viernes, 6 de septiembre de 2013

Diario mágico de un embarazo aplazado II

Hacía años que no tenía el pelo tan rizado, hasta se había olvidado de que hubo en tiempo en que no había cepillos apropiados para sus enredos y entonces lo único que hacía por las mañanas era pasarse los dedos con cuidado de no deshacerse los tirabuzones. Era la misma época en que descubrió que podía leer tres libros a la vez sin confundir a los personajes de historia. Esta última aptitud le duró hasta que topó con los libros de Gabriel García Márquez, no aptos para lecturas simultáneas. Había probado a leer Cien años de soledad en combinación con los apuntes de Anatomía de la facultad, pero en el examen final advirtió que no había sido una buena idea: el realismo mágico del colombiano le había afectado de tal manera que después de dibujar y nombrar correctamente los huesos y los músculos de la espalda, había añadido unas alas. El suspenso le hizo replantearse la carrera.

Había pasado una década, pero a ella esos días le parecían de antes de ayer. Reprimió mentalmente un “qué rápido pasa el tiempo” porque sabía que empezar a pensar eso era síntoma de vejez: los jóvenes no han vivido todavía lo suficiente para poder darse cuenta, y si a caso tienen alguna opinión formada sobre el tiempo no es precisamente sobre lo rápido que transcurre sino al contrario, sobre la pereza con la que se mueven los minutos que les separan de los besos de sus parejas, de las vacaciones y de las noches de fiesta. Cuando era todavía más pequeña que en la época de los rizos rebeldes, no sólo tenía el pelo liso sino que ni tan siquiera sabía lo que era un cuarto de hora. Lo descubrió cuando una tarde de verano en el camping, después de preguntarle a su madre cuánto faltaba para que abrieran el acceso a la piscina y de que ésta le dijera que 15 minutos, ella no pudiera entender si eso era mucho o poco. Su madre no supo qué contestar cuando ella le volvió a preguntar: ¿Cuanto son 15 minutos?, así que trató de averiguarlo comparándolo con otras tareas: ¿Es lo mismo que tardo yendo al colegio?, ¿Es más que  cuando espero a que la bañera se llene?, ¿Dura menos que un abrazo? Así pasó el primer cuarto de hora del que tuvo noción.

Más adelante le pasó lo mismo con el dinero. En sus juegos de supermercado de plástico vendía patatas a diez mil pesetas y manzanas a ocho. Prefería las monedas a los billetes porque le parecía que tenían más valor, al menos ocupaban más espacio en el cajón y se hacían notar con el ruidillo que creaban al chocarse entre ellas. No tardó demasiado en saber que con cien pesetas podía comprarse una bolsa grande de chucherías. Lo más caro que se atrevía a comprar entonces eran paquetes de Conguitos. Creo que nunca aspiró a tener más dinero que el que necesitaba para ver un capítulo de Oliver y Benji sin parar de chupar el chocolate de los cacahuetes.

Ahora con casi treinta años, en su cocina no había casi nada que contuviera azúcar. Por un instante pensó que esa podría haber sido la causa de su aborto: a qué niño le gustaría ir a una casa dónde el armario estuviera lleno de lo que hasta su abuela llamaba “comida de pájaro”. En contra de sus principios, salió a la calle y buscó un quiosco como el que frecuentaba a los cinco años. Compraría moras, ositos, tiras de regaliz rojas, nubes, dentaduras de vampiro, chicles de bola… Qué decepción cuando después de media hora de recorrer su barrio se dio cuenta de que, definitivamente, había pasado mucho tiempo entre su pelo liso y su nuevo pelo rizado: los quioscos, esas pequeñas construcciones de lata que antes te encontrabas en cada esquina, habían desaparecido del mapa.