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miércoles, 15 de julio de 2020

Todo Sherlock Holmes

Cuando Don Pedro Román entra en las librerías siempre pide “Todo Sherlock Holmes”. “Todo Sherlock Holmes para llevar, por favor, que hoy no me puedo quedar a leerlo en la escalera de incendios”. O en el rellano que conduce al piso de la autoayuda, o en el váter sólo para personal autorizado; las versiones varían según el local pero hay que reconocer que su sinceridad es admirable. Sólo una vez en la vida* Don Pedro Román pidió un cuarto de Sherlock Holmes. “Creo que deben corresponder a unas 15 obras y si me las sirve por orden cronológico mejor, aunque puede ponerme La corbeta y El ritual de Musgrave después de Estudio en Escarlata.”. Los libreros ahora ya lo conocen y nunca se lo toman en serio, por eso le venden un paquete de 500 folios de 80 gr, le desean una feliz lectura y se despiden con un hasta mañana. Porque a la mañana siguiente está otra vez Don Pedro Román con su “Todo Sherlock Holmes” en tapa dura o en tapa blanda, en edición compacta o en fascículos y así el holmesiano va acumulando un buen stock de din-A4s que le darían para reescribir por sí mismo, con galeradas corregidas hasta la última coma, la obra completa de Conan Doyle. 

Si ahora se lo toman a broma es porque antes, cuando sólo les parecía un lector fetichista, Don Pedro Román aparecía por la librería a las pocas horas de la compra para devolverla, quejándose de que faltaba un caso y de que él no pensaba pagar por “Todo Sherlock Holmes” cuando le habían vendido un “Casi-Todo Sherlock Holmes”. Falta el caso del hombre amputado por su cortacésped, falta el caso de la família que murió -supuestamente- de risa después de ver un spin-off de Médico de Familia, falta el caso de la caja de hojalata que se convierte en la navaja con la que se asesina el cuarto gato de la vecina loca. Siempre faltaba un caso y siempre uno distinto. Siempre uno inventado. 

Don Pedro Román se cree John H. Watson, sí, pero no piensa usar el papel para escribir nada, porque él lo que quiere es adueñarse del canon holmesiano y quemarlo. Odia al detective-asesor que toca el violín para relajarse, odia a Moriarty - pero un poco menos, porque al final los enemigos de mis enemigos son mis amigos - y odia que todo el mundo piense que es un mentecato al que hay que dirigirse con un “Elemental, mi querido Watson”, antes de iniciar una perorata de sabiondo. Más aún cuando nunca Sherlock Holmes pronunció esa maldita frase.

*Por lo que he podido averiguar, fue un miércoles de mediados de julio y parece ser que Don Pedro Román sufría de una tendinitis en el codo que le impedía cargar peso. Creo que la tendinitis se la provocó una postura de yoga mal ejecutada, pero esto es una suposición que no puedo probar.

martes, 18 de septiembre de 2018

Escribir a partir del final

Siguiendo los consejos del fantasma, Fernando tira su bicicleta por un acantilado. Antes de hundirse en el mar, bajo la atenta mirada del faro del Cap de Creus, Fernando se da cuenta de que no ha quitado la pegatina que le regaló su hija para su 38 cumpleaños, apenas hace una semana, cuando él mismo se obsequió con la Brompton de seis marchas Black Edition. “La vida es como montar en bicicleta, si quieres mantener el equilibrio tienes que seguir avanzando”, eso decía la pegatina, qué ironía. Son casi las tres de la madrugada, corre una brisa cálida, calza unas sandalias Birkenstock y hay luna llena, así que el viaje de vuelta a Cadaqués andando podría ser hasta agradable… Si no fuera porque la “sábana de cuna con ínfulas”, como la llama Fernando, sigue a su lado. Antes de la bicicleta, Fernando ha tenido que deshacerse de su cuaderno Moleskine deshojándolo página a página. Fue una tortura porque mientras arrancaba cuidadosamente las hojas por el margen, le daba tiempo a leer notas y recuerdos, ahora destinados al olvido. También ha tenido que recoger, cocinar y comer caracoles, ver de un tirón la trilogía Qatsi sin dormirse o sustituir todos los tornillos y clavos que sujetan los cuadros, estanterías, marcos de fotos o lámparas de su casa por unos de color dorado. 

El sábado pasado Fernando se reía de las supersticiones. Decidió celebrar su cumpleaños entonces, pues pensó que sería más fácil reunir a la familia que el domingo de la semana siguiente, en plena operación salida de vacaciones de verano y, cierto, hizo caso omiso de las advertencias de su madre tales como: “no es bueno celebrar los aniversarios antes de que se cumplan” o “reutilizar las velas de años anteriores da mala suerte”. No habían pasado ni dos horas desde que se había comido la tarta cuando vio al fantasma sentado en el inodoro. Primero pensó que el cava le jugaba una mala pasada, pero cuando oyó la voz de pito de la sábana estampada con ositos rosas, tuvo claro que no estaba tan borracho: “Sabía que te encontraría aquí tarde o temprano, ese Cheesecake estaba pidiendo a gritos una cita con el excusado”. La conversación que siguió fue tan disparatada como pudiera serlo si se estuviera hablando con un fantasma destinado a castigar a los impacientes que festejan sus natalicios antes de tiempo, que era justamente el objetivo de ese Casper malvado. Si cumplía sus exigencias desaparecería el día de su cumpleaños a la hora exacta de su nacimiento, si se negaba, no podía garantizar que llegara a su próximo aniversario. En estos casos la muerte —le dijo la sábana que apestaba a pis de niño con enuresis nocturna— suele ser fulminante pero dolorosa. Y le puso algunos ejemplos que convencieron a Fernando de que estaba hablando con alguien que no era de este mundo: asfixiado por el beso de una ninfómana con halitosis, degollado por un pez-cuchillo-jamonero, atropellado por un cuco gigante fugado de un reloj de la Selva Negra o envenenado por la ingestión de chocolate 85% cacao de un universo opuesto al nuestro, en donde el amoniaco es como aquí la horchata. 

Desde luego, cuando el cruel espectro textil le pidió que se llevara su bicicleta nueva a Cadaqués ese fin de semana esperaba lo peor, asumía que la utilizaría para poner el broche final a su penitencia y ya se veía, agotado, paseando sobre las dos ruedas a la estatua de bronce de Dalí situada en el Paseo Marítimo; como mínimo el fantasma le pediría que la llevara hasta el Paraje Natural de Tudela. Por desgracia, lo que de verdad le “aconsejó” el fantasma está claro que fue mucho peor. Si lo hubiera sabido, piensa Fernando, me habría comprado una plegable del Decathlon. 

