echa en cara pero a sus espaldas. ¿Me entienden? Piensan qué bien vive sin hacer nada y si ella dice que sí, la toman como una privilegiada de la que no hay nada que admirar, y si ella dice que no, y protesta y replica que cuida a sus gemelos que todavía no tienen ni dos años y que su casa está limpia y ordenada y planea menús sanos y nunca falta papel higiénico en el lavabo, entonces también le dicen que igualmente, no es lo mismo que ir al trabajo, con un horario y un jefe. Por eso en cualquier caso ella hace ver que llama por teléfono cuando le preguntan a qué te dedicas. No le gusta decirse ama de casa, querría poder responder: soy una escritora en paro. Quizás así se compadecieran de ella y ella pudiera, de igual a igual, decir humildemente pero con entusiasmo que sigue siendo muy feliz.

martes, 24 de julio de 2018

Cosas que me gustan II

A mi me gusta pasar la mano abierta por las superfícies lisas y llanas llenas de polvo, si son convexas ahueco la mano para acoger en la palma la mayor superfície y si la cosa en cuestión es demasiado pequeña me confirmo con deslizar un dedo, normalmente el índice, por todos los ángulos posibles. Luego suelo limpiarme restregando la mano polvorienta en el costado del pantalón, que como suele ser tejano disimula bien eso y las otras manchas que llevo a cuestas, éstas sí, involuntarias, provocadas por mis gemelos salvajes. Ahora bien, tarde o temprano me lavo las manos con jabón olor a coco y si los sucios objetos de deseo son míos, voy a por una balleta impregnada con multiusos para acabar de lustrar, por ejemplo, los libros de tapa dura expuestos en la biblioteca, las estanterías de madera, las cajas de cartón que guardan ropa en el armario, los figuritas de Playmobil que invaden nuestra casa, los bordes del zócalo y los marcos de cuadros, fotos y puertas. Para el suelo del porche del jardín me conformo con barrer levantando el polvo, me gusta verlo a trasluz, recogerlo luego en montoncitos y mirar la pala con satisfacción. Por eso también examino con placer el depósito de nuestra Roomba y me peleo con quien haga falta para limpiar el filtro de la secadora, que se llena de unas partículas que al arrastrarse se convierten en un algodoncito gris y suave.

Una barriga de 27 semanas

En la barriga de la mujer embarazada hay un niño que se va a llamar Armand, sus otros dos hijos aún no lo saben y por eso se le acercan sin ningún cuidado a apretar el ombligo como si fuera el botón de un timbre. Llorenç además golpea otras partes del vientre como si llamara a una puerta, no sin razón debe pensar que el timbre está averiado, pues nadie sale de esa pelota rota que no bota y que su madre lleva a todas partes.

Lo que la mujer embarazada sospecha es que no sólo vive Armand dentro de esa barriga descomunal, de hecho está casi convencida de que alguno de todos los objetos perdidos del universo (si no más de uno y de dos) se oculta también dentro de su tripa, sólo así se explicaría que estando de 27 semanas y habiéndole asegurado su ginecóloga que no lleva otra vez mellizos, el tamaño esté a la par que estaba a estas alturas de su embarazo gemelar. En sus ratos de insomnio juega a averiguar qué podría estar haciéndole compañía a su niño Armand. Se palpa la barriga, toca una cabecita, un culito, un puñito y luego algo raro que no cuadra con ninguna extremidad de bebé y entonces empieza su catálogo: podrían ser unas gafas de sol azules de niño de dos años -como las que perdió en Cadaqués hace un mes-, o no, de repente se inclina por pensar que podría ser un estuche lleno de subrayadores que una estudiante de tercero de medicina perdió de camino a la biblioteca en pleno periodo de exámenes o, qué va, todo apunta a que es la pancarta de un hombre despistado que se equivocó de manifestación, sí. Y así sigue hasta que por fin se duerme y sueña con que el día del parto alumbrará un paraguas azul con topos amarillos.


