domingo, 19 de agosto de 2018

Tren-Plátano

Por las vías del Orient Express marcha a trompicones un tren de plástico. Lo empuja un niño de dos años. No avanza ni tres pasos cuando todos los vagones ya se han desarticulado. El accidente ferroviario se ha cobrado la vida de un plátano. Ahora la locomotora huele a merienda y hay carne de fruta tropical en el suelo. El maquinista, impasible, la toca y se chupa el dedo. Todavía con las manos pringosas, después de casi haber borrado la huella del escenario -de un homicidio imprudente, como sin duda acusará la madre-fiscal en breve-, Lorenzo prosigue la marcha del tren de juguete. Desde lo alto, la cáscara de plátano tirada en medio de las vías parece el tutú de una bailarina que lleva luto. No en vano, está negro y los restos de pulpa oxidados exhalan sus últimos alientos de potasio, magnesio y ácido fólico. Definitivamente, el alma de la banana ha expirado. 

En la próxima estación, el convoy piensa repostar la carga: al final del carril hay otro racimo de Cavendish y si con la velocidad a la que va no descarrila y convierte en papilla a los cinco canarios apeados en el andén, Lorenzo se habrá salvado de ser acusado de genocidio por muy poco -lo que sumaría muchos años de condena al anterior delito, además de la retirada del carnet de conducción de mercancías y la imposibilidad de obtener el de siguiente categoría: el de transporte de pasajeros. 

Por suerte, los plátanos se libran de ser arrollados por la locomotora que silba chú-chú con la voz dulce de un niño (que apenas hace un par de días ha aprendido la onomatopeya propia del vehículo). Entre los damnificados está Mochilo, que volvía a su casa-volcán después de un Interrail por Francia, Alemania, Italia y Suiza (pocas horas más tarde, rodeado ya de Gazpacho, Pincho y Pumba, explicará que ha estado a punto de morir embestido por una máquina de vapor de mentira). El Fruiti pide que ante tamaño susto le compensen el precio del billete, pero el revisor, el señor Don Martín, lo mira con expresión indiferente de funcionario público y señala una ventanilla cerrada. La banana moteada se enfada, porque aunque según el cantante cubano Michael Chacon sea “el único fruto del amor”, también es verdad que tiene mal genio cuando alguien lo trata como una triste mandarina de temporada, él que, como no se cansa de alardear, es aventajado en términos globales sólo por el tomate y supera en más de 10 millones de toneladas el consumo de manzana. Luego de decirlo, siempre tiene que añadir que “sí, botánicamente el tomate es una fruta porque es el producto del desarrollo del ovario de una flor y receptáculo de las semillas”. Así, con esas mismas palabras -que pronuncia de carrerilla como recitando la Wikipedia- se lo ha dicho al revisor, el señor Don Martín, que a sus espaldas seguía picando billetes con su tenacilla niquelada, sordo a las quejas del plátano canario. 

Mientras, el maquinista Lorenzo está cargando la caldera con el carbón de los Reyes Magos del año pasado. A juzgar por las existencias, se debió portar muy mal. Si sigue así, el año que viene tendrá combustible suficiente para conducir también el Transiberiano y, de paso, boicotear otros postres saludables a base de macedonia de frutas. Su cómplice, el revisor que acumula tratamientos de cortesía porque de mayor quiere tener siete vidas como el señor Don Gato, igualmente dispone de un buen acopio de mineral azucarado. La madre-fiscal se está releyendo el Código Penal: con tales antecedentes, el crimen contra la base de la pirámide alimentaria está asegurado.

(Este texto forma parte de un ejercicio de la Escuela de Escritores, en el que se nos pedía que creáramos una escena alrededor de uno o dos objetos y que todo el relato gire en torno a ellos.)