(Este texto forma parte de un ejercicio de la Escuela de Escritores, en el que se nos pedía que escribiéramos un relato a partir de un final que el lector ya conoce y fuéramos desgranando como hemos llegado hasta allí manteniendo la atención del lector. La frase inicial "Siguiendo los consejos del fantasma, Fernando tira su bicicleta por un acantilado" era una de las opciones con las que podíamos empezar el relato.) 



martes, 11 de septiembre de 2018

El mayor deseo de Silvano Rey

El mayor deseo de Silvano Rey es que sólo se vendan patatas con el sello de agricultura ecológica. Y naranjas, calabacines o sandías sin pepitas. Silvano Rey detesta los transgénicos y el glifosato, los aditivos y los monocultivos. Vive en un pisito sin calefacción, fabrica su propio chucrut, usa desodorante de piedra de alumbre y se gana la vida haciendo Reiki en una clínica veterinaria. La semana pasada curó a un periquito, a un gato atigrado y a una tortuga acuática. Tan agradecidos quedaron los animales que intercedieron para que Gaia le concediera su mayor anhelo. Es por eso que a la hora de la cena del lunes día 10 de septiembre la diosa aparece mientras él le da la vuelta a una hamburguesa de ternera Km 0. Silvano Rey piensa que sus meditaciones en ayunas por fin han obtenido respuesta y cuando Gaia le anuncia que le va a otorgar lo que le pida, no duda: que todo lo que él toque se convierta en su versión biológica pura, libre de fertilizantes, pesticidas, antibióticos y ADN foráneo. Gaia sonríe y mientras con una mano coge una oliva arbequina de la ensalada de Silvano, con la otra le roza el tercer ojo en un gesto que bendice cual Pantocrátor de Taüll; luego desaparece absorbida por el extractor de humos de la cocina. 

Al día siguiente Silvano sale de casa eufórico en dirección al supermercado. Primero ensaya en la panadería con las barras de cuarto y viendo que adquieren un color de pan negro tradicional, se envalentona en la frutería. Más tarde se resarce a fondo con los vinos, los orejones y los dátiles, siempre tan apestados de sulfitos, y aprovecha la sección de ropa barata para comprobar que también al tocar las camisetas es capaz de convertir el algodón convencional en orgánico certificado. En el aparcamiento se atreve con un Subaru azul y, PLOF, en un instante surge un flamante Troncomóvil. 

Silvano Rey es feliz desde la mañana de ese martes mágico hasta el viernes por la tarde cuando su poder se convierte en una maldición: sin querer ha tocado una de las figuras de su querida colección de Playmobil, en concreto, la del bombero a punto de salvar a un búho de la antorcha de un orgulloso Neandertal. De repente, el muñequito se convierte en un guijarro ligeramente antropomorfo. El grito que suelta Silvano Rey se oye en todo el barrio y con el eco de las nubes bajas de ese día de tormenta de verano, también en parte de la bóveda celeste. Gaia se da por aludida: otra vez es la culpable de que alguien haya incurrido en la falacia naturalista. 

Silvano Rey se pasa el sábado entero con unos guantes de lana puestos para mantener el ordenador a salvo de convertirse en papiro. Navega tranquilo por internet, al poco, se desbarata su activismo: el estudio de las ratas de Seralini no es fiable, empieza a caerle bien el investigador JM Mulet, se entera de que la toxicidad del glifosato es más baja que la de la cafeína, de que la comida ecológica no es necesariamente más nutritiva, ni más segura ni más sostenible y, sobre todo, de que hace meses que apesta porque la piedra de alumbre tiene muy poca efectividad (lo que explicaría su patética vida amorosa). A disgusto, Gaia aparece ante Silvano, que le suplica que lo libere de su poder y lloriquea para que restaure su bombero de Playmobil: nunca hubiera dicho que amaba tanto el plástico. La diosa accede a retirarle el arma al ingenuo soldado hippie siempre y cuando ponga todos los objetos ecologizados bajo las ondas purificadoras del microondas. 

Y así es como, después de una semana rara, el domingo a primera hora de la mañana, Silvano Rey pide por Amazon un Balay con grill esperando, primero, que todas las piezas del Troncomóvil quepan y, segundo, que sea capaz de ensamblar un Subaru.

(Este texto forma parte de un ejercicio de la Escuela de Escritores, en el que se nos pedía que reescribiéramos un cuento infantil ambientándolo en nuestra época y buscando situaciones semejantes) 

martes, 28 de agosto de 2018

Tres espacios diferentes

Recuerdo de cuando era pequeña:

El fuet, la chistorra y el delantal estaban colgados detrás de la puerta, sobre el frutero con ruedas; la barra de pan en el primer cajón largo, entre el horno y la nevera; y el chocolate Dolca en el segundo cajón contiguo al fregadero, desde donde mi yaya me hacía pompas de jabón con las manos, mientras fregaba los platos con Mistol. Con ese mapa podía moverme por la cocina de casa de mis abuelos y sobrevivir meses enteros. Aunque dentro de ese cuadrado pequeño de azulejos color crema, muebles de conglomerado, fogones de gas y encimera de mármol marrón también se cocinaban canelones, bizcochos de yogur de limón y boquerones en vinagre al ritmo de la Tarara y otras canciones populares. De noche estaba iluminada por un fluorescente blanco sin gracia y de día por la luz que entraba a través de una ventana con visillos que daba a un patio lleno de macetas con rosales, margaritas y geranios y por el que, además, se accedía al lavabo. Nunca me pareció extraño que no estuviera dentro, sólo cuando muchos años más tarde, en un viaje a Perú con una amebiasis importante accedí a una vivienda con el inodoro fuera, junto al gallinero, me di cuenta de que mis abuelos vivían en una casa con un diseño arquitectónico tan humilde como aquella. 


