sábado, 28 de septiembre de 2013

Cuando estoy mal escribo, cuando estoy bien hablo

Cuando estoy mal escribo, cuando estoy bien hablo. A fin de que la preservación del equilibrio emocional no vaya en detrimento de mi vocación, debo aprender a conciliar ambas acciones que, por suerte, tienen bastante en común. Imagínense que en mis buenos momentos me diera por salir a hacer deporte de riesgo. Dudo de que en el arnés para el puenting pudiera llevar colgada una libreta y un boli, por no hablar del neopreno que se usa para el rafting o el barranquismo, pues aunque pudiera encontrar una buena funda para mis papeles, el agua me da tanta hambre, que no creo que escribiera más que de recetas y gastronomía. Llenaría páginas enteras con los platos que cocinaría al llegar a casa. De describirlos demasiado pormenorizadamente, correría el riesgo de manchar las hojas de baba y sólo porqué sé que el papel está compuesto sobretodo de celulosa – no digerible por el ser humano – me abstendría de darle bocados.

Ahora por ejemplo estoy muy bien. Sentada en una butaca orejera tapizada a cuadros, muy inglesa. Tengo los pies apoyados en una mesita de madera maciza, situada justo delante de una chimenea encendida. Suena música clásica – Mozart, creo - y aunque en la sala de al lado la televisión retransmite un partido de fútbol - el Barça, seguro - la voz de los locutores hoy no me irrita tanto como cuando de pequeña tenía que aguantarla todos los domingos por la tarde, durante el camino que nos llevaba del camping de vuelta a casa. Mi hermana y yo siempre pedíamos que cambiaran de emisora alegando que los comentaristas nos daban náuseas. Y no miento, tuve que reprimir muchas arcadas mientras el Carrusel Deportivo ensayaba cómo anunciar de diferentes maneras un gol. Nunca pensé que un monosílabo diera para tantas versiones: desde el Gooooool al Gol-gol-gol pasando por fluctuaciones tonales y variaciones más o menos afortunadas de las anteriores.

Como escritora, tengo mucha suerte de ser mujer, porque aunque empiece a escribir por sentir la indescriptible sensación – qué paradoja – que experimento cuando se me ocurre alguna frase ingeniosa surgida, normalmente, de algún tema banal que no me da para muchas líneas, puedo encadenarlo sin problemas con otro que, a los ojos de uno hombre no tiene nada que ver. Sé que mi marido vive asombrado de que mi madre, mi hermana y yo podamos saltar de una cuestión a otra a la velocidad del rayo, disertar largamente sobre algún detalle insignificante y relacionar cualquier asunto siempre, siempre, con cotilleos de amigos o parientes cercanos. La pericia en esta materia es tan profunda que incluso chismorrear de alguien que alguna de nosotras no conozca no presenta inconvenientes. Mi madre habla de los vecinos de un barrio del que nos marchamos cuando yo apenas tenía cinco años. Mi hermana habla de las madres de las amigas de mis sobrinas, como si yo realmente me acordara de ellas desde la última fiesta de cumpleaños. Yo les cuento cosas de mis compañeros de universidad que, para colmo, sólo conozco a través de un campus virtual. Ninguna de las tres intenta hacer grandes averiguaciones de la identidad de los aludidos, no nos hace falta para seguir la conversación a un ritmo que ningún hombre, insisto, resistiría nunca. Por eso me resulta tan fácil escribir sin saber previamente qué decir: sé que de perderme un poco por los vericuetos de algún tema peliagudo, siempre podré darle un giro y acabar enlazándolo con cualquier otro que domine más o, al menos, ir mareando la perdiz hasta llenar el tiempo del que suele disponer el lector habitual. Según la página de analíticas de mi blog, el tiempo medio que un internauta me dedica es un minuto. Por eso tengo que empezar a abreviar y hasta a despedirme, pero resulta que hoy la que tiene tiempo de sobras soy yo y hasta cuerda para rato, porque últimamente tengo el rádar del escritor conectado permanentemente y cualquier cosa que veo, leo, me pasa, me dicen u oigo sin permiso me sirve de material para la inspiración.

