Si la semana pasada les contaba las vicisitudes de leer en el coche, imagínense las que estoy pasando esta semana para escribir. Suerte que los renglones en el ordenador son automáticos, de otro modo me temo que estarían tan torcidos como los de Dios (léase Torcuato Luca de Tena). Por cierto que no sé si deba empezar a escribir la palabra dios en minúscula, tan grande ha sido el impacto de la lectura de Dawkins en mí. Además, las carreteras de Suiza predisponen al vagabundeo visual y me temo que estoy demasiado expuesta a la publicidad cuando me encuentro “reconociendo” las flores de los caramelos de Ricola en la hierba del arcén.
Pero antes del Lago Constanza y de Interlaken, hubo Munich y Dachau y de este último lugar sólo puedo evocar una media sonrisa cuando recuerdo la broma políticamente incorrecta de mi marido según la cual una biblioteca también es un campo de concentración. Fuera de esta gracia inofensiva, Dachau es aterrador, sobretodo cuando sabes que ni era el campo más grande ni tampoco estaba destinado al exterminio, aunque tuvieran que construir un segundo crematorio después de que el primero se quedara pequeño. Ciertamente no se sabe si la cámara de gas se utilizó para muertes masivas y hasta se dice que los nazis atribuyeron la construcción de la cámara a los americanos después de la liberación, de manera que aquéllos pudieran atenuar sus responsabilidades. Huelga decir que esta posibilidad está totalmente descartada.
Durante nuestra visita me di cuenta de que la mayoría de nosotros creaba una sinonimia injusta cuando para referirnos a los nazis simplemente decíamos “los alemanes”. Más de una vez me encontré corrigiéndome y al mismo sorprendiéndome de la facilidad con la que se asumen como generales comportamientos que sólo son propios de un colectivo determinado. Suele pasar sobretodo con la alteridad que no se conoce pero que el cerebro tiene la necesidad de etiquetar de forma simple y rápida. Confieso que me pasa cada vez que veo una mujer debajo de un burka o, mejor dicho, un burka encima de una mujer. Mi bagaje antropológico me dicta que las culturas deben respetarse pero me temo que esta lectura relativista es vencida por el peso de otros argumentos que quizás más inflexibles, me dicen que no hay cultura, ni religión, ni filosofía que deba tolerarse en detrimento de la dignidad humana. Creemos museos - y no reservas ni guetos - en los que podamos conocer qué fue un campo de concentración, que es la vida amish o la ablación sin que para ello nadie tenga que padecerlo y, mejor aún, extendamos la educación libre de miedos y comprometida realmente con la verdad para que nada de eso exista en el futuro, que lo convirtamos en algo tan extraño que ni tan siquiera pudiera existir en la imaginación de la gente.
Pero antes del Lago Constanza y de Interlaken, hubo Munich y Dachau y de este último lugar sólo puedo evocar una media sonrisa cuando recuerdo la broma políticamente incorrecta de mi marido según la cual una biblioteca también es un campo de concentración. Fuera de esta gracia inofensiva, Dachau es aterrador, sobretodo cuando sabes que ni era el campo más grande ni tampoco estaba destinado al exterminio, aunque tuvieran que construir un segundo crematorio después de que el primero se quedara pequeño. Ciertamente no se sabe si la cámara de gas se utilizó para muertes masivas y hasta se dice que los nazis atribuyeron la construcción de la cámara a los americanos después de la liberación, de manera que aquéllos pudieran atenuar sus responsabilidades. Huelga decir que esta posibilidad está totalmente descartada.
Durante nuestra visita me di cuenta de que la mayoría de nosotros creaba una sinonimia injusta cuando para referirnos a los nazis simplemente decíamos “los alemanes”. Más de una vez me encontré corrigiéndome y al mismo sorprendiéndome de la facilidad con la que se asumen como generales comportamientos que sólo son propios de un colectivo determinado. Suele pasar sobretodo con la alteridad que no se conoce pero que el cerebro tiene la necesidad de etiquetar de forma simple y rápida. Confieso que me pasa cada vez que veo una mujer debajo de un burka o, mejor dicho, un burka encima de una mujer. Mi bagaje antropológico me dicta que las culturas deben respetarse pero me temo que esta lectura relativista es vencida por el peso de otros argumentos que quizás más inflexibles, me dicen que no hay cultura, ni religión, ni filosofía que deba tolerarse en detrimento de la dignidad humana. Creemos museos - y no reservas ni guetos - en los que podamos conocer qué fue un campo de concentración, que es la vida amish o la ablación sin que para ello nadie tenga que padecerlo y, mejor aún, extendamos la educación libre de miedos y comprometida realmente con la verdad para que nada de eso exista en el futuro, que lo convirtamos en algo tan extraño que ni tan siquiera pudiera existir en la imaginación de la gente.
Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 16 de agosto de 2014