Lugar tenebroso:

La sala de espera de urgencias de la unidad de ginecología del Hospital de Terrassa está semienterrada por doce plantas. Las paredes están alicatadas con unas baldosas marrones de los años setenta, hay restos de celo de cárteles arrancados y un póster de una marca de pañales en el que se ve un niño azulado y descolorido; el suelo es de terrazo rojizo, está mate y tiene manchas oscuras cerca de los zócalos; las sillas naranjas, de plástico duro, con chicles enganchados y pintarrajeadas con mensajes que oscilan entre lo soez y lo romántico, se sitúan en tres de las paredes. No hay puerta, sólo un marco de madera grande en la cuarta pared, agrietado y enmohecido. La luz proviene de unos paneles fluorescentes sucios, hay dos o tres tubos fundidos: el ambiente es mortecino y lo acrecienta el resplandor que el televisor refleja en la cara de las siete pacientes que me preceden. Huele a desinfectante o a medicamento, pero aún más a señor mayor enfermo con piel escamosa, boceras, sarro y caspa en los hombros. Temo oír los gritos de mujeres parturientas y bebés recién nacidos, pero me concentro en el ruido que hacen las gotas al golpear las diminutas ventanas rectangulares que tocan el techo, enfrente de mí. No quiero sentarme ahí a esperar a que me digan que, efectivamente, la hemorragia corresponde a un aborto diferido. 


Lugar totalmente imaginado:

El laboratorio cósmico de besos está en una canica gigante que aprovecha las estrellas fugaces para ir de una punta a otra del universo. Desde fuera parece una burbuja que refleja el entorno como un espejo y por eso muchos astrónomos lo confunden con un agujero negro. Por dentro es como una cocina a escala real, aunque de juguete: con una vitrocerámica que es una pegatina, un extractor de humos que sólo hace ruido y una nevera de plástico que no enfría (pero no importa porque allí sólo se elaboran besos frescos). En lugar de vasos, ensaladeras, tazas de café y cucharillas de postre, la alacena está llena de matraces, probetas, mecheros de Bunsen y peras de decantación. Sin gravedad, todos los muebles y electrodomésticos flotan a lo ancho y alto de la bola y hay besos insurrectos, de esos que en la Tierra llaman “cobras”, revoloteando en busca de piel como mariposas a la caza de néctar. Los ingredientes se guardan en cuatro cajitas metálicas que antes contuvieron té Twinings: una para el agua, otra para las materias grasas, una tercera para la sal y la última para los millones de gérmenes que componen un beso. El ambiente huele a algodón de azúcar y a manzana caramelizada y, de hecho, el laboratorio está iluminado igual que el carrusel del Tibidabo. De esta fábrica de cariño ha surgido el beso de Klimt, el de la Bella Durmiente, el de Robert Doisneau y, por error, también el de Judas.

(Este texto forma parte de un ejercicio de la Escuela de Escritores, en el que se nos pedía que describiéramos tres espacios diferentes, uno de los cuales debía ser un recuerdo de cuando éramos pequeños, otro un lugar tenebroso y, por último, un lugar totalmente imaginado.) 

martes, 21 de agosto de 2018

Bolsillos llenos de dinosaurios

Mi hijo tiene los bolsillos llenos de dinosaurios. Si se descuida le muerden. Ya ha perdido la primera falange del pulgar derecho y tiene la yema del anular izquierdo en carne viva, según él porque al Velociraptor le gusta hurgar en esa huella dactilar especialmente. Suerte que el bueno del Diplodocus le lame luego el estropicio con su enorme lengua blandita.

Mi hijo tiene los bolsillos llenos de dinosaurios desde su segundo cumpleaños, cuando le llovieron los animales extintos de la piñata. La mayoría aún lleva confeti adherido a sus espaldas y tiene heridas de bala de minipistolas de agua (pero no me preocupa demasiado porque con este sol de verano se curarán rápido). El Triceratops rosa está urdiendo su plan de fuga, ha perforado en un par de cabezazos el forro con el cuerno del hocico, el problema es que los dos cuernos de la frente se han topado con la celulosa del pañal y ahora temo por las pérdidas de orina.

Mi hijo tiene los bolsillos llenos de dinosaurios del Triásico, del Jurásico y del Cretácico. Conviven en ese diminuto trozo de tela oscuro desafiando los 160 millones de años que separaron a algunos. Toda la fauna del Mesozoico cabe en la palma de la mano de mi niño. Excepto cuando la abre y los pterosaurios intentan salir volando. Algunos lo consiguen. Hoy me he encontrado a un Eudimorphodon en el alféizar de la ventana del lavabo y a un ictiosaurio en la piscina. “Mantén en su sitio a tus mascotas o nos van a denunciar”, le he dicho luego al crío.

Mi hijo tiene los bolsillos llenos de dinosaurios. Tengo que acordarme antes de poner el pantalón en la lavadora. Es importante. No creo que sobrevivan a un programa intensivo de 40º con doble centrifugado.

domingo, 19 de agosto de 2018

Tren-Plátano

Por las vías del Orient Express marcha a trompicones un tren de plástico. Lo empuja un niño de dos años. No avanza ni tres pasos cuando todos los vagones ya se han desarticulado. El accidente ferroviario se ha cobrado la vida de un plátano. Ahora la locomotora huele a merienda y hay carne de fruta tropical en el suelo. El maquinista, impasible, la toca y se chupa el dedo. Todavía con las manos pringosas, después de casi haber borrado la huella del escenario -de un homicidio imprudente, como sin duda acusará la madre-fiscal en breve-, Lorenzo prosigue la marcha del tren de juguete. Desde lo alto, la cáscara de plátano tirada en medio de las vías parece el tutú de una bailarina que lleva luto. No en vano, está negro y los restos de pulpa oxidados exhalan sus últimos alientos de potasio, magnesio y ácido fólico. Definitivamente, el alma de la banana ha expirado. 

En la próxima estación, el convoy piensa repostar la carga: al final del carril hay otro racimo de Cavendish y si con la velocidad a la que va no descarrila y convierte en papilla a los cinco canarios apeados en el andén, Lorenzo se habrá salvado de ser acusado de genocidio por muy poco -lo que sumaría muchos años de condena al anterior delito, además de la retirada del carnet de conducción de mercancías y la imposibilidad de obtener el de siguiente categoría: el de transporte de pasajeros. 