Esta mañana, por ejemplo, he leído un artículo sobre las bibliotecas del que se me han quedado grabadas dos frases, al menos en la fototeca del teléfono, porque he preferido retenerlas en un medio seguro. Desde que mi memoria confundió una canción de Sabina con una de Fito Paéz, he decidido que sólo puedo confiar en ella para temas sencillos como la lista de la compra y aún así algún día ha intentado colarme latas de atún en el supermercado. Si no fuera porqué soy una vegetariana convencida, habría caído en la trampa. Volviendo al tema (ven, lo que les decía…), me ha llamado la atención que “En Egipto se llamaban las bibliotecas el tesoro de los remedios del alma”, Jacques Beningne Bousset añade: “En efecto, curábase en ellas de la ignorancia, la más peligrosa de las enfermedades y el origen de todas las demás”. Por su parte, Borges creía que de existir un paraíso, sería algún tipo de biblioteca. No podría estar más de acuerdo con ellos. El partido de fútbol ha acabado y no sé el resultado porque en medio de la montaña nadie se pone a tirar petardos para celebrarlo, por suerte para mi perro que… no está aquí.

viernes, 20 de septiembre de 2013

Sé jugar a las damas

Decía el poeta persa Saadi que los idiotas tienen 100 veces menos ganas de encontrar un maestro que éste de encontrarse con ellos. Precisamente todo lo contrario del mito que sostiene que los sabios son unos antisociales. Yo no he conocido a muchos, la verdad. Siempre había pensado que es porque no quieren salir de su cueva (en los Himalayas, por supuesto) para dignarse a hablar con ignorantes que les podrían intoxicar con comentarios sobre programas como Mujeres y Hombres y Viceversa. Después de leer a Saadi ya no lo tengo tan claro, y hasta empiezo a sospechar que quizás he sido yo la que haya rehuido su presencia, no fuera a ser que revelaran que no soy tan lista como creo (ni mucho menos como cree mi padre).

Eso me ha pasado este verano, cuando se hizo manifiesta mi incapacidad para aprender a jugar al ajedrez. Después de intentarlo durante un par de tardes en las que, lo confieso, no rompí el tablero porque no era mío, decidí que ese juego no era divertido. Como ya imaginaba, el parchís es un juego mucho más interesante, no sólo porque las partidas que jugaba con mi abuela me consagran a un nivel casi experto, sino que de encontrarme con un jugador más avanzado, siempre podría alegar que el factor suerte no estuvo a mi favor. El ajedrez no es un juego de azar, así que la excusa no me sirve y aunque dice mi marido que él no es tan bueno como a mí me parece - lo que, de algún modo, justificaría mis derrotas - sé que esconde libros en los que se explican como hacer aperturas semiabiertas, defensas sicilianas y enroques largos. En cualquier caso, al final logré aprender a jugar a las damas y hasta gané alguna partida, evidentemente sin trampas.

No siempre resulta así de sencillo apreciar hasta qué punto somos nosotros mismos los que retrasamos y entorpecemos nuestro crecimiento (mientras culpamos a otros de nuestra ignorancia). A mí me ha costado algunos berrinches cuadriculados y un par de apuestas perdidas - que tendré que pagar lavando platos -, darme cuenta de que he renunciado durante mucho tiempo a arriesgarme a salir de mi zona de confort. No sé hasta dónde me llevará mi nueva aventura con lo desconocido, de lo que estoy segura es de que descubriré que yo no era quien pensaba, sino mucho más y quién sabe si hasta dejaré de ser disléxica con los números, aprenderé a tocar la guitarra, escribiré por fin un libro o seré capaz de mostrarme cariñosa en directo, sin poemas de por medio.

