lunes, 31 de agosto de 2015

Mabel, la mujer fantástica III

Continuación de Mabel, la mujer fantástica II

Harry Dombrowski se había despertado ese día con dolor de cabeza, le pasaba siempre que tomaba una copa de más, y había perdido la cuenta de cuántas copas de más había tomado la noche anterior, aunque estuvieran justificadas dado el resultado de sus experimentos. Recordaba que se había ido a celebrar el éxito al Noche de Sonrisas, que le había contado el motivo de su alegría a algún parroquiano y también que por la cara que habían puesto no le habían creído en absoluto, pero ya tendría tiempo de demostrar que él no era ningún mentiroso, sólo un poco lunático y muy perseverante con sus excéntricas ideas. Finalmente había conseguido imprimir a su personaje preferido en algo más que palabras en papel, en mucho más, en todo un hombre, con su pelo, su piel, sus órganos, sus extremidades y hasta su ropa y zapatos. 

Cuando lo tuvo delante, Harry no sabía cuál sería el siguiente paso, pero tampoco Jambo no le dio mucho tiempo para pensarlo porque tomó la iniciativa saludando a su escritor en suahili y disculpándose porque tenía que ir urgentemente al baño, de hecho, le recriminó a Harry que en todas sus novelas no hubiera encontrado el momento de permitirle satisfacer sus necesidades fisiológicas. Ciertamente Harry no había pensado en eso, había dado de comer a Jambo toda clase de manjares, lo había situado en comidas y cenas con otros personajes, pero nunca había considerado elegante hablar sobre sus evacuaciones. Al volver del baño, Harry pensó en explicarle quién era, por qué estaba allí y, en definitiva, ponerle en situación para que no se sintiera fuera de lugar, pero parecía que Jambo ya lo sabía todo, como si al haber surgido de la mente del novelista tuviera un hilo conector con sus pensamientos respecto a él en todo momento. Harry, en cambio, no gozaba de esa clarividencia respecto al fruto de su propia imaginación, al contrario, su personaje se había convertido ya en una persona por derecho propio, un individuo plenamente emancipado de su creador. A Harry eso le gustaba y le asustaba al mismo tiempo. Pensó que así debían sentirse los padres cuando sus hijos empezaban a mostrarse distintos de cuanto ellos les habían educado. Jambo estaba visiblemente cansado y antes de que Harry pudiera acribillarle a preguntas, se lo encontró durmiendo en el sofá. Decidió no despertarlo, pensó que tendría todo el tiempo del mundo para charlar con él y averiguar cómo era la vida dentro de uno de sus libros. Fue entonces cuando su excitación lo llevó al Noche de Sonrisas. 

Esa mañana, entre la resaca y la inverosimilitud de lo que le había ocurrido la noche anterior, Harry no tenía claro si había sido sólo un sueño, pero luego recapituló y exceptuando algunas lagunas de cosas que debieron ocurrir de madrugada, a su vuelta a casa, estaba perfectamente seguro de que todo había ocurrido de verdad y de que Jambo debía estar todavía durmiendo en el sofá. Lo buscó por toda la casa, pero sólo encontró sus zapatos junto a la alfombra del salón. Cuando vio que el espejo del lavabo estaba roto, Harry supo que la profecía era cierta.

En 1992 Harry se encontraba en Barcelona en busca de nuevas historias para sus novelas. Hacía un par de años que había publicado la última y se había quedado seco, como le pasaba siempre que sus novelas tenían éxito. Si la gente supiera que la presión del triunfo es mortífera, quizás trataría de elogiar con menos pasión a sus ídolos, más aún cuando se confía demasiado en que puedan complacer eternamente. Harry llegó a odiar a sus lectores, pues sentía que lo esclavizaban a sus inclinaciones, sojuzgando las suyas propias. Fue entonces cuando su agente literario le propuso viajar a Europa, y aprovechando que las Olimpiadas se celebraban en Barcelona y que él era un gran aficionado al hockey hierba, dejó Boston en el primer vuelo que encontró. Paseó por Barcelona y ya el segundo o tercer día empezaba a recuperar el ánimo. El 26 de julio cogió un taxi que lo llevó al Estadio Olímpico de Terrassa para ver la competición masculina de hockey sobre hierba. Todo ocurrió normalmente hasta que en el descanso de un partido, la vida de Harry cambiaría para siempre, entonces ya supo que lo que había visto lo transformaría, pero tardaría años en valorar realmente las consecuencias de lo sucedido. 