Por suerte, los plátanos se libran de ser arrollados por la locomotora que silba chú-chú con la voz dulce de un niño (que apenas hace un par de días ha aprendido la onomatopeya propia del vehículo). Entre los damnificados está Mochilo, que volvía a su casa-volcán después de un Interrail por Francia, Alemania, Italia y Suiza (pocas horas más tarde, rodeado ya de Gazpacho, Pincho y Pumba, explicará que ha estado a punto de morir embestido por una máquina de vapor de mentira). El Fruiti pide que ante tamaño susto le compensen el precio del billete, pero el revisor, el señor Don Martín, lo mira con expresión indiferente de funcionario público y señala una ventanilla cerrada. La banana moteada se enfada, porque aunque según el cantante cubano Michael Chacon sea “el único fruto del amor”, también es verdad que tiene mal genio cuando alguien lo trata como una triste mandarina de temporada, él que, como no se cansa de alardear, es aventajado en términos globales sólo por el tomate y supera en más de 10 millones de toneladas el consumo de manzana. Luego de decirlo, siempre tiene que añadir que “sí, botánicamente el tomate es una fruta porque es el producto del desarrollo del ovario de una flor y receptáculo de las semillas”. Así, con esas mismas palabras -que pronuncia de carrerilla como recitando la Wikipedia- se lo ha dicho al revisor, el señor Don Martín, que a sus espaldas seguía picando billetes con su tenacilla niquelada, sordo a las quejas del plátano canario. 

Mientras, el maquinista Lorenzo está cargando la caldera con el carbón de los Reyes Magos del año pasado. A juzgar por las existencias, se debió portar muy mal. Si sigue así, el año que viene tendrá combustible suficiente para conducir también el Transiberiano y, de paso, boicotear otros postres saludables a base de macedonia de frutas. Su cómplice, el revisor que acumula tratamientos de cortesía porque de mayor quiere tener siete vidas como el señor Don Gato, igualmente dispone de un buen acopio de mineral azucarado. La madre-fiscal se está releyendo el Código Penal: con tales antecedentes, el crimen contra la base de la pirámide alimentaria está asegurado.

(Este texto forma parte de un ejercicio de la Escuela de Escritores, en el que se nos pedía que creáramos una escena alrededor de uno o dos objetos y que todo el relato gire en torno a ellos.) 

domingo, 12 de agosto de 2018

La Señora Paloma

La Señora Paloma vende billetes a la luna. Los domingos por la mañana se va hasta la parada del autobús del hospital a montar su tiendecita ambulante, y en la marquesina de la línea nueve pega con celo sus boletos: trozos de cartón en los que ha dibujado la luna en todas sus fases junto con un cohete que parece una cerilla del revés. Luego se va a la churrería de enfrente y espera a que la Paca le prepare las tres porras y el café con leche hirviendo que le regala siempre. Entonces, se sienta en la parada del autobús a desayunar, y hasta con la boca llena va cantando, con una vocecita lastimera: “Compre, usted, billetes a la luna, dos pesetas cuestan, no más, compre, usted, billetes a la luna, compre, compre usted, tenga piedad”. Los que visitan enfermos ingresados desde hace meses ya conocen a la Señora Paloma, la saludan con cariño y adquieren tantos viajes espaciales como les da la calderilla que han conseguido rebuscando en monederos guardados de antes del 2002. Hoy Don Federico casi acaba con todo el género, y es que le ha llevado una moneda de cien pesetas, todavía reluciente. La Señora Paloma, que pensaba que ese domingo lluvioso la gente estaba muy casera, sólo había preparado cuarenta boletos, así que se le ha ocurrido que mientras el hombre visitaba a su esposa Doña Magdalena -en la planta de pacientes oncológicos desahuciados- le daría tiempo a recortar más billetitos del cartón aceitoso de los churros. A pesar de que Don Federico le ha dicho que “no hace falta, buena mujer, quédese con el cambio”, ella se ha comprometido a darle los viajes que le pertenecían, pues de ningún modo pensaba aceptar diez pesetas de más. 


La Señora Paloma se da prisa y dibuja lunas y cohetes con un lápiz pequeñito que siempre lleva en el bolsillo de la rebeca. Está preocupada porque si Doña Magdalena se muere pronto, Don Federico va a estar tan triste que se le caducarán sus cincuenta viajes a la luna. Detrás de los billetes la anciana siempre escribe una fecha, siete días a contar desde la recepción por parte del cliente. O eso cree ella, pues intercala números y letras sin sentido, del derecho y del revés, excepto el quince del ocho: esa cifra es la única que reconoce porque aún celebra el cumpleaños de su padre, el Marqués de Marianao, que en paz descanse. 

Son casi las doce del mediodía, hora del cierre, cuando una niña con el pelo rizado se le acerca. La Señora Paloma le enseña su tienda orgullosa (el cucurucho de los churros le ha dado para cinco excursiones satelitales más). La niña se emociona al oír la canción y corre a pedirle a su madre que le compre billetes a la luna. A pocos metros la Señora Paloma ve como la niña baja la cabeza ante la regañina de su madre; por suerte no llega a oír lo que le dice. Ambas se alejan, pero antes de doblar la esquina que da a la farmacia, la niña nota algo en el bolsillo de su abrigo, se gira y, disimuladamente, sonríe y le dice adiós con la mano. 

La Señora Paloma murmura en voz alta que sabe que no está bien que los niños vayan solos a la luna, pero esa chiquilla se aburre en la Tierra, lo ha visto en sus rodillas inmaculadas y en sus uñas limpias y cortadas. Los transeúntes que esperan el autobús a su lado se apartan mientras ella desengancha los billetes que le han sobrado y los guarda cuidadosamente en un bolsito de ganchillo deshilachado. Cuando acaba, mira el cielo y chasca la lengua: con estas nubes los vuelos de hoy seguro que se retrasan.

(Este texto forma parte de un ejercicio de la Escuela de Escritores, en el que se nos pedía que inventáramos un personaje peculiar y sin describirlo física o psicológicamente lo mostráramos en movimiento en un mismo tiempo y espacio.) 

viernes, 10 de agosto de 2018

La mujer-gallina

Érase una vez una mujer que ponía huevos. Su producción era más bien escasa pero qué otra mujer de carne y hueso había puesto tres pares de huevos en dos años y 35 días. Ninguna, porque hubiera salido en el telediarios y ella siempre tenía puesto el canal de noticias 24 horas. Ramona nunca se había hecho una tortilla con ninguno de ellos, aunque eso tampoco era decir mucho, porque a Ramona no le gustaba la tortilla, pero sí los huevos revueltos, mucho, los de desayuno de hotel especialmente. Y tampoco había roto uno sólo de los huevos para zamparse un plato mojando pan con mantequilla. A su marido era al único al que no sorprendía que su esposa fuera una mujer-gallina, pero le guardaba el secreto: y es que sabía que los huevos que había puesto la loca de Ramona eran sólo los testículos de sus tres hijos varones.

martes, 7 de agosto de 2018

Magia en verano

Desde que inicié la serie “Crónicas mágicas desde Terrassa” no había asistido a tal espectáculo de poderes sobrenaturales, así que me veo en la obligación de narrarlos tal como los presencié el viernes 3 de agosto a las 20:03 en una cafetería muy céntrica de la ciudad. 