viernes, 20 de julio de 2018

Un solo deseo

Si a punto de la extinción humana, en pleno colapso planetario, con lluvia ácida en el barreño del que bebo, un genio se me apareciera y me concediera un deseo, seguiría pidiéndole lo mismo que ahora, con dos niños que se pelean por tocar un carrusel de campanas musicales, a una agradable temperatura de verano, con agua potable en el grifo (hace ya más de un año que no compramos garrafas): por favor, por favor, yo quisiera poder escribir mientras leo.

martes, 17 de julio de 2018

Cosas que me gustan I

A mi me gusta estirarme en la alfombra de mi biblioteca y repasar con la vista todos los libros que me rodean. Están puestos por colores en estanterías de no más de 60 centímetros de alto. Cuando los ojos no son suficientes, las manos me alcanzan a sacar alguno de su nicho para resucitarlos en mi regazo, leyendo en voz alta alguna frase al azar. Luego me cuesta mucho devolverlos a su sitio, vivitos como se sienten después del aire fresco que se ha colado entre las páginas. Se revuelven de arriba abajo, los de tapa dura se atreven a chocar portada y contraportada, los que llevan punto de libro incorporado fustigan su tira de tela contra mi palma, los de bolsillo tratan de meterse en mis pantalones (pero como ahora son de premamá y la barriga de seis meses ya abulta, apenas queda espacio). Tras mucho esfuerzo los cierro prometiéndoles que los recomendaré a mis amigos. 

Desde donde escribo tengo delante los de lomo blanco, amarillo, naranja, rojo y verde. Detrás de mi están los negros, grises, azules y el resto de verdes, que se juntan con los otros de su mismo color en la esquina. Cuando la gente viene me pregunta si me los he leído todos. Esperan que les diga que sí y yo digo sí pero. Pero hay muchos que no, y esos son los mejores. Son los que convierten mi biblioteca en una librería de viejo, en la que hay que buscar pacientemente hasta encontrar un tesoro inadvertido durante años, pues aunque yo crea que llevo al día el catálogo de todos mis ejemplares, siempre me encuentro con alguna grata sorpresa, que preserva un tiempo más el presupuesto para las letras. Tanto he tirado de mi propio excedente libresco que he ahorrado para un curso de escritura. Qué emoción.

miércoles, 14 de febrero de 2018

Wiegenlied, op. 49, no. 4

Los escépticos la echaron de su grupo de Facebook por no presentar pruebas de su grandilocuente afirmación. La acusaron de charlatana y de otras muchas cosas propias de los mejores paladines de la pseudociencia. Fue bochornoso, pues además coincidió con el día del nacimiento de Darwin. Ella estaba convencida, si la habían expulsado era porque le tenían una envida enferma (no en vano, por entonces había una epidemia de gripe que había infectado mucha envidia sana).

Alexandrina no dejaba de decirle a todo el mundo que la canción de cuna de Brahms funcionaba. Después de casi 18 meses durmiendo gemelos a muy duras penas, hacía unas semanas que la siesta de la mañana, la siesta de la tarde y la hora de ir a dormir de por la noche era mecer y cantar. En media hora, tirando largo, los dos niños caían en un sueño profundo. Tan dormidos se quedaban que no hacía falta cerrar la puerta del salón: los ruidos que les llegaban no les provocaban ni un leve pestañeo. Desde entonces el padre de los niños vuelve a lavar los platos haciendo un ruido tremendo: tenedores que se chocan con las tazas, tapas de olla que se caen al suelo, aceiteras que se derraman…Hasta ahora Alexandrina lo regañaba con dureza, y no era para menos, porque esos estallidos, crujidos y chirridos solían despertar a los gemelos, que ya no se calmaban si no era en los brazos de la madre.

