lunes, 18 de agosto de 2014

Lecciones de Europa

Si la semana pasada les contaba las vicisitudes de leer en el coche, imagínense las que estoy pasando esta semana para escribir. Suerte que los renglones en el ordenador son automáticos, de otro modo me temo que estarían tan torcidos como los de Dios (léase Torcuato Luca de Tena). Por cierto que no sé si deba empezar a escribir la palabra dios en minúscula, tan grande ha sido el impacto de la lectura de Dawkins en mí. Además, las carreteras de Suiza predisponen al vagabundeo visual y me temo que estoy demasiado expuesta a la publicidad cuando me encuentro “reconociendo” las flores de los caramelos de Ricola en la hierba del arcén.

Pero antes del Lago Constanza y de Interlaken, hubo Munich y Dachau y de este último lugar sólo puedo evocar una media sonrisa cuando recuerdo la broma políticamente incorrecta de mi marido según la cual una biblioteca también es un campo de concentración. Fuera de esta gracia inofensiva, Dachau es aterrador, sobretodo cuando sabes que ni era el campo más grande ni tampoco estaba destinado al exterminio, aunque tuvieran que construir un segundo crematorio después de que el primero se quedara pequeño. Ciertamente no se sabe si la cámara de gas se utilizó para muertes masivas y hasta se dice que los nazis atribuyeron la construcción de la cámara a los americanos después de la liberación, de manera que aquéllos pudieran atenuar sus responsabilidades. Huelga decir que esta posibilidad está totalmente descartada.

Durante nuestra visita me di cuenta de que la mayoría de nosotros creaba una sinonimia injusta cuando para referirnos a los nazis simplemente decíamos “los alemanes”. Más de una vez me encontré corrigiéndome y al mismo sorprendiéndome de la facilidad con la que se asumen como generales comportamientos que sólo son propios de un colectivo determinado. Suele pasar sobretodo con la alteridad que no se conoce pero que el cerebro tiene la necesidad de etiquetar de forma simple y rápida. Confieso que me pasa cada vez que veo una mujer debajo de un burka o, mejor dicho, un burka encima de una mujer. Mi bagaje antropológico me dicta que las culturas deben respetarse pero me temo que esta lectura relativista es vencida por el peso de otros argumentos que quizás más inflexibles, me dicen que no hay cultura, ni religión, ni filosofía que deba tolerarse en detrimento de la dignidad humana. Creemos museos - y no reservas ni guetos - en los que podamos conocer qué fue un campo de concentración, que es la vida amish o la ablación sin que para ello nadie tenga que padecerlo y, mejor aún, extendamos la educación libre de miedos y comprometida realmente con la verdad para que nada de eso exista en el futuro, que lo convirtamos en algo tan extraño que ni tan siquiera pudiera existir en la imaginación de la gente.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 16 de agosto de 2014

Carretera y manta

Ahora que tengo 30 años puedo confesar que me gusta la ópera. Soy vieja y me temo que mis gustos musicales lo confirman, pero también estoy en Salzburg, de manera que paso desapercibida y hasta ayer en la ópera me atreví a cantar bajito, muy bajito, porque memorizar los librettos siempre me ha resultado fácil pero cantar bien nunca será lo mío y mi marido me lo recuerda día tras día cuando le canto el “Vedrai Carino”. Así que ayer en la cena, amenizada entre plato y plato por algunas arias y duetos, me comporté como una auténtica groupie de Mozart y si en algún momento casi me desmayo nadie pensó que fuera por tonterías típicas de la adolescencia, pues otra ventaja de tener 30 años es poder justificar que mis desvaríos son debidos al síndrome de Stendhal. No en vano, en 1817 Stendhal experimentó algo parecido en Florencia, después de visitar la Basílica de la Santa Cruz y  de ahí que a partir de 1979, y después de que haya habido muchos casos en la Galería de los Ufizzi, el síndrome también sea conocido como síndrome de Florencia  y se haya considerado que es un trastorno psicosomático que causa un elevado ritmo cardíaco, vértigo, confusión, temblor o desvanecimientos ante obras de arte, especialmente cuando son particularmente bellas o están expuestas en gran número. En todo caso, no parece que Stendhal pensara en la música como una posible causante de tanto malestar, así que o la psiquiatría lo actualiza o me pido bautizar el nuevo trastorno con mi nombre y apellidos.

