Recuerdo de cuando era pequeña:
El fuet, la chistorra y el delantal estaban colgados detrás de la puerta, sobre el frutero con ruedas; la barra de pan en el primer cajón largo, entre el horno y la nevera; y el chocolate Dolca en el segundo cajón contiguo al fregadero, desde donde mi yaya me hacía pompas de jabón con las manos, mientras fregaba los platos con Mistol. Con ese mapa podía moverme por la cocina de casa de mis abuelos y sobrevivir meses enteros. Aunque dentro de ese cuadrado pequeño de azulejos color crema, muebles de conglomerado, fogones de gas y encimera de mármol marrón también se cocinaban canelones, bizcochos de yogur de limón y boquerones en vinagre al ritmo de la Tarara y otras canciones populares. De noche estaba iluminada por un fluorescente blanco sin gracia y de día por la luz que entraba a través de una ventana con visillos que daba a un patio lleno de macetas con rosales, margaritas y geranios y por el que, además, se accedía al lavabo. Nunca me pareció extraño que no estuviera dentro, sólo cuando muchos años más tarde, en un viaje a Perú con una amebiasis importante accedí a una vivienda con el inodoro fuera, junto al gallinero, me di cuenta de que mis abuelos vivían en una casa con un diseño arquitectónico tan humilde como aquella.
Lugar tenebroso:
La sala de espera de urgencias de la unidad de ginecología del Hospital de Terrassa está semienterrada por doce plantas. Las paredes están alicatadas con unas baldosas marrones de los años setenta, hay restos de celo de cárteles arrancados y un póster de una marca de pañales en el que se ve un niño azulado y descolorido; el suelo es de terrazo rojizo, está mate y tiene manchas oscuras cerca de los zócalos; las sillas naranjas, de plástico duro, con chicles enganchados y pintarrajeadas con mensajes que oscilan entre lo soez y lo romántico, se sitúan en tres de las paredes. No hay puerta, sólo un marco de madera grande en la cuarta pared, agrietado y enmohecido. La luz proviene de unos paneles fluorescentes sucios, hay dos o tres tubos fundidos: el ambiente es mortecino y lo acrecienta el resplandor que el televisor refleja en la cara de las siete pacientes que me preceden. Huele a desinfectante o a medicamento, pero aún más a señor mayor enfermo con piel escamosa, boceras, sarro y caspa en los hombros. Temo oír los gritos de mujeres parturientas y bebés recién nacidos, pero me concentro en el ruido que hacen las gotas al golpear las diminutas ventanas rectangulares que tocan el techo, enfrente de mí. No quiero sentarme ahí a esperar a que me digan que, efectivamente, la hemorragia corresponde a un aborto diferido.
Lugar totalmente imaginado:
El laboratorio cósmico de besos está en una canica gigante que aprovecha las estrellas fugaces para ir de una punta a otra del universo. Desde fuera parece una burbuja que refleja el entorno como un espejo y por eso muchos astrónomos lo confunden con un agujero negro. Por dentro es como una cocina a escala real, aunque de juguete: con una vitrocerámica que es una pegatina, un extractor de humos que sólo hace ruido y una nevera de plástico que no enfría (pero no importa porque allí sólo se elaboran besos frescos). En lugar de vasos, ensaladeras, tazas de café y cucharillas de postre, la alacena está llena de matraces, probetas, mecheros de Bunsen y peras de decantación. Sin gravedad, todos los muebles y electrodomésticos flotan a lo ancho y alto de la bola y hay besos insurrectos, de esos que en la Tierra llaman “cobras”, revoloteando en busca de piel como mariposas a la caza de néctar. Los ingredientes se guardan en cuatro cajitas metálicas que antes contuvieron té Twinings: una para el agua, otra para las materias grasas, una tercera para la sal y la última para los millones de gérmenes que componen un beso. El ambiente huele a algodón de azúcar y a manzana caramelizada y, de hecho, el laboratorio está iluminado igual que el carrusel del Tibidabo. De esta fábrica de cariño ha surgido el beso de Klimt, el de la Bella Durmiente, el de Robert Doisneau y, por error, también el de Judas.
(Este texto forma parte de un ejercicio de la Escuela de Escritores, en el que se nos pedía que describiéramos tres espacios diferentes, uno de los cuales debía ser un recuerdo de cuando éramos pequeños, otro un lugar tenebroso y, por último, un lugar totalmente imaginado.)