La Señora Paloma vende billetes a la luna. Los domingos por la mañana se va hasta la parada del autobús del hospital a montar su tiendecita ambulante, y en la marquesina de la línea nueve pega con celo sus boletos: trozos de cartón en los que ha dibujado la luna en todas sus fases junto con un cohete que parece una cerilla del revés. Luego se va a la churrería de enfrente y espera a que la Paca le prepare las tres porras y el café con leche hirviendo que le regala siempre. Entonces, se sienta en la parada del autobús a desayunar, y hasta con la boca llena va cantando, con una vocecita lastimera: “Compre, usted, billetes a la luna, dos pesetas cuestan, no más, compre, usted, billetes a la luna, compre, compre usted, tenga piedad”. Los que visitan enfermos ingresados desde hace meses ya conocen a la Señora Paloma, la saludan con cariño y adquieren tantos viajes espaciales como les da la calderilla que han conseguido rebuscando en monederos guardados de antes del 2002. Hoy Don Federico casi acaba con todo el género, y es que le ha llevado una moneda de cien pesetas, todavía reluciente. La Señora Paloma, que pensaba que ese domingo lluvioso la gente estaba muy casera, sólo había preparado cuarenta boletos, así que se le ha ocurrido que mientras el hombre visitaba a su esposa Doña Magdalena -en la planta de pacientes oncológicos desahuciados- le daría tiempo a recortar más billetitos del cartón aceitoso de los churros. A pesar de que Don Federico le ha dicho que “no hace falta, buena mujer, quédese con el cambio”, ella se ha comprometido a darle los viajes que le pertenecían, pues de ningún modo pensaba aceptar diez pesetas de más.
La Señora Paloma se da prisa y dibuja lunas y cohetes con un lápiz pequeñito que siempre lleva en el bolsillo de la rebeca. Está preocupada porque si Doña Magdalena se muere pronto, Don Federico va a estar tan triste que se le caducarán sus cincuenta viajes a la luna. Detrás de los billetes la anciana siempre escribe una fecha, siete días a contar desde la recepción por parte del cliente. O eso cree ella, pues intercala números y letras sin sentido, del derecho y del revés, excepto el quince del ocho: esa cifra es la única que reconoce porque aún celebra el cumpleaños de su padre, el Marqués de Marianao, que en paz descanse.
Son casi las doce del mediodía, hora del cierre, cuando una niña con el pelo rizado se le acerca. La Señora Paloma le enseña su tienda orgullosa (el cucurucho de los churros le ha dado para cinco excursiones satelitales más). La niña se emociona al oír la canción y corre a pedirle a su madre que le compre billetes a la luna. A pocos metros la Señora Paloma ve como la niña baja la cabeza ante la regañina de su madre; por suerte no llega a oír lo que le dice. Ambas se alejan, pero antes de doblar la esquina que da a la farmacia, la niña nota algo en el bolsillo de su abrigo, se gira y, disimuladamente, sonríe y le dice adiós con la mano.
La Señora Paloma murmura en voz alta que sabe que no está bien que los niños vayan solos a la luna, pero esa chiquilla se aburre en la Tierra, lo ha visto en sus rodillas inmaculadas y en sus uñas limpias y cortadas. Los transeúntes que esperan el autobús a su lado se apartan mientras ella desengancha los billetes que le han sobrado y los guarda cuidadosamente en un bolsito de ganchillo deshilachado. Cuando acaba, mira el cielo y chasca la lengua: con estas nubes los vuelos de hoy seguro que se retrasan.
(Este texto forma parte de un ejercicio de la Escuela de Escritores, en el que se nos pedía que inventáramos un personaje peculiar y sin describirlo física o psicológicamente lo mostráramos en movimiento en un mismo tiempo y espacio.)