Todo ello sin olvidar dominar las aperturas semiabiertas, las defensas sicilianas y los enroques largos para ganar a mi marido, una partida tras otra, al maldito ajedrez.

jueves, 12 de septiembre de 2013

¿Está el mundo al revés?

Les contaré un secreto: no me gusta el verano. Sé que me arriesgo a un linchamiento público, pero si no fuera porque en julio es mi cumpleaños, estos meses de calor insoportable y de tiempo libre inacabable bien podrían eliminarse de mi calendario. Del mío al menos, no me meteré con los suyos. Y antes de que su mente siga juzgando mi extraña actitud, les diré que me gustan las vacaciones, aunque pienso que pierden pronto el interés, después de tantos días sin poderlas comparar con los días de trabajo. Por eso mismo me encantan los fines de semana, porque permiten el tiempo justo de descanso y ocio sin perder la perspectiva de los días laborables. Es esa polaridad lo que crea el atractivo y quien no diga que en algún momento sus vacaciones le han parecido demasiado largas miente o necesita urgentemente una reforma en su vida.

Pero el verano también está bien para leer sin descanso y hasta a lo loco, si se puede utilizar esa expresión para una afición más bien comedida. Yo también he caído en la fiebre de Joël Dicker, que por suerte no está tan mal visto como leer a Dan Brown, así que puedo decir abiertamente que es una novela que he disfrutado. Resulta curiosa esa sutil distinción entre autores y libros que o bien permiten al lector salir orgulloso de una librería o, al contrario, le conminan a forrar el libro con papel de diario y hasta a fingir que ha sido un regalo que se ha leído por compromiso. La cuestión sobre la buena escritura no es nueva y así como dicen que existe la telebasura, también se han inventado un homólogo literario. No estoy muy al día con la música, pero quizás también haya artistas y canciones que para algunos no sea más que bazofia. Todavía recuerdo cuando hará unos siete años mi profesor de guitarra me bajó cruelmente los humos: yo que empezaba a presumir de apreciar a Mozart, me entero de que comparado con Bach, el compositor de Don Giovanni quizás no fuera más que un músico comercial a expensas de los encargos de los ricos.  Hay quien cree incluso que su fama de niño prodigio fue sólo una estrategia paterna bien diseñada, casi como la de los niños Disney actuales.

En general la fórmula es la siguiente: tener el público a favor y la crítica en contra suele relegarte a la categoría de los escritores del populacho, mientras que poseer el apoyo de la crítica, a pesar - o precisamente - de no tener lectores te asciende a la de escritor de culto. Como en todo, hay excepciones a la norma, con la que por cierto no sé si estoy de acuerdo, sobretodo porque de aceptarla debería también admitir que la opinión popular está equivocada cuando elige. O peor aún, que los críticos están equivocados, ellos que son los constructores de la alta cultura a la que aspiro: de momento tengo la mitad ganada, porque de lectores tengo más bien pocos - excepto los segundos jueves de mes. Bromas a parte, quizás yo todavía sea muy ingenua, pero si las masivas y supuestamente erróneas decisiones en cuanto a cultura fueran análogas a nuestro nivel de conciencia global, dispondríamos de un patrón de diagnóstico general muy preciso y muy sombrío… Qué tontería, ¿No?