Mi ruta veraniega sigue hasta Viena y sólo les diré que después de mil quinientos quilómetros haciendo de copiloto he descubierto que más vale pagar peajes que ir por carreteras secundarias: leer en ellas me marea. Pagamos con gusto los aproximadamente 129 euros que nos costó atravesar Francia mientras leía página tras página El espejismo de Dios, libro en el que Dawkins me intenta convencer de ser atea: no lo consigue, al contrario, ahora lo que creo es que él es Dios. Alterno mi nuevo libro sagrado con la biografía de Darwin y si hasta ahora no les había parecido una apóstata, asumo que después de lo que diré ya no hay lugar para mí en el cielo: creo que Darwin también es Dios. Si mis lecturas estivales siguen tan apasionantes no sé si en el próximo artículo tenga que admitir que mi politeísmo se expande. Por cierto que soy mala y chantajeo a mi marido: le digo que si se porta bien - lo que en el fondo sólo quiere decir que me deje entrar a todas las tiendas y museos que quiera - podrá coprotagonizar mi nuevo credo y que, junto con Dawkins y Darwin, formaría parte de mi personal tríada divina. Él está muy emocionado, dice que se pide el papel de paloma. Lo que me recuerda a mis sobrinas y su particular distribución de roles cuando juegan a las familias: una de ellas hace de perro.

Pero no se crean que sólo leo y recorro el duro camino del escéptico - ahora cuando veo una fuente en la que pedir un deseo, ya ni ganas me dan de tirar un sólo céntimo -, también pedaleo a orillas del Danubio hasta tener que refugiarme porque la lluvia no hace vacaciones. Cuando el año que viene vuelva a querer huir del calor de la Costa Brava, recuérdenme que el verano del 2014 lo pasé bajo un chubasquero. Pero no me quejo, sólo la Sacher sabe tan bien aquí como en Praga, y Praga está aún más lejos.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 9 de agosto de 2014

viernes, 1 de agosto de 2014

Alfabetización alimentaria

¿Juegas a la dieta rusa? No te arriesgues, que la bala, aunque lenta, llega y mata. Claro que aunque no lo hicieras, te ibas a morir igual, pero un poco más sabio y quizás un poco más viejo. Ya me gustaría decir que no, que una buena alimentación te hace inmortal y si entras al cementerio sólo es porque aterrizó encima de ti una maceta de geranios frondosos, grandes y rojos como los de los Patios de Córdoba, pero seamos francos: la dieta sólo evita que te mueras si lo que te pasa es que tienes hambre de meses, como la de los niños de Gambia a los que visité en junio, muchos de los cuales probablemente  sigan vivos hoy, 1 de agosto, después de haber recibido quilos y quilos de papillas.

Pero aún así, no juegues a la dieta rusa: no cargues tu cocina de consejos dietéticos que te pueden explotar en la cara o, con suerte, pasar desapercibidos para tu cuerpo, que orinará el exceso de vitaminas y minerales y se acostumbrará al gusto de batidos con sabor a chocolate del malo y a la monotonía de las dietas milagro, por cierto, que por el efecto que hacen creo que antes que el colectivo sanitario, deberían quejarse los eclesiásticos, a no ser que su silencio está confirmando que los milagros de Jesús y de los santos eran de la misma categoría y hasta producían efecto rebote...

Suelo tocar hueso cuando hablo sobre este tema, lo admito, y los únicos atentos a escucharme son los que vienen ya escarmentados de terapias con nombre propio - lo último en publicidad es que uno mismo se convierta en marca - que prometían adelgazarles o curarles y que, oh sorpresa, no lo han hecho. Yo no me conformo, pienso que todo el mundo merece una dieta mejor, no sólo los desafortunados que han tenido que aprender a la fuerza lo que es una caloría, cómo se cocina la quinoa y qué pautas hay que seguir para elaborar un menú equilibrado.

Si tú también eres uno de esos delgados como yo, o si eres uno de esos con estómago de hierro, o incluso si eres de los que creen que abrir latas es cocinar y piensas que la comida sólo sirve para tener una excusa para sentarte y mirar la tele, o con suerte relacionarte con tu familia, revélate, ¡tú también tienes derecho a saber alimentarte!

¿Imaginan que no supieran leer o sumar? Qué triste destino le espera a un pueblo iletrado y qué bien que en este país ya casi todo el mundo sepa quien fue Borges o quien es Richard Dawkins y Juan Luís Arsuaga y sepan por qué el trueno suena antes que el relámpago. Ahora solo falta que nos alfabeticemos en cuanto a la alimentación y sepamos cual es el porcentaje diario de proteínas necesario, qué es un alimento funcional o si los transgénicos son peligrosos. De nuevo es cierto que pueden seguir comiendo sin pensar, pero entonces habrán desperdiciado uno de los medios más útiles y elementales de conquistar su libertad, su bienestar y de poner en práctica su compasión, por supuesto una manera de ejercer esto último es haciéndose vegetariano, la otra es la que propone Oscar Wilde: según él “Después de una buena cena se puede perdonar a cualquiera, incluso a los parientes”.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 1 de agosto de 2014