La Wiegenlied, op. 49, no. 4 cumple lo que promete, es una canción de cuna que funciona incluso si los niños duermen en el carricoche. Alexandrina la canta con una letra inventada y ya cuando se cansa, tararea hasta que los niños cierran los ojos. Entonces sigue el ritmo de la música con un ssssh, sssh, sssh, antes de irse hasta el sofá con el sigilo de un ninja (en eso ni ella ni su marido han perdido la costumbre). Por fin sentada come galletas de chocolate sin temor a que los niños desarrollen malos hábitos alimenticios.

domingo, 11 de febrero de 2018

Ensalada waldorf y sésamo caramelizado

Érase una vez una mujer que decía: “No sé cómo he podido vivir hasta ahora sin la ensalada waldorf y el sésamo caramelizado”. Y de verdad era un caso curioso porque la mujer ya tenía 33 años. Recuperaba el tiempo perdido inventando nuevas comidas durante el día y así, entre el desayuno, la media mañana, el vermut y el almuerzo picoteaba su ensalada con sésamo. También entre el almuerzo, la merienda y la cena atacaba el cuenco ya medio vacío de ensalada con sésamo. En una crisis de ansiedad un domingo especialmente frío, sacó todo lo que tenía en la alacena pensando en llenarla de nuevo al día siguiente exclusivamente de manzanas fuji, apio, nueces, mayonesa y sésamo caramelizado. Así lo hizo. Dos días más tarde, ya no quedaba nada. Así que decidió liberar más espacio para la próxima compra en el colmado. Se deshizo del horno, del lavavajillas, del microondas y del congelador, en los huecos que quedaron puso cajas que atiborró de manzanas fuji, apio, nueces, mayonesa y sésamo caramelizado. Pronto su cocina dejó de parecer normal. Hasta que descubrió una frutería que vendía los mangos a 2 euros el kilo y entonces empezó a decir “No sé como he podido vivir hasta ahora sin el mango” y otras estancias sucumbieron a la invasión de la fruta tropical. Además, le faltaban horas al día para comérselos, porque su obsesión por la ensalada waldorf y el sésamo caramelizado no había disminuido un ápice, así que le restó horas de sueño, primero a las noches de los fines de semana, y poco a poco también al resto de días. En la oscuridad de su casa, apenas iluminada por el fuego de la chimenea, comía un mango tras otro. 

En pocos meses, la mujer se volvió loca del todo. Sus vecinos ya no la saludaban cuando se cruzaban por la calle, empezó a deberle dinero al frutero y al tendero del colmado y ya casi no se cambiaba de ropa (de hecho, hacía tiempo que se había desecho también de la lavadora por motivos de espacio). Murió tres años más tarde, sola, con la dentadura gastada y el estómago aburrido. Dicen que la gente empezó a murmurar que se lo tenía bien merecido por negligente: todo el mundo, desde el principio, le había advertido de lo peligrosas que eran las sustancias adictivas que estaba consumiendo. Así que ya lo sabéis, niñas y niños, decid no a las drogas, a la ensalada waldorf, al sésamo caramelizado y al mango.

martes, 30 de enero de 2018

SPAM

Un día voy a meter en una habitación sin ventanas a todos los que me envían SPAM. Lo juro. Voy a empezar a construirla en el sótano de mi casa. Pequeña, que duerman bien juntitos. Y si siguen así ni inodoro les voy a poner, un agujero en el suelo y listo. Agua, la justa y pan, de molde y con corteza. Ahí se van a enterar. Me van a suplicar clemencia. Remitentes de correos electrónicos no deseados, amigos que me invitan a juegos en Facebook, contactos que saturan de cadenas los grupos de Whatsapp, quedáis avisados. ¿Lo oís? Soy yo montandóos las camas de Ikea en el zulo. Las más baratas, las que hay que atornillar de tanto en tanto. Y no lo haré. Esconderé la llave allen para que el día menos pensado la estructura ceda y acabéis en el suelo (¡PAM!). ¿Da miedo, eh? Parad. No me interesan vuestros cursos de autoayuda. ¿No véis lo feliz que soy en Instagram?