Mabel buscaba su asiento fijándose en los números de las filas de las gradas con tanta atención que estuvo a punto de caerse un par de veces. Llevaba un vestido azul turquesa de tirantes, el pelo recogido en un moño que se aguantaba con un lápiz y unas sandalias cangrejeras de color marrón. Harry no la vio cuando se sentó a su lado, pero su perfume hizo que se girara de inmediato. El Issey Miyake acababa de salir al mercado pero Mabel, que adoraba al diseñador, ya se había encargado de conseguirlo. Ella se había dado cuenta de que Harry la miraba y como en realidad no tenía ni idea de hockey sobre hierba y sólo había ido al partido para olvidarse un poco de su rutina diaria y de sus problemas, no tardó en tratar de entablar conversación con él, para lo que recurrió a sus gestos, tan pronto se percató de que el hombre era americano, no tanto por su idioma -porque a Mabel, recuerden, todo lo que no fuera el castellano le sonaba a chino-, como por la manera en que le sentaba la gorra. A partir de ahí, Harry dejó también de prestar atención a lo que pasaba en el campo, y se enfrascó en un diálogo mudo que fluía sin la menor dificultad. Así, Mabel le contó que era estudiante de Antropología, que le encantaba comer paraguayos, que si pudiera volver a nacer querría ser un pájaro -aunque tuviera que alimentarse de bichos y gusanos, puntualizó- y que viajaría siempre en tren si el tren fuera una bicicleta. Harry la miraba embobado, todo lo que decía le inspiraba millones de frases con que empezar nuevas historias, frases como “Pronto anochecería, pero en casa de Damián los crepes del desayuno empezaban a humear en la sartén” o “Estaba regando sus geranios cuando Rebeca que, como siempre, tenía frío, por fin entendió porqué algunos compañeros de clase la habían bautizado como Rerebeca”. Frases tontas y frases aprovechables, pero el torrente de palabras que su silenciosa musa había ocasionado en él, casi lo estaba ahogando, hasta que su salvador, Jambo, apareció en su mente: el chino negro que protagonizaría todas sus novelas por venir y que conseguiría materializar 23 años después en su casa de Nueva Inglaterra. 

Harry y Mabel se separarían esa misma tarde, sin haberse intercambiado teléfonos o correos. Nunca hubieran sabido nada más el uno del otro si la leyenda hubiera sido sólo un mito, pero la existencia real de Jambo confirmaba lo que el viejo librero de la calle siete, le había dicho a Harry cuando supo de las intenciones del escritor: “Cuidado, se dice que los verdaderos padres de los personajes de las historias no son sus escritores, sino las personas que los inspiran”. Harry escuchó la sentencia como una hipótesis poética y no le dio más importancia. Durante la larga preparación de su proyecto, volvió a encontrase con esta idea y también con la clave de la fuga de Jambo. Fue en un tratado medieval sobre brujería donde leyó sobre los espejos. Según el texto, todos los espejos estaban conectados, se podía viajar de un lugar a otro a través de ellos siempre que el que se reflejara delante no tuviera sombra. Harry pensó en su momento que era una idea preciosa pero imposible, todo objeto tridimensional proyecta sombras si tiene un punto de luz cercano. Menos su Jambo, que debía saberlo y se fue desesperado en busca de Mabel, como un hijo que pensándose huérfano toda la vida descubriera que su madre estaba viva. 

Con el tiempo Mabel se acostumbró a convivir con el chino negro y hasta aprendió algo de suahili gracias a la paciencia de Indiana, que los visitaba regularmente y apaciguaba el ambiente cuando por algún equívoco en la comunicación se enfadaban. Mabel se pasó medio año confundiendo el asante sana con el pole pole y el pobre Jambo, en vez de recibir un agradecimiento por sus pequeños servicios, obtenía órdenes que le exigían tranquilizarse. Así, cada vez hacía las cosas más lentamente y se dejaba los platos sin fregar, la casa sin barrer y los calcetines en el suelo, de tan pausado como quería mostrarse para complacer a Mabel. Tuvo que llegar el profesor para detectar el error y poner en su sitio a cada palabra. 