Artículo publicado en el Diario de Terrassa el 12 de septiembre de 2013

martes, 10 de septiembre de 2013

Diario mágico de un embarazo aplazado III

Tres días después de la infructuosa incursión en el mundo de Willie Wonka, la mujer del pelo rebelde tuvo una experiencia que le marcaría el resto de su vida. La biznieta que nunca conocería explicaría a sus amigos que había tenido una antepasada llamada Nora capaz de comunicarse con algunas plantas. Para entonces, el bonsai, la única planta superviviente de los desastrosos cuidados de la familia, ya se había quedado sordo, así que los intentos de la niña para demostrar que ella había heredado el don de su bisabuela nunca dieron resultado. Muchos años antes de que Valentina naciera, antes incluso de que se engendrara Gabriel, Nora sólo pensó que se estaba volviendo loca. De hecho, al principio creyó que los susurros de las plantas de su casa eran voces imaginarias, que ella no tardó en atribuir a su bebé fantasma. Los primeros meses sólo podía oír lo que le decía la planta más grande que había en su casa, un potos que prácticamente escondía la pared tras la cascada de ramas. Colgaba del mueble librería desde antes de que ella se mudara y a parte de alguna hoja que amarilleaba, parecía cuidarse sólo. Como las voces sólo eran audibles desde muy cerca, Nora cambió sus sospechas: ahora creía que eran los mismos libros los que trataban de decirle algo, pero como tampoco no pudo identificar ninguna de las frases que oía con los pasajes de los libros (se sabía muchos de memoria), empezó a pensar que eran los autores muertos los que trataban de comunicarle mensajes de ultratumba, quizás incluso manuscritos inacabados que ella tenía el deber y el honor de transcribir para el mundo. Hizo una lista de los escritores muertos, sus preferidos eran José Luís Sampedro y Rafael Pérez Estrada.

En marzo, empezó a hablar el ficus, seguido de la kalanchoe, los geranios de la terraza, el limonero y el olivo. El último que se unió a la verborrea fue el bonsai, que sería con quien Nora cogería más confianza. Teneré llegó un domingo a casa, había sido un capricho de su marido. Nora se oponía a todos los caprichos de Pablo por considerarlos demasiado extravagantes, un bonsai no era lo peor con lo que había tenido que lidiar y a pesar del rechazo inicial, tuvo que admitir que comprarlo había sido una buena idea. Todas las plantas de la casa tenían un nombre, pero Nora solía olvidarlo pocas semanas después del bautismo. Teneré no sufrió ese abandono onomástico porque ella misma fue quien escogió el nombre. Lo encontró después de leer un artículo sobre árboles famosos. Teneré había sido una acacia solitaria en medio del Sáhara, de hecho, era considerado el árbol más aislado de la Tierra: no existía ningún otro en 400 kilómetros a la redonda. Sus raíces alcanzaban los 36 metros de profundidad, donde acariciaban las aguas subterráneas de un pozo. Teneré también fue un punto de referencia para los viajantes de caravanas; era tan importante que fue el único árbol representado en mapas de pequeña escala. En 1973, un conductor libio borracho chocó contra él y lo mató. Los restos se llevaron al Museo Nacional de Níger y en su lugar se colocó una estructura metálica representando un árbol. A Nora la historia le pareció tan triste y tan absurda que decidió darle un nuevo sentido con la vida de su bonsai: el nuevo Teneré estaría libre de la soledad y de conductores incivilizados y sería por siempre mimado por Nora y Gabriel, que lo situaron en la mesa de la cocina para darle los buenos días cada mañana.

lunes, 9 de septiembre de 2013

Poema largo de una tarde de verano en Cadaqués

Existe una hipótesis según la cual los humanos podríamos tener orígenes marinos. Pensar que tengo algún ancestro sirena me resulta extraño. Yo que tirito sólo con sumergir la punta del dedo en la orilla de la playa, antes me creería que mi tatarabuelo homínido tuviera alas. No en vano, mis escápulas sobresalen tanto que hasta me parece que la única explicación razonable es que como el sacro respecto a la cola, estas curiosas partes de la espalda son los restos amputados de mis predecesores angélicos.

Comparadas estas posibilidades con la teoría de Darwin, admito que suenan inverosímiles, pero yo no las descartaría de plano, sobretodo después de que yo misma haya visto con mis propios ojos (pero con gafas, pues de otro modo no serviría de nada) cosas mucho más fantásticas: hace un par de años me quedé embarazada de unos poemas que resultaron ser huevos fritos y justo la semana pasada conocí a un hombre que aunque aparentaba ser plenamente normal, estaba obsesionado con pirámides y bombas, ambas cosas juntas e inseparables. Fantaseaba con construir pirámides para hacerlas estallar luego y como sabía que era un proyecto poco viable dada la crisis inmobiliaria, se contentaba con guardar los petardos del último San Juan para explotarlos dentro de los poliedros que construía en las clases de papiroflexia. Me gustó tanto su locura, que me casaré un diez de septiembre con él. Mañana, en mi mundo que va al revés, hará dos años.