Estaba yo acompañada de mi grotesca familia, no en vano, estoy segura de que somos la encarnación española de la saga de Gerald Durrell (véase Mi familia y otros animales) cuando de repente aparece por la puerta un hombre joven con la camiseta de Superman que se dirige directamente al servicio. Pasados unos minutos sale vestido de camarero, camiseta negra a juego con los pantalones que ya llevaba, qué chasco. Acabo de asistir a la transformación del superhéroe a la inversa y me asusto. Luego veo que es capaz de servir la merienda a la mesa de enfrente manteniendo perfecto el equilibrio de la bandeja y le perdono que no vaya a salvarnos del fin del mundo.

Los comensales de la merienda, por cierto, son una pareja de unos cincuenta años acompañada de una mujer mayor, pelo blanco, peinada con el clásico moño de anciana sujetado por un par de horquillas, que ha llegado con andador. Al ver que no cabía en el pasillo, ha cogido la cuarta silla con una agilidad insospechada para su aparente fragilidad y la ha trasladado por los aires a otra mesa. Mi hijo de casi dos años me ha preguntado con la mirada: “¿Mamá, tendrá esta mujer en los brazos la fuerza que le falta en las piernas?” Yo le he respondido con un movimiento de cejas: “Eres listo, mi niño”. Lo más sorprendente ha sido la actuación posterior de sus acompañantes y por más que pasa el tiempo (hoy estamos a martes) no consigo resolver el misterio. Ayúdenme: ella le presta atención, él no aparta la vista del teléfono y a partir de ahí empieza la adivinanza. ¿Es él el hijo, y como tiene confianza, se atreve a ignorar a la madre en estos encuentros semanales o, al contrario, es su yerno y se permite dejar todo el peso de la atención en la hija, que le pregunta sobre cuestiones que ya sabe por no estar en silencio mientras el fraudulento Superman les trae las horchatas? Si no es así, y la mujer de mediana edad es la nuera, le espera una buena reprimenda al hombre de camino a su casa: “la próxima vez aguantas tú a tu madre, que yo desde que nos casamos no tengo porqué fingir que me interesan sus enfermedades”. 

Pero esta cafetería está, como he dicho, llena de portentos y el hombre guapo, moreno, recién duchado merece un párrafo. La clave es otra vez la camiseta: es de una talla menos, de cuando no tenía barriga y se le ciñe alrededor del michelín sólo cuando está sentado. De pie, la prenda parece ajustársele bien (y por eso es tan importante el consejo que le doy a mi marido cuando le digo que no se deje engañar por los espejos de los probadores donde no hay silla). Pero hay más, el hombre, que no debe llegar a los 40, se ha puesto la misma loción de afeitado que usaba mi abuelo con casi 60 hace 20 años: Floïd Mentolado Vigoroso. El pobre, qué lastima, huele a rancio. En todo caso tiene mérito: es el primer hombre que no sucumbe a los anuncios de AXE. 

Finalmente, no me pasan desapercibidas las dos niñas rubias que en la terraza del establecimiento dan vueltas sobre si mismas con unas máquinas de hacer pompas de jabón gigantes. Están rodeadas de docenas de burbujas, se ríen, hasta que tres niños morenos con zapatillas de tacos arremeten contra ellas. Se han pensado que las pompas son balones y en su delirio, ellos son porteros de fútbol. Dos son expertos en evitar el gol con la cabeza, el otro prueba a chutarlas fuera del campo. Creo que es el primer partido mixto al que asisto. ¿Es, o no, un milagro?

Hasta aquí esta entrega de las Crónicas mágicas de Terrassa, habrá más, al menos mientras contenga a los hombres grises que tengo bien encerrados en la casita de plástico de nuestro jardín. 

(Este texto forma parte de un ejercicio de la Escuela de Escritores, en el que se nos pedía que subiéramos a un autobús hacia un barrio desconocido y tomáramos notas de los pasajeros para luego elaborar un texto de ficción. Como mis obligaciones familiares me impedían ausentarme mucho tiempo, cambié el viaje en autobús por media hora en una cafetería observando el resto de comensales.) 


viernes, 27 de julio de 2018

Cosas que no me gustan I

1. Sentir que me he vuelto dura con los años.

2. Perder cosas. Sobre todo cuando mayormente las pierde mi marido.

3. Que los detergentes que anuncian que eliminan todas las manchas no sirvan para nuestra colada.

4. La expresión “sarna con gusto no pica”.

5. No saber qué responder cuando me preguntan a qué te dedicas, querer decir que soy escritora y no atreverme

6. Perder la paciencia con mis hijos, gritarles aquí no se grita, darle un manotazo al que ha pegado al otro. Sentirme fatal y pensar que todavía no me entienden cuando les pido perdón.

7. Las retransmisiones de futbol en la radio. Si además son en el coche me marean. Todavía recuerdo las náuseas mientras sonaba el Carrusel Deportivo cuando volvíamos los domingos por la tarde del camping. De esto hará más de veinte años.

8. Que la gente que me cae bien elogie al terapeuta pseudocientífico de turno.

9. Gastar dinero en ropa.

10. Organizar las vacaciones, aunque hago una excepción preparando cuidadosamente los libros que me acompañarán.

11. Que muchas de las canciones que más me gustan me pongan en un estado depresivo terrible. He tenido que dejar de escuchar a Ben Harper.

12. El olor de los vasos cuando los saco del lavavajillas: me huelen a huevo crudo.

13. Hablar por teléfono cuando no soy yo la que llama.

14. No ser constante con la aplicación de cremas exfoliantes e hidratantes.

15. Irme a dormir sin sueño para que no me cueste despertarme y que a la mañana siguiente constate que no ha servido de nada.