Mientras tanto, Mabel vivía ajena a su maternidad, pues Jambo pensó que explicárselo era tentar demasiado su espíritu escéptico.

Harry tardó tres años en encontrar a Mabel y lo hizo por casualidad, cuando en The New York Times vio una foto de la que sin duda era ella, ilustrando una noticia sobre los últimos carilloneros del mundo, que se reunirían en Nueva York ese fin de semana. No había vuelto a poner en marcha la impresora, temía que cada vez que diera vida a alguno de sus personajes, fueran absorbidos por el agujero negro del espejo. 

El 29 de agosto de 2015 Harry acudió al concierto de carillón que tenía lugar en la iglesia Riverside de Nueva York. Quedó maravillado con la actuación de Mabel. Estaba igual que la recordaba, con su moño recogido con un lápiz, vestida con un traje de noche negro muy elegante, sin joyas excepto unos pendientes de plata antigua pero con su mismo aire de princesa india. Esperó entre bastidores y cuando la tuvo delante, sin nadie más que pudiera escucharlo, le dijo en un español casi sin acento: “Soy el padre de tu hijo”. Entonces ella recordó al americano que conoció en las Olimpiadas del 92, en cómo se le iluminaba la cara cuando ella gesticulaba y supo que Jambo era el niño que tantos años había pedido que naciera de sus entrañas.

domingo, 30 de agosto de 2015

Mabel, la mujer fantástica II

Continuación de Mabel, la mujer fantástica I

De pequeña, Mabel se había imaginado un montón de veces que un monstruo salía de debajo de la cama para arrancarle cualquier extremidad que asomara fuera del colchón. Se podría decir que durante mucho tiempo se acostumbró a dormir en un perímetro invisiblemente vallado para su seguridad mental. Si alguna vez durante la noche se daba una vuelta para acomodar la postura, y si esa vuelta la llevaba al precipicio de la cama y con el sueño un brazo se resbalaba por las sedosas sábanas hasta el suelo, entonces se despertaba alertada, sabiendo que había dado al monstruo de debajo de la cama pistas suficientes para saber que encima de ella había una niña apetecible y asustada. Todo eso le llevó a dormir pegadita a la pared, tanto que a veces por la mañana, cuando su madre la despertaba, se la encontraba encajada entre el tabique y la cama, también a punto de caerse pero por un lado que, por algún extraño motivo, a la niña Mabel no le parecía peligroso. Así, prefería dormir en ese nidito que se hacía todas las noches, dejando el resto del colchón para su muñeca, que tenía la suerte de dormía a pierna suelta. La niña Mabel, además, tenía claro que había que dormir cubierta, idealmente por el edredón, pues eso reducía las posibilidades de ser atacada por otras amenazas nocturnas, como la que representaba el contacto con el aire oscuro de la habitación, que a su modo de ver podía estar cargado de otros monstruillos incorpóreos que se le podían adherir a la piel y chupar la sangre. Os podéis imaginar el susto que le daba rozarse con algo que no esperara. Por ejemplo, si por casualidad un globo de helio que tuviera atado a la cabecera de la cama -de esos que tras mucho insistir su padre le compraba en la feria- se estuviera desinflando, tanto que empezara a desplomarse, y en su caída tocara levemente la frente de Mabel, entonces también se despertaba sobresaltada y automáticamente tiraba de la colcha hasta taparse por completo. Más de una vez estuvo a punto de morir asfixiada, aunque ese riesgo real no fuera contemplado por la niña como un verdadero peligro, porque a su edad lo más normal era pensar que podías fallecer por la mordedura de un fantasma, el desmembramiento ocasionado por un monstruo o el envenenamiento causado por aceptar comida del hombre del saco, nada más. 

