lunes, 31 de diciembre de 2018

Resumen inventario lector 2018

Desde que empecé esta idea en junio, me he leído enteros 20 libros. Muchos otros están a medias y aún otros los he releído hojeando sólo las partes que me interesaban. Además tengo un montón de libros nuevos en el Kindle (bendita biblioteca pública digital!), aunque también me he comprado un montón en papel (en Reread sobre todo) y hasta he cogido prestados buenos libros en el Arllibre de Matadepera. No podría decir cuál me ha gustado más, todos los recomiendo por distintos motivos, he leído novela, ensayo, biografía, libros "infantil-juveniles", clásicos, autores españoles, hispanoamericanos, ingleses, italianos, mujeres, hombres... He conocido muchos autores nuevos y leído mucho en voz alta a mis niños (tenemos una biblioteca móvil en el coche que, de momento, impide que nos pidan tablets...). En fin, que no se me pasa esta manía mía de leer, ni con los años, ni con tres hijos pequeños...

Inventario lector XIX

Ayer acabé "El pirata Gorgo" y ya veis por qué el libro es especial. Parece ser que J. L. Badal se lo dedicó, en un principio, solo a Laia, y Júlia (su hermana?), se debió enfadar bastante porque el autor tuvo que rectificar su error (en tinta negra a la izquierda). Eso sí, al final salió airoso con esas dedicatorias tan bonitas.

sábado, 29 de diciembre de 2018

Inventario lector XVIII

Me he leído los tres primeros libros de Harry Potter, voy por la mitad del cuarto. Además estoy casi a punto de acabar mi libro preferido en estos momentos "El pirata Gorgo" de J. L. Badal. Voy lenta porque se lo leo a los niños en voz alta, normalmente cuando vamos en coche. Ellos siempre me lo quitan para buscar el dibujo del barco pirata, así que me interrumpen cada dos o tres... frases. Lo compré en Re-read Terrassa y si os interesa, hasta donde yo sé había otro ejemplar. Yo me quedé el más interesante, luego os enseño el motivo...

jueves, 22 de noviembre de 2018

Inventario lector XVII


Empecé antes de ayer a leer Harry Potter, después de engancharme a las pelis de los fines de semana en Cuatro. Ya había visto alguna y me encantan. Tengo todos los libros en Kindle pero la idea es ir comparándolos físicamente para cuando los niños crezcan. Quiero poder ofrecerles clásicos que transporten a otro mundo. Por supuesto también les enseñaré a Pippi, Mary Poppins, Charlie, James, Tau y Maia, Nils... Ah, y que sepáis que nací el mismo día que J. K. Rowling y Harry Potter.

martes, 30 de octubre de 2018

Inventario lector XVI

Sigo con Steven Pinker aunque me estoy pasando a Yuval Noah Harari y sus "21 lliçons per al Segle XXI". Tengo un montón de libros nuevos: "Trafalgar" de Pérez Galdós, "Primera memoria" de Matute, "Sefarad" de Muñoz Molina, "La novela del buscador de libros" de Juan Bonilla, "El error de Descartes" de Damasio y "La lección de August" de Raquel Palacio. Estos días leo menos, pero me voy poniendo al día. Claro que las horas dedicadas a mirar a mi niño nuevo compensan.