Cosas que me gustan III

1. Oler la piel de las patatas antes de lavarlas, tanto que casi sería más correcto decir que las esnifo. 

2. Que el café con leche me dure toda la mañana. Llevarme la taza por toda la casa. 

3. Viajar con muy poco equipaje, que casi todo lo necesario me quepa en una maleta de cabina que comparto con mi marido. 

4. Las lámparas con pantalla de tela plisada que se encienden tirando de una cadenita, como la que tenía mi yaya Pepi. 

5. Esperar los documentales de TV2 para empezar la siesta acunada por las sosegadas voces de los narradores. 

6. La ópera italiana. Me sé muchas arias de memoria y canto papeles tanto de hombre como de mujer. 

7. Ver correr a mis hijos por casa sólo vestidos con el pañal. 

8. Mis piernas cuando estoy embarazada. Sólo entonces no se ven como dos palillitos y puedo usar unas sandalias Birkenstock sin que parezca que llevo zapatones de plataforma. 

9. Los programas que repasan como era la televisión de mi infancia. Me recuerdan momentos casi olvidados, como las cenas en casa de mis abuelos mientras Carmen Sevilla daba el Telecupón. Ay, la ovejita. 

10. Imaginarme dentro de unos cuantos años haciendo el Camino de Santiago con nuestros hijos. 

11. El verso de Rafael Pérez Estrada: “Cree el ángel en su inocencia que hay hombres de la guarda.” 

12. Mi marido y su capacidad para llevar a cabo ideas absurdas, como la de anotar todas las veces que se encuentra mis pinzas de las cejas por la casa para, alcanzadas las 100, tener vía libre para comprarse un Playmobil XXL. 

13. La ropa de Meryl Streep interpretando a Karen Blixen en Memorias de África. 

14. La atmósfera que crean las novelas en las que se invita a una taza de té a cualquier hora. 

15. La Navidad, que en nuestra casa empieza en noviembre y acaba en febrero. Pienso en ella desde el verano.

martes, 10 de julio de 2018

El Apocalipsis ha empezado


Nieva o del cielo caen alas de ángel que se estrellan contra el suelo. Con ellas los niños forman bolas con sus manos patosas, y sin ningún miramiento, les hincan las uñas negras de roña. A punto de ser lanzadas contra otros chiflados, las alas ya sólo parecen albóndigas caseras de carne de oso polar putrefacta. Los niños aún más desquiciados hacen muñecos: los apéndices de los ángeles están rotos, aplastados y hundidos modelando todos los miembros del rollizo y gélido Frankenstein, que tiene alas de arcángel en la mejilla, de querubín en la nuca y de serafín en la tripa. No me extrañaría que algún ángel de la guarda hubiera perdido su ingravidez en esta tormenta de plumas y hasta puede que en estos momentos esté arrastrándose dolorido detrás del hombre a quien custodia y a quien no le deseo muchos peligros disponiendo desde ahora mismo de tal guardaespaldas mutilado. 

Nieva o Dios ha enviado un ejército de ángeles bomba. Nieva o miles de Luciferes se han caído del firmamento. Nieva o hay una masacre celestial al borde de un cumulonimbo. 

Me quito un copo del pelo. Mi iPhone dice que no está nevando. Voy corriendo a lavarme las manos.

martes, 30 de enero de 2018

El hombre de las bicicletas

En casa del hombre de las bicicletas no había un sólo autobús. Ni uno, en serio. Buscabas y rebuscabas por las habitaciones y ni tan siquiera encontrabas de esos pequeños que parecen furgonetas. Pero lo que era aún más curioso es que en casa del hombre de las bicicletas tampoco hubiera ninguna bicicleta. Ni de paseo, ni de carretera, ni de montaña, ni plegable, ni eléctrica. Ni una triste bicicleta estática, ni un triciclo infantil de plástico descolorido, ni un tándem con la cadena oxidada. El cómputo total de bicicletas en la casa del hombre del mismo nombre, era exactamente cero. Ni cero coma uno ni cero coma siete. Cero patatero, como decía José María Aznar cuando lo que supuestamente quería decir era cero pelotero, porque desde luego que hay patatas con forma de cero, pero también con forma de cinco y todo el mundo sabe que esas y (las tan escasas con forma de veintiocho) son las que fritas quedan mejores.

El hombre de las bicicletas tenía la casa llena de tanques, eso es. Tanques militares, pesados vehículos blindados de combate aquí y allá, era imposible no tropezarte con alguno de ellos. Los había de la Primera Guerra Mundial (Marks I, Renaults FT, Marks V, Sturmpanzerwagens A7V) y de la Segunda Guerra Mundial (T-34-85 soviéticos, Panzers VI tigers alemanes, M4 Shermans americanos). Los había nuevos y los había usados.


¿Qué le pasó al hombre de los velocípedos para acabar rodeado de tanta máquina de guerra? Una sombría predisposición familiar lo inclinaba hacia la logística bélica. ¿Y por qué su nombre se prestaba a tanta confusión? Algo muy patético para el pobre, una humillación tremebunda: se equivocaron los burócratas de mote cuando se hizo el primer DNI. Lleva más de cincuenta y tres años tratando de convencer a los funcionarios en vano.

lunes, 29 de enero de 2018

Cuentos tontos

El pobre escritor solo escribía cuentos tontos, pero no era su culpa. Él los enviaba cada día a la escuela: venga érase una vez un dragón blanco y volador, levántate que hay que ir al cole, venga, había una vez una niña sin suerte (ni buena, ni mala), arriba que hoy tienes examen de matemáticas, venga cuentan los viejos del lugar que vieron un melocotón gigante chocarse contra el arcoiris, despierta que aún tienes que acabar los deberes. Y así hacía el pobre escritor cada mañana con todos sus cuentos (tontos). Los vestía, les daba de desayunar, los acompañaba hasta la puerta de la escuela, les daba un beso en el título y luego volvía a casa a hacer las camas, cocinar la cena y seguir escribiendo historias. Afortunadamente, podía llevar a sus cuentos a un colegio público cerca de casa, no tenía que pagar matrícula, algunas famílias le dejaban los libros de texto y el comedor escolar estaba subvencionado, porque al ritmo que el pobre escritor escribía, cada día engendraba un nuevo alumno de preescolar o primaria. Los cuentos más tontos de todos repetían curso hasta tres veces. Algunos incluso sufrían acoso escolar. Desesperado, el escritor dejó de escribir. En su casa ya no cabían más cuentos (ni listos). Quizás había llegado el momento de que se emanciparan y se fueran a vivir a las páginas de un libro. Pero con lo tontos que eran, ¿podría el pobre escritor encontrarles una buena casa? y con el cariño que les tenía, ¿quería realmente deshacerse de ellos? A la porra, pensó el hombre, los publicaré en mi blog y que sea lo que Dios quiera.