Todas esas precauciones la habían mantenido viva, pero nunca hasta entonces había pensado que los monstruos, o en este caso chinos negros, podían salir de los espejos. Tendría que empezar a revisar de cuántos otros lugares podían surgir hombres, mujeres, animales y otras bestias, no fuera el caso que un día, concentrada en sacar el polvo de la estantería de su habitación, se viera atacada por indios finlandeses o elefantes del Polo Norte aparecidos del hueco de los jarrones sin flores, o de los agujeros de las tomacorrientes de los enchufes.

El chino negro resultó ser un keniata de padre taiwanés que hablaba suahili. Se llamaba Jambo y le explicó su historia a través de un intérprete que Mabel localizó esa misma noche. No podía permitir que un extraño se quedara a dormir en su casa sin al menos saber su nombre para dirigirse a él y decirle que el termo no funcionaba muy bien, y que si quería ducharse por la mañana tendría que ser paciente con el agua caliente, que aunque tardaba en llegar, aparecía justo antes de que se empezaran a congelar los pies. Mabel se acordó que durante su paso por la facultad había tenido un profesor que los alumnos apodaron Indiana porque era igual que el héroe de las películas de aventuras, un naturalista y expedicionario fuera de horas lectivas que se pasaba medio año en el cuerno de África conviviendo con las últimas tribus de cazadores-recolectores. Mientras el chino negro se tomaba su te verde tranquilamente, como si no hubiera surgido de repente de un espejo en una casa de una calle de Terrassa, Mabel llamó a su antigua universidad para averiguar cómo contactar con el profesor Indiana. Seguía en activo, aunque no le podían facilitar su teléfono personal, pero sí una página web que el profesor mantenía y en la que publicaba fotografías y anécdotas de sus viajes. Allí encontró un teléfono móvil que no tardó en marcar, aunque no supiera exactamente qué le diría después de que el profesor Indiana descolgara, si Mabel tenía suerte y no estaba de viaje. No fue tan difícil, parecía como si al experimentado docente no le sorprendiera en absoluto la historia, como si ya hubiera visto tantas cosas después de recorrer medio mundo que ésa sólo fuera otra más. En cualquier caso, el profesor Indiana accedió a visitar a su vieja alumna de inmediato y la traducción de la conversación con Jambo dejó a Mabel con más preguntas que antes, cuando sólo tenia un chino negro sentado en su cocina, misteriosamente aparecido en su comedor y no un hombre que, además, decía ser fruto de la imaginación de un escritor llamado Harry Dombrowski, que se había gastado una fortuna en la compra de una impresora 3D último modelo, capaz de encarnar los personajes de sus cuentos, siempre que estuvieran descritos minuciosamente.

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jueves, 27 de agosto de 2015

Poemas para Tossa desde Ghana


Cuando venga
estoy decidida
a convertirme en sirena.
He perdido mucho tiempo
fuera de tus aguas,
ya casi no me mojo
más que con tu recuerdo,
hasta por las noches sueño
que me enamoro de un pez
que vive en la isla de las gaviotas. 

Cuando venga
estoy decidida
a construirme una mansión de arena,
 cerca del paseo,
no muy lejos de algún restaurante 
donde sirvan helados todo el tiempo. 
Ya sólo hay una dirección para la aguja 
de la brújula de mi corazón:
esa calle donde venden 
merengue recién hecho. 

___

Ni el tiempo ni el espacio
me han hecho olvidar
el color de la espuma de tu orilla. 
Ni estos días ni esta playa,
ni esta tierra, ni esta brisa
se interponen en mi recuerdo 
de tu arena olor a pino,
de tu luz en cada ola.
Por más que mire este mar,
no bravo como el tuyo,
más bien bruto y agresivo, 
por más que intente pensar 
que esta sal es tan blanca como la de tus rocas,
yo no puedo olvidar
que el agua de mi océano cabe en una bahía
del tamaño de un castillo,
yo no puedo conformarme más que con tu nombre, 
que tiene en mi cabeza
forma de caracola: 
Tossa.

Hasta África llega el eco 
de la magia de tu pueblo, 
hasta en África hay una mujer 
que suspira por tu cielo. 