lunes, 29 de enero de 2018

La señora doña cuentacuentos

A la señora doña cuentacuentos se le escapaban las historias como se le escapaba el pis. Era muy mayor, como tres o cuatro veces la edad de un niño. Si se reía fuerte mojaba las bragas y un trocito de cuento se le salía del corazón. Lo del pis aún lo podía gestionar con ejercicios de Kegel diarios pero los derrames de relatos estaban fuera de su control. Todo el mundo veía el principio del cuento saliendo a presión del pecho: Érase una vez una sirena de estanque de jardín (PUM!) o Hace mucho mucho tiempo en un pueblo de piedra había un carpintero (PAM!) o Cuenta la leyenda que en las noches de luna llena los imanes de nevera (POM!). ¡Qué abochornada se sentía entonces la pobre señora! Recogía las palabras del suelo cómo podía y se iba andando con las frases arrebujadas en las manos. La gente se sorprendía tanto que no se atrevía a pedirle que, por favor, continuará la historia, que no la dejara en vilo ahora que había empezado. Hasta que un día un par de mellizos de diecisiete meses, que le habían hecho reír a carcajadas, vieron salir disparado como un muelle el inicio del que sería el cuento más bonito del mundo. Ese día la mujer tuvo que seguir contando y lo hizo sin vergüenza alguna, porque a los niños no les había parecido nada extraño que un buen cuento brotara desbocado de su teta. Lo que sin duda alguna no no entendieron fue que no le rezumara también leche como a su mama.

viernes, 26 de enero de 2018

Le huele el aliento

Al niño que vive en un nido le huele el aliento a marisco. Gamba congelada de pizza de marca blanca. Eso parece. Los mocos transparentes que le llegan hasta el arco de cupido no mejoran el aspecto del niño-pájaro. Al menos el pañal está limpio y no hay restos secos de comida enganchados en el pelo. Al niño que vive en un nido le gustaría ser un bebé normal, pero no puede. Porque tiene una madre escritora y un padre que de grande quiere ser bombero y un hermano gemelo diferente. Por eso.

En su primera cita

En su primera cita ella sacó un libro de Oliverio Girondo en el primer piso de butacas del Liceo. Leyó algunos poemas antes de que empezara una ópera que ahora no recuerda en absoluto. Hablaron de El lado oscuro del corazón. Con el tiempo sabría que a él también le apasionaban los trenes eléctricos de juguete. Ella cenó un crepe que llevaba carpaccio de ternera. Nueve años más tarde sigue estando el crepaccio Rosso en el menú y cuando ella lo lee y lo descarta y busca una opción vegetariana, todavía se acuerda de cómo él le hablaba en aquella primera cena de su pintor preferido. ¿Puso una cara de asombro muy desorbitada cuando mencionó a Pollock? Tampoco se acuerda, aunque le gusta pensar que fue diplomática. Sin duda debió de serlo o él no la hubiera invitado de nuevo. Hoy una reproducción del número 8 de Pollock preside la entrada de su casa. Ella no sabe volar, pero a él le molesta más que no quiera bucear, aunque le asegure que con un neopreno seco no tendría ni pizca de frío.

miércoles, 24 de enero de 2018

Motes

Ella los llamaba mi gordo-frito y mi flaco-hervido. Martín solía ser el frito y Lorenzo el hervido, aunque no era una regla inmutable, a veces Lorenzo era el gordo y Martín el flaco y ella entonces buscaba al feo-glaseado por la casa pero no lo encontraba. Por supuesto ni Martín ni Lorenzo estaban gordos, fritos o hervidos, aunque sí un poco flacos para los estándares de pediatras obesófilos. Miren qué jamoncitos tienen, les decía ella a los pediatras rechonchófilos, para a continuación enseñarle los muslitos de sus niños al desnudo, con su carne pellizcable y que efectivamente pellizcaba desde la rodilla hasta el culete. Los pediatras rollizófilos asentían con la cabeza diciendo sísísí todo junto y muy rápido para echarla de la consulta cuanto antes y pedir una orden de alejamiento.