La señora doña cuentacuentos

A la señora doña cuentacuentos se le escapaban las historias como se le escapaba el pis. Era muy mayor, como tres o cuatro veces la edad de un niño. Si se reía fuerte mojaba las bragas y un trocito de cuento se le salía del corazón. Lo del pis aún lo podía gestionar con ejercicios de Kegel diarios pero los derrames de relatos estaban fuera de su control. Todo el mundo veía el principio del cuento saliendo a presión del pecho: Érase una vez una sirena de estanque de jardín (PUM!) o Hace mucho mucho tiempo en un pueblo de piedra había un carpintero (PAM!) o Cuenta la leyenda que en las noches de luna llena los imanes de nevera (POM!). ¡Qué abochornada se sentía entonces la pobre señora! Recogía las palabras del suelo cómo podía y se iba andando con las frases arrebujadas en las manos. La gente se sorprendía tanto que no se atrevía a pedirle que, por favor, continuará la historia, que no la dejara en vilo ahora que había empezado. Hasta que un día un par de mellizos de diecisiete meses, que le habían hecho reír a carcajadas, vieron salir disparado como un muelle el inicio del que sería el cuento más bonito del mundo. Ese día la mujer tuvo que seguir contando y lo hizo sin vergüenza alguna, porque a los niños no les había parecido nada extraño que un buen cuento brotara desbocado de su teta. Lo que sin duda alguna no no entendieron fue que no le rezumara también leche como a su mama.

Medir bien las palabras

Hay que medir bien las palabras. Pensarlas bien antes de decirlas, que luego no nos caben en la boca y parecemos hámsters comiendo a dos carrillos. Yo cuando tengo que decir estratosférico lo hago en tres tiempos: estra, tos, férico, pues de otro modo me atraganto con tanta letra entre la lengua, el paladar y los dientes (teniendo como tengo las cuatro muelas del juicio). Yo no sé como a la gente le cabe esa palabra sin que la saliva se les derrame o se le salgan las vocales por la nariz, como cuando te cuentan un chiste mientras te tomas un café con leche de soja. 

Me ejercito con palabras menos complicadas: hipopótamo, maravilloso, planisferio, hojalata. Las digo mucho. Los que me conocen lo saben porque cuando me saludan y me preguntan qué tal estoy, les respondo muy bien, hojalata. Con el frutero, al que ya le tengo confianza, también practico: un quilo de manzanas fuji, planisferio, que hoy tiene muy caros los mangos. A mi marido lo llamo el maravilloso hipopótamo y así, en una solo enunciado bien cargado, me pongo a prueba. 


A mis niños, que justo empiezan ahora a hablar, les estoy haciendo un curso acelarado para que de mayores ninguna palabra les quede grande. Ejercicios bucales por la mañana: comerse una clementina de un solo mordisco y ejercicios verbales por la tarde: recitación sin signos de puntuación de poemas de Gloria Fuertes. Soy muy intransigente con los fallos, no hay comas que valgan. Lo hago por su bien, para que cuando sean adultos nada les impida ser electroencefalografistas.

sábado, 27 de enero de 2018

Trinomio fantástico: caballero, flor de pascua y mecedora

Cuando no estaba en la guerra, el caballero medieval disfrutaba de una taza de Earl Grey en la mecedora del porche. Dejaba el yelmo y la espada en el suelo, se descalzaba los escarpes y apenas vestido con la cota de malla, apoyaba los pies en la mesita de te y pensaba en cómo resucitar la flor de pascua. La preocupación botánica del caballero se mantenía a lo largo de las cuatro estaciones y sólo en Navidad, cuando la planta presumía de una floración abundante y vistosa, podía descansar en su mecedora tranquilo, sin afligirse por las hojas rojas marchitas. Esos días le sabían mejor que un combate ganado contra una muchedumbre mejor armada. Mantener viva una Poinsettia era más arduo que devolver a los soldados de su escuadrón sanos y salvos a casa. 

Un sábado 27 de febrero, el caballero medieval volvía a casa más malherido que nunca: calvo. Sus rizos castaños se habían ido cayendo uno a uno (y no de dos en dos) a lo largo de toda la contienda en Navarcles. El suelo del campo de batalla parecía el de una peluquería administrada por un barbero asesino: pelos por aquí, cuerpos decapitados por allá. No le importó demasiado al caballero medieval que, ya sin ningún cabello, lo único que tenía bien asido en la cabeza era el estado de su flor de Pascua. Se había ido a la guerra dejándola en el esplendor de su belleza y le asustaba encontrársela moribunda en tan poco tiempo. Cinco hojas verdes le quedaban a la Poinsettia. No todo estaba perdido, pensó acunado por el vaivén de su mecedora, pero porqué tenía que ser tan dura la vida.

martes, 21 de noviembre de 2017

La biblioteca

Continuación de Noticias frescas

Antes de que Biakpa fuera Biakpa y estuviera en Ghana, fue Alejandría y estuvo en Egipto y como llegó Alejandría a ser Biakpa sólo se entiende tomándose cierta hierba infusionada diez minutos en agua de coco. Hasta ahí el misterio sigue siendo insondable. Kwesi sabía que aunque Julia quisiera contarlo un día, su discurso estaría tan fragmentado que nadie la entendería por mucho que quisieran creerla. Así, el secreto estaba a salvo. En cualquier caso, sí hay ciertas partes del relato que se pueden hacer públicas sin problema: el legado de la mítica biblioteca, fundada por Ptolomeo en el siglo III a.C.  sigue vivo. Su fondo documental ha ido aumentando a lo largo de los años con libros y audiovisuales y está disperso por toda Biakpa. Cada choza de barro custodia una fracción del ingente archivo. 