viernes, 6 de septiembre de 2013

Diario mágico de un embarazo aplazado II

Hacía años que no tenía el pelo tan rizado, hasta se había olvidado de que hubo en tiempo en que no había cepillos apropiados para sus enredos y entonces lo único que hacía por las mañanas era pasarse los dedos con cuidado de no deshacerse los tirabuzones. Era la misma época en que descubrió que podía leer tres libros a la vez sin confundir a los personajes de historia. Esta última aptitud le duró hasta que topó con los libros de Gabriel García Márquez, no aptos para lecturas simultáneas. Había probado a leer Cien años de soledad en combinación con los apuntes de Anatomía de la facultad, pero en el examen final advirtió que no había sido una buena idea: el realismo mágico del colombiano le había afectado de tal manera que después de dibujar y nombrar correctamente los huesos y los músculos de la espalda, había añadido unas alas. El suspenso le hizo replantearse la carrera.

Había pasado una década, pero a ella esos días le parecían de antes de ayer. Reprimió mentalmente un “qué rápido pasa el tiempo” porque sabía que empezar a pensar eso era síntoma de vejez: los jóvenes no han vivido todavía lo suficiente para poder darse cuenta, y si a caso tienen alguna opinión formada sobre el tiempo no es precisamente sobre lo rápido que transcurre sino al contrario, sobre la pereza con la que se mueven los minutos que les separan de los besos de sus parejas, de las vacaciones y de las noches de fiesta. Cuando era todavía más pequeña que en la época de los rizos rebeldes, no sólo tenía el pelo liso sino que ni tan siquiera sabía lo que era un cuarto de hora. Lo descubrió cuando una tarde de verano en el camping, después de preguntarle a su madre cuánto faltaba para que abrieran el acceso a la piscina y de que ésta le dijera que 15 minutos, ella no pudiera entender si eso era mucho o poco. Su madre no supo qué contestar cuando ella le volvió a preguntar: ¿Cuanto son 15 minutos?, así que trató de averiguarlo comparándolo con otras tareas: ¿Es lo mismo que tardo yendo al colegio?, ¿Es más que  cuando espero a que la bañera se llene?, ¿Dura menos que un abrazo? Así pasó el primer cuarto de hora del que tuvo noción.

Más adelante le pasó lo mismo con el dinero. En sus juegos de supermercado de plástico vendía patatas a diez mil pesetas y manzanas a ocho. Prefería las monedas a los billetes porque le parecía que tenían más valor, al menos ocupaban más espacio en el cajón y se hacían notar con el ruidillo que creaban al chocarse entre ellas. No tardó demasiado en saber que con cien pesetas podía comprarse una bolsa grande de chucherías. Lo más caro que se atrevía a comprar entonces eran paquetes de Conguitos. Creo que nunca aspiró a tener más dinero que el que necesitaba para ver un capítulo de Oliver y Benji sin parar de chupar el chocolate de los cacahuetes.

Ahora con casi treinta años, en su cocina no había casi nada que contuviera azúcar. Por un instante pensó que esa podría haber sido la causa de su aborto: a qué niño le gustaría ir a una casa dónde el armario estuviera lleno de lo que hasta su abuela llamaba “comida de pájaro”. En contra de sus principios, salió a la calle y buscó un quiosco como el que frecuentaba a los cinco años. Compraría moras, ositos, tiras de regaliz rojas, nubes, dentaduras de vampiro, chicles de bola… Qué decepción cuando después de media hora de recorrer su barrio se dio cuenta de que, definitivamente, había pasado mucho tiempo entre su pelo liso y su nuevo pelo rizado: los quioscos, esas pequeñas construcciones de lata que antes te encontrabas en cada esquina, habían desaparecido del mapa.