martes, 18 de septiembre de 2018

Escribir a partir del final

Siguiendo los consejos del fantasma, Fernando tira su bicicleta por un acantilado. Antes de hundirse en el mar, bajo la atenta mirada del faro del Cap de Creus, Fernando se da cuenta de que no ha quitado la pegatina que le regaló su hija para su 38 cumpleaños, apenas hace una semana, cuando él mismo se obsequió con la Brompton de seis marchas Black Edition. “La vida es como montar en bicicleta, si quieres mantener el equilibrio tienes que seguir avanzando”, eso decía la pegatina, qué ironía. Son casi las tres de la madrugada, corre una brisa cálida, calza unas sandalias Birkenstock y hay luna llena, así que el viaje de vuelta a Cadaqués andando podría ser hasta agradable… Si no fuera porque la “sábana de cuna con ínfulas”, como la llama Fernando, sigue a su lado. Antes de la bicicleta, Fernando ha tenido que deshacerse de su cuaderno Moleskine deshojándolo página a página. Fue una tortura porque mientras arrancaba cuidadosamente las hojas por el margen, le daba tiempo a leer notas y recuerdos, ahora destinados al olvido. También ha tenido que recoger, cocinar y comer caracoles, ver de un tirón la trilogía Qatsi sin dormirse o sustituir todos los tornillos y clavos que sujetan los cuadros, estanterías, marcos de fotos o lámparas de su casa por unos de color dorado. 

El sábado pasado Fernando se reía de las supersticiones. Decidió celebrar su cumpleaños entonces, pues pensó que sería más fácil reunir a la familia que el domingo de la semana siguiente, en plena operación salida de vacaciones de verano y, cierto, hizo caso omiso de las advertencias de su madre tales como: “no es bueno celebrar los aniversarios antes de que se cumplan” o “reutilizar las velas de años anteriores da mala suerte”. No habían pasado ni dos horas desde que se había comido la tarta cuando vio al fantasma sentado en el inodoro. Primero pensó que el cava le jugaba una mala pasada, pero cuando oyó la voz de pito de la sábana estampada con ositos rosas, tuvo claro que no estaba tan borracho: “Sabía que te encontraría aquí tarde o temprano, ese Cheesecake estaba pidiendo a gritos una cita con el excusado”. La conversación que siguió fue tan disparatada como pudiera serlo si se estuviera hablando con un fantasma destinado a castigar a los impacientes que festejan sus natalicios antes de tiempo, que era justamente el objetivo de ese Casper malvado. Si cumplía sus exigencias desaparecería el día de su cumpleaños a la hora exacta de su nacimiento, si se negaba, no podía garantizar que llegara a su próximo aniversario. En estos casos la muerte —le dijo la sábana que apestaba a pis de niño con enuresis nocturna— suele ser fulminante pero dolorosa. Y le puso algunos ejemplos que convencieron a Fernando de que estaba hablando con alguien que no era de este mundo: asfixiado por el beso de una ninfómana con halitosis, degollado por un pez-cuchillo-jamonero, atropellado por un cuco gigante fugado de un reloj de la Selva Negra o envenenado por la ingestión de chocolate 85% cacao de un universo opuesto al nuestro, en donde el amoniaco es como aquí la horchata. 

Desde luego, cuando el cruel espectro textil le pidió que se llevara su bicicleta nueva a Cadaqués ese fin de semana esperaba lo peor, asumía que la utilizaría para poner el broche final a su penitencia y ya se veía, agotado, paseando sobre las dos ruedas a la estatua de bronce de Dalí situada en el Paseo Marítimo; como mínimo el fantasma le pediría que la llevara hasta el Paraje Natural de Tudela. Por desgracia, lo que de verdad le “aconsejó” el fantasma está claro que fue mucho peor. Si lo hubiera sabido, piensa Fernando, me habría comprado una plegable del Decathlon. 

(Este texto forma parte de un ejercicio de la Escuela de Escritores, en el que se nos pedía que escribiéramos un relato a partir de un final que el lector ya conoce y fuéramos desgranando como hemos llegado hasta allí manteniendo la atención del lector. La frase inicial "Siguiendo los consejos del fantasma, Fernando tira su bicicleta por un acantilado" era una de las opciones con las que podíamos empezar el relato.) 



jueves, 13 de septiembre de 2018

Inventario lector XV

Acabé hace unos 10 días La sociedad literaria de piel de patata de Guernsey. Primero lo intenté leer en catalán y fue un fracaso, parecía una traducción sacada de la era victoriana. Luego lo conseguí en castellano y perfecto. Cuesta entrar al principio porque confundes emisarios y receptores de cartas y todavía no estás familiarizado con los personajes, pero luego es una delicia. Me he enterado de que en octubre sale en Netflix una adaptación ¡Qué ganas de verla! Sigo con el de Steven Pinker, no sabía que sería tan largo (leerlo en Kindle es lo que tiene...). 

