El mayor deseo de Silvano Rey es que sólo se vendan patatas con el sello de agricultura ecológica. Y naranjas, calabacines o sandías sin pepitas. Silvano Rey detesta los transgénicos y el glifosato, los aditivos y los monocultivos. Vive en un pisito sin calefacción, fabrica su propio chucrut, usa desodorante de piedra de alumbre y se gana la vida haciendo Reiki en una clínica veterinaria. La semana pasada curó a un periquito, a un gato atigrado y a una tortuga acuática. Tan agradecidos quedaron los animales que intercedieron para que Gaia le concediera su mayor anhelo. Es por eso que a la hora de la cena del lunes día 10 de septiembre la diosa aparece mientras él le da la vuelta a una hamburguesa de ternera Km 0. Silvano Rey piensa que sus meditaciones en ayunas por fin han obtenido respuesta y cuando Gaia le anuncia que le va a otorgar lo que le pida, no duda: que todo lo que él toque se convierta en su versión biológica pura, libre de fertilizantes, pesticidas, antibióticos y ADN foráneo. Gaia sonríe y mientras con una mano coge una oliva arbequina de la ensalada de Silvano, con la otra le roza el tercer ojo en un gesto que bendice cual Pantocrátor de Taüll; luego desaparece absorbida por el extractor de humos de la cocina.
Al día siguiente Silvano sale de casa eufórico en dirección al supermercado. Primero ensaya en la panadería con las barras de cuarto y viendo que adquieren un color de pan negro tradicional, se envalentona en la frutería. Más tarde se resarce a fondo con los vinos, los orejones y los dátiles, siempre tan apestados de sulfitos, y aprovecha la sección de ropa barata para comprobar que también al tocar las camisetas es capaz de convertir el algodón convencional en orgánico certificado. En el aparcamiento se atreve con un Subaru azul y, PLOF, en un instante surge un flamante Troncomóvil.
Silvano Rey es feliz desde la mañana de ese martes mágico hasta el viernes por la tarde cuando su poder se convierte en una maldición: sin querer ha tocado una de las figuras de su querida colección de Playmobil, en concreto, la del bombero a punto de salvar a un búho de la antorcha de un orgulloso Neandertal. De repente, el muñequito se convierte en un guijarro ligeramente antropomorfo. El grito que suelta Silvano Rey se oye en todo el barrio y con el eco de las nubes bajas de ese día de tormenta de verano, también en parte de la bóveda celeste. Gaia se da por aludida: otra vez es la culpable de que alguien haya incurrido en la falacia naturalista.
Silvano Rey se pasa el sábado entero con unos guantes de lana puestos para mantener el ordenador a salvo de convertirse en papiro. Navega tranquilo por internet, al poco, se desbarata su activismo: el estudio de las ratas de Seralini no es fiable, empieza a caerle bien el investigador JM Mulet, se entera de que la toxicidad del glifosato es más baja que la de la cafeína, de que la comida ecológica no es necesariamente más nutritiva, ni más segura ni más sostenible y, sobre todo, de que hace meses que apesta porque la piedra de alumbre tiene muy poca efectividad (lo que explicaría su patética vida amorosa). A disgusto, Gaia aparece ante Silvano, que le suplica que lo libere de su poder y lloriquea para que restaure su bombero de Playmobil: nunca hubiera dicho que amaba tanto el plástico. La diosa accede a retirarle el arma al ingenuo soldado hippie siempre y cuando ponga todos los objetos ecologizados bajo las ondas purificadoras del microondas.
Y así es como, después de una semana rara, el domingo a primera hora de la mañana, Silvano Rey pide por Amazon un Balay con grill esperando, primero, que todas las piezas del Troncomóvil quepan y, segundo, que sea capaz de ensamblar un Subaru.
(Este texto forma parte de un ejercicio de la Escuela de Escritores, en el que se nos pedía que reescribiéramos un cuento infantil ambientándolo en nuestra época y buscando situaciones semejantes)