lunes, 2 de septiembre de 2013

Diario mágico de un embarazo aplazado I

Tenía la intención de ponerse a escribir en serio cuando se quedara embarazada. Se imaginaba que los meses de buena esperanza serían también fértiles para la creación literaria y hasta pensaba que las nauseas le permitirían quedarse en casa sin sentirse juzgada por dejar de trabajar y dedicarse en exclusiva a su libro. Todos pensarían que se estaba sacrificando por su bebé, y aunque también fuera así, ella sabía que su buena disposición para renunciar a todo no residía exclusivamente en su instinto maternal, sino en que se le brindaba la oportunidad de ser la escritora a tiempo completo, liberada de obligaciones profesionales y hasta domésticas, pues desde que le comunicó a su marido que estaba en estado, el único esfuerzo que le permitía hacer era ir sola al baño.

Lo que no se había imaginado era que el embarazo es otras de esas situaciones mitificadas que no tiene nada que ver con lo que le habían contado ni tampoco con lo que ella había soñado de pequeña. Ni adquirió poderes mágicos, ni sus pechos se hincharon más que para llenar los huecos que siempre le quedaban en el sujetador. Tampoco poseía más energía que antes y por cierto hasta le dejó de parecer importante mantener la cocina recogida, por lo que las latas de olivas y las bolsas de patatas vacías se amontonaban en la encimera. También había vasos por todas las plataformas horizontales de la casa, desde la mesita de noche a la repisa de la calefacción, pasando por el reposabrazos del sofá y la librería del comedor. Su marido los recogía y lavaba pacientemente sin regañarla, a pesar de que cuando él llegaba no tenía más remedio que beber agua de un plato hondo, pues hasta las tazas del desayuno estaban esparcidas y sucias.

El embarazo resultó ser peor que una enfermedad, no tanto porque se sintiera terriblemente mal, como porque se sentía culpable de no estar sana como las demás mujeres barrigonas que pasean su nuevo centro de gravedad con holgura y cargan sus otros niños en la cadera. Por si fuera poco, abandonó el sano hábito de la lectura, así que su día corría paralelo a un proceso de hibernación tan avanzado que empezó a confundir la realidad con los sueños, de tantas horas que se pasaba durmiendo. Sólo cuando ya comenzaba a asumir que durante unos cuantos meses vería el cielo a través de una ventana, empezó a encontrarse mejor. Cierto que ya estaba rozando los últimos días de su primer trimestre y que los síntomas debían ir menguando, pero la verdadera razón de su mejoría se reveló por razones totalmente opuestas cuando la ecografía fotografió a un embrión de dos centímetros al que se le había parado el corazón hacía semanas.

De vuelta del hospital, escondió todo lo que le recordaba al hijo que todavía no había tenido pero que ya había dejado huella en su casa. Fue entonces cuando supo que había estado llorando sobretodo por las ilusiones que se había hecho: por tener que posponer decorar la habitación de un bebé, ahorrar para comprar pañales y repasar los cuentos infantiles que ya no recordaba con el mismo detalle que cuando con seis años se los contaba a sus muñecos. Fue también entonces cuando le dijo a su marido que quería llenar la terraza de geranios.

Dejar de estar embarazada sin haber dado a luz a ningún niño no había estado en sus planes, así que una semana después del aborto seguía con las mismas costumbres de antes. Trataba de levantarse para desayunar con su marido, pero en cuanto éste se iba, ella volvía a ponerse el pijama y se fundía con las sábanas. El cambio le llegó bruscamente, un día por la tarde cuando tras dos horas de siesta tuvo un sueño en el que trataba de despertarse y no lo conseguía. Después de mucho esfuerzo pudo abrir los ojos, salió corriendo de la habitación y se sentó en el sofá, delante del nuevo televisor. El reflejo de la pantalla oscura le devolvió una mujer con el pelo rizado.