Continuación de Mabel, la mujer fantástica II
Harry Dombrowski se había despertado ese día con dolor de cabeza, le pasaba siempre que tomaba una copa de más, y había perdido la cuenta de cuántas copas de más había tomado la noche anterior, aunque estuvieran justificadas dado el resultado de sus experimentos. Recordaba que se había ido a celebrar el éxito al Noche de Sonrisas, que le había contado el motivo de su alegría a algún parroquiano y también que por la cara que habían puesto no le habían creído en absoluto, pero ya tendría tiempo de demostrar que él no era ningún mentiroso, sólo un poco lunático y muy perseverante con sus excéntricas ideas. Finalmente había conseguido imprimir a su personaje preferido en algo más que palabras en papel, en mucho más, en todo un hombre, con su pelo, su piel, sus órganos, sus extremidades y hasta su ropa y zapatos.
Harry Dombrowski se había despertado ese día con dolor de cabeza, le pasaba siempre que tomaba una copa de más, y había perdido la cuenta de cuántas copas de más había tomado la noche anterior, aunque estuvieran justificadas dado el resultado de sus experimentos. Recordaba que se había ido a celebrar el éxito al Noche de Sonrisas, que le había contado el motivo de su alegría a algún parroquiano y también que por la cara que habían puesto no le habían creído en absoluto, pero ya tendría tiempo de demostrar que él no era ningún mentiroso, sólo un poco lunático y muy perseverante con sus excéntricas ideas. Finalmente había conseguido imprimir a su personaje preferido en algo más que palabras en papel, en mucho más, en todo un hombre, con su pelo, su piel, sus órganos, sus extremidades y hasta su ropa y zapatos.
Cuando lo tuvo delante, Harry no sabía cuál sería el siguiente paso, pero tampoco Jambo no le dio mucho tiempo para pensarlo porque tomó la iniciativa saludando a su escritor en suahili y disculpándose porque tenía que ir urgentemente al baño, de hecho, le recriminó a Harry que en todas sus novelas no hubiera encontrado el momento de permitirle satisfacer sus necesidades fisiológicas. Ciertamente Harry no había pensado en eso, había dado de comer a Jambo toda clase de manjares, lo había situado en comidas y cenas con otros personajes, pero nunca había considerado elegante hablar sobre sus evacuaciones. Al volver del baño, Harry pensó en explicarle quién era, por qué estaba allí y, en definitiva, ponerle en situación para que no se sintiera fuera de lugar, pero parecía que Jambo ya lo sabía todo, como si al haber surgido de la mente del novelista tuviera un hilo conector con sus pensamientos respecto a él en todo momento. Harry, en cambio, no gozaba de esa clarividencia respecto al fruto de su propia imaginación, al contrario, su personaje se había convertido ya en una persona por derecho propio, un individuo plenamente emancipado de su creador. A Harry eso le gustaba y le asustaba al mismo tiempo. Pensó que así debían sentirse los padres cuando sus hijos empezaban a mostrarse distintos de cuanto ellos les habían educado. Jambo estaba visiblemente cansado y antes de que Harry pudiera acribillarle a preguntas, se lo encontró durmiendo en el sofá. Decidió no despertarlo, pensó que tendría todo el tiempo del mundo para charlar con él y averiguar cómo era la vida dentro de uno de sus libros. Fue entonces cuando su excitación lo llevó al Noche de Sonrisas.
Esa mañana, entre la resaca y la inverosimilitud de lo que le había ocurrido la noche anterior, Harry no tenía claro si había sido sólo un sueño, pero luego recapituló y exceptuando algunas lagunas de cosas que debieron ocurrir de madrugada, a su vuelta a casa, estaba perfectamente seguro de que todo había ocurrido de verdad y de que Jambo debía estar todavía durmiendo en el sofá. Lo buscó por toda la casa, pero sólo encontró sus zapatos junto a la alfombra del salón. Cuando vio que el espejo del lavabo estaba roto, Harry supo que la profecía era cierta.
En 1992 Harry se encontraba en Barcelona en busca de nuevas historias para sus novelas. Hacía un par de años que había publicado la última y se había quedado seco, como le pasaba siempre que sus novelas tenían éxito. Si la gente supiera que la presión del triunfo es mortífera, quizás trataría de elogiar con menos pasión a sus ídolos, más aún cuando se confía demasiado en que puedan complacer eternamente. Harry llegó a odiar a sus lectores, pues sentía que lo esclavizaban a sus inclinaciones, sojuzgando las suyas propias. Fue entonces cuando su agente literario le propuso viajar a Europa, y aprovechando que las Olimpiadas se celebraban en Barcelona y que él era un gran aficionado al hockey hierba, dejó Boston en el primer vuelo que encontró. Paseó por Barcelona y ya el segundo o tercer día empezaba a recuperar el ánimo. El 26 de julio cogió un taxi que lo llevó al Estadio Olímpico de Terrassa para ver la competición masculina de hockey sobre hierba. Todo ocurrió normalmente hasta que en el descanso de un partido, la vida de Harry cambiaría para siempre, entonces ya supo que lo que había visto lo transformaría, pero tardaría años en valorar realmente las consecuencias de lo sucedido.