___

Que se callen todas las palomas, 
que dejen de cantar todos los canarios, 
que se queden mudos los ruiseñores,
y se olviden de las palabras los papagayos. 
Que solo las gaviotas rompan en añicos
el silencio de la madrugada,
que solo las gaviotas destrocen
sin miramientos
los tímpanos de los bañistas.
Que ni las nubes se atrevan
a robarles trozos de cielo,
que ni el viento detenga
las acrobacias de su vuelo.

Cuando el sol está a punto
de bañarse en el horizonte 
entonces es cuando voy hasta el lugar oculto 
donde las gaviotas se burlan de mi espalda desnuda, 
donde las gaviotas presumen
de sus alas de bebé con plumas.
Allí yo sé que ellas han descubierto
que volar no sirve sólo
para irse al otro hemisferio
cuando empieza a ponérseles piel de gallina, 
que volar no es tan sólo
un medio de locomoción.
Allí yo comparto el secreto,
que ni los ornitólogos saben,
porque las gaviotas vuelan por placer,
las gaviotas vuelan por amor al arte. 

martes, 25 de agosto de 2015

Mabel, la mujer fantástica I

Mabel aguzó el oído. Estaba segura de que detrás del espejo alguien hablaba en chino. Después de escudriñar infructuosamente el reflejo en busca de alguna persona de ojos rasgados que no fuera ella -que no era china pero tenía ojos miopes y astigmáticos-, pegó la oreja al espejo y confirmó que allí detrás -o allí dentro, no estaba muy segura- había alguien que hablaba en chino. Hay que aclarar que a Mabel, de casi cincuenta años y que a duras penas aprendió cuatro frases de francés en la escuela, todos los idiomas que no fueran el suyo le sonaban a chino, así que podía estar oyendo alemán, inglés o incluso francés, pues hacía tanto tiempo que lo había olvidado que bien podría estar confundiéndolo con el mandarín. En cualquier caso, su ineptitud lingüística no la amedrentó y trató de comunicarse con el interlocutor a través de muecas y gestos. De hecho eso no se le daba nada mal, sobre todo después de haber practicado el fin de semana anterior en una maratoniana partida en la que le tocó representar con mímica a Clint Eastwood en El Gran Torino, a Elisabeth Taylor en La gata sobre el tejado de zinc, al supuesto Jesús de La vida de Brian y hasta a Frodo Bolsón. 

Tras quince minutos de conversación, Mabel empezó a reírse a carcajadas. El chino tenía gracia, todavía no entendía nada de lo que a duras penas le llegaba como una voz amortiguada, pero a cada gesto que ella hacía él respondía con alguna palabra distinta que a la mujer le recordaban los insultos catalanes del Capitán Haddock, hasta la entonación cuadraba con la que en su imaginación ponía el marinero cuando renegaba: “onicòrfor, pirata del cel, fil·loxera, extracte de cretí momificat!” Siguió así unos minutos más hasta que, al gesticular ella como si fuera un renacuajo metamorfoseándose en rana, le pareció oír su favorito, “croqueta de cuscús!”, y entonces ya no pudo más, empezó a llorar de la risa y tuvo que ir a buscar un trozo de papel higiénico para arreglarse el rimel que se había puesto esa mañana, poco antes de descubrir al involuntario tintinófilo escondido en el espejo. 

Mabel se sentó en la butaca orejera del salón para reponerse un poco y fue entonces cuando se dio cuenta de que con tanto alboroto estaba llegando tarde a trabajar, y por muy misterioso que hubiera sido su encuentro matutino tenía que irse corriendo si no quería que por primera vez desde el cinco de julio del 2000, los ciudadanos de Terrassa se quedaran sin la música del carillón que desde las diez de la mañana hasta las siete de la tarde tocaba los cuartos y las horas todos los días del año. Con un poco de pesar, dejó al chino en su cárcel de cristal, esperando que a la vuelta siguiera allí. Con lo que no contaba Mabel, era con encontrárselo en carne y hueso sirviéndose una taza de te verde, tranquilamente sentado en el taburete de la cocina y con que el chino, en realidad fuera negro. 

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