Antes de que los vendavales asolaran Biakpa, la clasificación bibliográfica era sencilla y encontrar los documentos requería, como mucho, un paseo a lo largo del pueblo. Todos los socios de la Biblioteca recibían un mapa numerado al ingresar en el club de lectura, que les daba derecho a entrar en las casas (de seis de la mañana hasta medianoche) a tomar prestados cuantos libros quisieran, además de a tomarse un te de lemongrass. Lamentablemente, desde que los huracanes movían las casitas de sitio, todos andaban perdidos. El vecino Nkrumah era el que peor parte se había llevado, siempre tenía que disculparse con los lectores que acababan por error en su casa pidiendo prestado “La llamada de los Gnomos” escrito por Will Huygen e ilustrado por Rien Poortvliet. Eran muchos (dentro de los pocos afortunados que conocían la existencia de la gran Biblioteca) los que buscaban la primera edición de este precioso libro y Nkrumah siempre respondía lo mismo: te equivocas, en esta casa no hay gnomos, solo gansos salvajes (aludiendo a las historias de Nils Holgersson). 

En la antigua calle de Boticario número 25 se conservaban los autores rusos y las sonatas de Beethoven. Ahora esa casa-anaquel estaba a cien metros del gran baobab. Del dintel de la puerta colgaba un crespón negro. Julia no se había fijado antes, pero ahora que se dirigía hasta allí, después de que Kwesi le hubiera desvelado por fin parte del enigma que le había conducido a orillas del Lago Volta (por cierto, el embalse con mayor superficie del mundo), empezó a atar cabos. Los crespones negros se ponían en la entrada de las biblioteca-cabañas como advertencia de que había documentos que no se habían devuelto en el tiempo acordado. No retornarlos puntualmente era de un ultraje, un deshonor y un desprecio atroz, tanto que sólo por reincidir una vez, te expulsaban para siempre de la Biblioteca, de Biakpa, de Ghana, y de toda el África Subsahariana. 

Hacía 15 años que un hombre llamado Mauricio Vélez Sandoval dejó a deber La sonata Kreutzer de León Tolstoi y  la primera grabación de la sonata número 9 en la mayor para violín y piano op.47 de Beethoven. Ahora, a punto de morir, no se lo podía perdonar. Alguien tenía que devolver el libro y el CD a su legítimo emplazamiento y tenía que ser Julia.

miércoles, 15 de noviembre de 2017

Noticas frescas

Continuación de Parece que va a llover

Bruno era un hombre guapo como los de las películas en blanco y negro, descartando las de Chaplin, claro. Para ser exactos, Bruno se parecía mucho al Paul Newman que hacía de Brick en La gata sobre el tejado de zinc, aunque tenía el pelo más largo y más gris, tipo Richard Gere en Nights in Rodanthe. Todas las mujeres lo adoraban. Notaban como a su lado embellecían incluso más que si llevaran el mejor modelo de Balenciaga. Las malas lenguas cuentan que a su alrededor siempre había mujeres haciéndose fotos que aprovechaban para cuando tenían que ir a renovarse el DNI.

La quiosquera lo esperaba cada día con el diario preparado, lo que quería decir que Bruno se llevaba un ejemplar más o menos agujereado según las noticias que Petra hubiera tenido que recortar. A Bruno sólo le interesaban las coníferas, las noticias en las que se mencionara la palabra “bienintencionado” o la expresión “sin lugar a dudas” y los textos con faltas de ortografía. En todo caso, Petra no cobraba 2€ de más por hacer esa ardua selección, sino tan sólo por retirar del diario aquellos artículos que empezaran con la letra D, titulares incluidos. Todas las mañanas, a las 9 en punto, Bruno aparecía por la esquina paseando a su perro Sherlock; al acercarse al quiosco el detective consultor abría la boca y atrapaba entre sus dientes el diario cercenado, que llevaba hasta casa sin contratiempos, excepto si encontraba por el camino una botella de plástico vacía, su perdición. Entonces Sherlock dejaba tirado el diario en cualquier parte y Bruno recogía el testigo, haciendo malabares con la correa, la barra de pan integral, el ramo de flores y los dos kilos de fruta. 

Al llegar a casa, con el café recién hecho y Sherlock dormitando a sus pies, Bruno empezó la disección del diario. Tuvo mucha suerte, ese día había conseguido cinco noticias “bienintencionadas”, ocho “sin lugar a dudas” (sobre todo en la sección de política, en la que unos partidos atribuían a los otros todo tipo de vilezas sin titubeo), un artículo sobre la replantación de cipreses en el cementerio municipal y una crítica cinematográfica repleta de faltas de ortografía. Aunque la suerte la tuvo además porque el artículo más importante de todo el diario no había sido recortado, a pesar de que empezaba con la maldita cuarta letra del abecedario (se entenderá la aversión de Bruno por el grafema próximamente). El caso es que, de repente, tenía delante una foto de Julia, más morena que cuando se marchó hacía ya casi dos meses (según dejaba entrever el matiz gris más intenso del diario), sentada bajo un imponente árbol, con un titular en el que se leía: “Desaparecida una vecina de Terrassa en Ghana”. 

Interpretación libre del ejercicio de escritura: Noticias frescas

domingo, 12 de noviembre de 2017

Trinomio fantástico: palmera, cojín y amarillo


Cuentan los niños que viven en el trópico que las palmeras cantan por la noche. Se despiertan esos niños cuando los padres dormidos como troncos (de árboles que no hablan, se entiende), se suben con la almohada a tumbarse entre las ramas. Suelen situar el cojín cerca de los cocos o de los dátiles, en función, claro está, de si hablamos de la Cocos nucifera o de la Phoenix dactylifera. Así lo hacen porque sostienen los niños que el concierto les da sueño y que el sueño les da hambre, aunque nunca llegan a catar dichos frutos, y es que corre el rumor de que al comérselos la palmera enmudece un siglo entero. 

Se debaten esos niños melómanos entre el insomnio y la inanición sólo por escuchar las canciones vegetales hasta la madrugada, cuando las palmeras se callan a medida que el cielo se pone amarillo. Cuando el amarillo ya es del mismo tono de la manta que cuelga del sillón orejero que tiene una mujer europea en su salón, los niños bajan y se cuelan de nuevo en su cama hasta que les suena el despertador. Mientras desayunan, los padres les preguntan cómo han dormido, qué han soñado. No saben los niños si decirles la verdad o la mentira, hay que entenderlos, pobrecillos: tienen miedo de que, al saberlo, los adultos talen sus palmeras para convertirlas en la estrella de la canción del próximo verano. 

"Cuando el amarillo ya es del mismo tono de la manta que cuelta del sillón orejero
que tiene una mujer europea en su salón..."