Desde que inicié la serie “Crónicas mágicas desde Terrassa” no había asistido a tal espectáculo de poderes sobrenaturales, así que me veo en la obligación de narrarlos tal como los presencié el viernes 3 de agosto a las 20:03 en una cafetería muy céntrica de la ciudad.
Estaba yo acompañada de mi grotesca familia, no en vano, estoy segura de que somos la encarnación española de la saga de Gerald Durrell (véase Mi familia y otros animales) cuando de repente aparece por la puerta un hombre joven con la camiseta de Superman que se dirige directamente al servicio. Pasados unos minutos sale vestido de camarero, camiseta negra a juego con los pantalones que ya llevaba, qué chasco. Acabo de asistir a la transformación del superhéroe a la inversa y me asusto. Luego veo que es capaz de servir la merienda a la mesa de enfrente manteniendo perfecto el equilibrio de la bandeja y le perdono que no vaya a salvarnos del fin del mundo.
Los comensales de la merienda, por cierto, son una pareja de unos cincuenta años acompañada de una mujer mayor, pelo blanco, peinada con el clásico moño de anciana sujetado por un par de horquillas, que ha llegado con andador. Al ver que no cabía en el pasillo, ha cogido la cuarta silla con una agilidad insospechada para su aparente fragilidad y la ha trasladado por los aires a otra mesa. Mi hijo de casi dos años me ha preguntado con la mirada: “¿Mamá, tendrá esta mujer en los brazos la fuerza que le falta en las piernas?” Yo le he respondido con un movimiento de cejas: “Eres listo, mi niño”. Lo más sorprendente ha sido la actuación posterior de sus acompañantes y por más que pasa el tiempo (hoy estamos a martes) no consigo resolver el misterio. Ayúdenme: ella le presta atención, él no aparta la vista del teléfono y a partir de ahí empieza la adivinanza. ¿Es él el hijo, y como tiene confianza, se atreve a ignorar a la madre en estos encuentros semanales o, al contrario, es su yerno y se permite dejar todo el peso de la atención en la hija, que le pregunta sobre cuestiones que ya sabe por no estar en silencio mientras el fraudulento Superman les trae las horchatas? Si no es así, y la mujer de mediana edad es la nuera, le espera una buena reprimenda al hombre de camino a su casa: “la próxima vez aguantas tú a tu madre, que yo desde que nos casamos no tengo porqué fingir que me interesan sus enfermedades”.
Pero esta cafetería está, como he dicho, llena de portentos y el hombre guapo, moreno, recién duchado merece un párrafo. La clave es otra vez la camiseta: es de una talla menos, de cuando no tenía barriga y se le ciñe alrededor del michelín sólo cuando está sentado. De pie, la prenda parece ajustársele bien (y por eso es tan importante el consejo que le doy a mi marido cuando le digo que no se deje engañar por los espejos de los probadores donde no hay silla). Pero hay más, el hombre, que no debe llegar a los 40, se ha puesto la misma loción de afeitado que usaba mi abuelo con casi 60 hace 20 años: Floïd Mentolado Vigoroso. El pobre, qué lastima, huele a rancio. En todo caso tiene mérito: es el primer hombre que no sucumbe a los anuncios de AXE.
Finalmente, no me pasan desapercibidas las dos niñas rubias que en la terraza del establecimiento dan vueltas sobre si mismas con unas máquinas de hacer pompas de jabón gigantes. Están rodeadas de docenas de burbujas, se ríen, hasta que tres niños morenos con zapatillas de tacos arremeten contra ellas. Se han pensado que las pompas son balones y en su delirio, ellos son porteros de fútbol. Dos son expertos en evitar el gol con la cabeza, el otro prueba a chutarlas fuera del campo. Creo que es el primer partido mixto al que asisto. ¿Es, o no, un milagro?
Hasta aquí esta entrega de las Crónicas mágicas de Terrassa, habrá más, al menos mientras contenga a los hombres grises que tengo bien encerrados en la casita de plástico de nuestro jardín.
(Este texto forma parte de un ejercicio de la Escuela de Escritores, en el que se nos pedía que subiéramos a un autobús hacia un barrio desconocido y tomáramos notas de los pasajeros para luego elaborar un texto de ficción. Como mis obligaciones familiares me impedían ausentarme mucho tiempo, cambié el viaje en autobús por media hora en una cafetería observando el resto de comensales.)