Mabel buscaba su asiento fijándose en los números de las filas de las gradas con tanta atención que estuvo a punto de caerse un par de veces. Llevaba un vestido azul turquesa de tirantes, el pelo recogido en un moño que se aguantaba con un lápiz y unas sandalias cangrejeras de color marrón. Harry no la vio cuando se sentó a su lado, pero su perfume hizo que se girara de inmediato. El Issey Miyake acababa de salir al mercado pero Mabel, que adoraba al diseñador, ya se había encargado de conseguirlo. Ella se había dado cuenta de que Harry la miraba y como en realidad no tenía ni idea de hockey sobre hierba y sólo había ido al partido para olvidarse un poco de su rutina diaria y de sus problemas, no tardó en tratar de entablar conversación con él, para lo que recurrió a sus gestos, tan pronto se percató de que el hombre era americano, no tanto por su idioma -porque a Mabel, recuerden, todo lo que no fuera el castellano le sonaba a chino-, como por la manera en que le sentaba la gorra. A partir de ahí, Harry dejó también de prestar atención a lo que pasaba en el campo, y se enfrascó en un diálogo mudo que fluía sin la menor dificultad. Así, Mabel le contó que era estudiante de Antropología, que le encantaba comer paraguayos, que si pudiera volver a nacer querría ser un pájaro -aunque tuviera que alimentarse de bichos y gusanos, puntualizó- y que viajaría siempre en tren si el tren fuera una bicicleta. Harry la miraba embobado, todo lo que decía le inspiraba millones de frases con que empezar nuevas historias, frases como “Pronto anochecería, pero en casa de Damián los crepes del desayuno empezaban a humear en la sartén” o “Estaba regando sus geranios cuando Rebeca que, como siempre, tenía frío, por fin entendió porqué algunos compañeros de clase la habían bautizado como Rerebeca”. Frases tontas y frases aprovechables, pero el torrente de palabras que su silenciosa musa había ocasionado en él, casi lo estaba ahogando, hasta que su salvador, Jambo, apareció en su mente: el chino negro que protagonizaría todas sus novelas por venir y que conseguiría materializar 23 años después en su casa de Nueva Inglaterra.
Harry y Mabel se separarían esa misma tarde, sin haberse intercambiado teléfonos o correos. Nunca hubieran sabido nada más el uno del otro si la leyenda hubiera sido sólo un mito, pero la existencia real de Jambo confirmaba lo que el viejo librero de la calle siete, le había dicho a Harry cuando supo de las intenciones del escritor: “Cuidado, se dice que los verdaderos padres de los personajes de las historias no son sus escritores, sino las personas que los inspiran”. Harry escuchó la sentencia como una hipótesis poética y no le dio más importancia. Durante la larga preparación de su proyecto, volvió a encontrase con esta idea y también con la clave de la fuga de Jambo. Fue en un tratado medieval sobre brujería donde leyó sobre los espejos. Según el texto, todos los espejos estaban conectados, se podía viajar de un lugar a otro a través de ellos siempre que el que se reflejara delante no tuviera sombra. Harry pensó en su momento que era una idea preciosa pero imposible, todo objeto tridimensional proyecta sombras si tiene un punto de luz cercano. Menos su Jambo, que debía saberlo y se fue desesperado en busca de Mabel, como un hijo que pensándose huérfano toda la vida descubriera que su madre estaba viva.
Con el tiempo Mabel se acostumbró a convivir con el chino negro y hasta aprendió algo de suahili gracias a la paciencia de Indiana, que los visitaba regularmente y apaciguaba el ambiente cuando por algún equívoco en la comunicación se enfadaban. Mabel se pasó medio año confundiendo el asante sana con el pole pole y el pobre Jambo, en vez de recibir un agradecimiento por sus pequeños servicios, obtenía órdenes que le exigían tranquilizarse. Así, cada vez hacía las cosas más lentamente y se dejaba los platos sin fregar, la casa sin barrer y los calcetines en el suelo, de tan pausado como quería mostrarse para complacer a Mabel. Tuvo que llegar el profesor para detectar el error y poner en su sitio a cada palabra.
Mientras tanto, Mabel vivía ajena a su maternidad, pues Jambo pensó que explicárselo era tentar demasiado su espíritu escéptico.
Mientras tanto, Mabel vivía ajena a su maternidad, pues Jambo pensó que explicárselo era tentar demasiado su espíritu escéptico.
Harry tardó tres años en encontrar a Mabel y lo hizo por casualidad, cuando en The New York Times vio una foto de la que sin duda era ella, ilustrando una noticia sobre los últimos carilloneros del mundo, que se reunirían en Nueva York ese fin de semana. No había vuelto a poner en marcha la impresora, temía que cada vez que diera vida a alguno de sus personajes, fueran absorbidos por el agujero negro del espejo.
El 29 de agosto de 2015 Harry acudió al concierto de carillón que tenía lugar en la iglesia Riverside de Nueva York. Quedó maravillado con la actuación de Mabel. Estaba igual que la recordaba, con su moño recogido con un lápiz, vestida con un traje de noche negro muy elegante, sin joyas excepto unos pendientes de plata antigua pero con su mismo aire de princesa india. Esperó entre bastidores y cuando la tuvo delante, sin nadie más que pudiera escucharlo, le dijo en un español casi sin acento: “Soy el padre de tu hijo”. Entonces ella recordó al americano que conoció en las Olimpiadas del 92, en cómo se le iluminaba la cara cuando ella gesticulaba y supo que Jambo era el niño que tantos años había pedido que naciera de sus entrañas.