Ahora que tengo 30 años puedo confesar que me gusta la ópera. Soy vieja y me temo que mis gustos musicales lo confirman, pero también estoy en Salzburg, de manera que paso desapercibida y hasta ayer en la ópera me atreví a cantar bajito, muy bajito, porque memorizar los librettos siempre me ha resultado fácil pero cantar bien nunca será lo mío y mi marido me lo recuerda día tras día cuando le canto el “Vedrai Carino”. Así que ayer en la cena, amenizada entre plato y plato por algunas arias y duetos, me comporté como una auténtica groupie de Mozart y si en algún momento casi me desmayo nadie pensó que fuera por tonterías típicas de la adolescencia, pues otra ventaja de tener 30 años es poder justificar que mis desvaríos son debidos al síndrome de Stendhal. No en vano, en 1817 Stendhal experimentó algo parecido en Florencia, después de visitar la Basílica de la Santa Cruz y de ahí que a partir de 1979, y después de que haya habido muchos casos en la Galería de los Ufizzi, el síndrome también sea conocido como síndrome de Florencia y se haya considerado que es un trastorno psicosomático que causa un elevado ritmo cardíaco, vértigo, confusión, temblor o desvanecimientos ante obras de arte, especialmente cuando son particularmente bellas o están expuestas en gran número. En todo caso, no parece que Stendhal pensara en la música como una posible causante de tanto malestar, así que o la psiquiatría lo actualiza o me pido bautizar el nuevo trastorno con mi nombre y apellidos.
Mi ruta veraniega sigue hasta Viena y sólo les diré que después de mil quinientos quilómetros haciendo de copiloto he descubierto que más vale pagar peajes que ir por carreteras secundarias: leer en ellas me marea. Pagamos con gusto los aproximadamente 129 euros que nos costó atravesar Francia mientras leía página tras página El espejismo de Dios, libro en el que Dawkins me intenta convencer de ser atea: no lo consigue, al contrario, ahora lo que creo es que él es Dios. Alterno mi nuevo libro sagrado con la biografía de Darwin y si hasta ahora no les había parecido una apóstata, asumo que después de lo que diré ya no hay lugar para mí en el cielo: creo que Darwin también es Dios. Si mis lecturas estivales siguen tan apasionantes no sé si en el próximo artículo tenga que admitir que mi politeísmo se expande. Por cierto que soy mala y chantajeo a mi marido: le digo que si se porta bien - lo que en el fondo sólo quiere decir que me deje entrar a todas las tiendas y museos que quiera - podrá coprotagonizar mi nuevo credo y que, junto con Dawkins y Darwin, formaría parte de mi personal tríada divina. Él está muy emocionado, dice que se pide el papel de paloma. Lo que me recuerda a mis sobrinas y su particular distribución de roles cuando juegan a las familias: una de ellas hace de perro.
Pero no se crean que sólo leo y recorro el duro camino del escéptico - ahora cuando veo una fuente en la que pedir un deseo, ya ni ganas me dan de tirar un sólo céntimo -, también pedaleo a orillas del Danubio hasta tener que refugiarme porque la lluvia no hace vacaciones. Cuando el año que viene vuelva a querer huir del calor de la Costa Brava, recuérdenme que el verano del 2014 lo pasé bajo un chubasquero. Pero no me quejo, sólo la Sacher sabe tan bien aquí como en Praga, y Praga está aún más lejos.
Mi ruta veraniega sigue hasta Viena y sólo les diré que después de mil quinientos quilómetros haciendo de copiloto he descubierto que más vale pagar peajes que ir por carreteras secundarias: leer en ellas me marea. Pagamos con gusto los aproximadamente 129 euros que nos costó atravesar Francia mientras leía página tras página El espejismo de Dios, libro en el que Dawkins me intenta convencer de ser atea: no lo consigue, al contrario, ahora lo que creo es que él es Dios. Alterno mi nuevo libro sagrado con la biografía de Darwin y si hasta ahora no les había parecido una apóstata, asumo que después de lo que diré ya no hay lugar para mí en el cielo: creo que Darwin también es Dios. Si mis lecturas estivales siguen tan apasionantes no sé si en el próximo artículo tenga que admitir que mi politeísmo se expande. Por cierto que soy mala y chantajeo a mi marido: le digo que si se porta bien - lo que en el fondo sólo quiere decir que me deje entrar a todas las tiendas y museos que quiera - podrá coprotagonizar mi nuevo credo y que, junto con Dawkins y Darwin, formaría parte de mi personal tríada divina. Él está muy emocionado, dice que se pide el papel de paloma. Lo que me recuerda a mis sobrinas y su particular distribución de roles cuando juegan a las familias: una de ellas hace de perro.
Pero no se crean que sólo leo y recorro el duro camino del escéptico - ahora cuando veo una fuente en la que pedir un deseo, ya ni ganas me dan de tirar un sólo céntimo -, también pedaleo a orillas del Danubio hasta tener que refugiarme porque la lluvia no hace vacaciones. Cuando el año que viene vuelva a querer huir del calor de la Costa Brava, recuérdenme que el verano del 2014 lo pasé bajo un chubasquero. Pero no me quejo, sólo la Sacher sabe tan bien aquí como en Praga, y Praga está aún más lejos.
Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 9 de agosto de 2014