Por cierto que en Reread Sabadell encontré una novela interesante El secreto de Darwin" de John Darnton. No sé si será muy buena, pero me gustaba la idea de que necesariamente tenía que haber pasado algo raro para que Darwin tardara 22 años en publicar El origen de las especies. Así que si no se cuela otro libro, allá voy. Ah, también me hice con un ejemplar de Tintín en chino. Estaba toda la colección pero yo me tenía decidir...

La imagen puede contener: texto

martes, 11 de septiembre de 2018

El mayor deseo de Silvano Rey

El mayor deseo de Silvano Rey es que sólo se vendan patatas con el sello de agricultura ecológica. Y naranjas, calabacines o sandías sin pepitas. Silvano Rey detesta los transgénicos y el glifosato, los aditivos y los monocultivos. Vive en un pisito sin calefacción, fabrica su propio chucrut, usa desodorante de piedra de alumbre y se gana la vida haciendo Reiki en una clínica veterinaria. La semana pasada curó a un periquito, a un gato atigrado y a una tortuga acuática. Tan agradecidos quedaron los animales que intercedieron para que Gaia le concediera su mayor anhelo. Es por eso que a la hora de la cena del lunes día 10 de septiembre la diosa aparece mientras él le da la vuelta a una hamburguesa de ternera Km 0. Silvano Rey piensa que sus meditaciones en ayunas por fin han obtenido respuesta y cuando Gaia le anuncia que le va a otorgar lo que le pida, no duda: que todo lo que él toque se convierta en su versión biológica pura, libre de fertilizantes, pesticidas, antibióticos y ADN foráneo. Gaia sonríe y mientras con una mano coge una oliva arbequina de la ensalada de Silvano, con la otra le roza el tercer ojo en un gesto que bendice cual Pantocrátor de Taüll; luego desaparece absorbida por el extractor de humos de la cocina. 

Al día siguiente Silvano sale de casa eufórico en dirección al supermercado. Primero ensaya en la panadería con las barras de cuarto y viendo que adquieren un color de pan negro tradicional, se envalentona en la frutería. Más tarde se resarce a fondo con los vinos, los orejones y los dátiles, siempre tan apestados de sulfitos, y aprovecha la sección de ropa barata para comprobar que también al tocar las camisetas es capaz de convertir el algodón convencional en orgánico certificado. En el aparcamiento se atreve con un Subaru azul y, PLOF, en un instante surge un flamante Troncomóvil. 

Silvano Rey es feliz desde la mañana de ese martes mágico hasta el viernes por la tarde cuando su poder se convierte en una maldición: sin querer ha tocado una de las figuras de su querida colección de Playmobil, en concreto, la del bombero a punto de salvar a un búho de la antorcha de un orgulloso Neandertal. De repente, el muñequito se convierte en un guijarro ligeramente antropomorfo. El grito que suelta Silvano Rey se oye en todo el barrio y con el eco de las nubes bajas de ese día de tormenta de verano, también en parte de la bóveda celeste. Gaia se da por aludida: otra vez es la culpable de que alguien haya incurrido en la falacia naturalista. 

Silvano Rey se pasa el sábado entero con unos guantes de lana puestos para mantener el ordenador a salvo de convertirse en papiro. Navega tranquilo por internet, al poco, se desbarata su activismo: el estudio de las ratas de Seralini no es fiable, empieza a caerle bien el investigador JM Mulet, se entera de que la toxicidad del glifosato es más baja que la de la cafeína, de que la comida ecológica no es necesariamente más nutritiva, ni más segura ni más sostenible y, sobre todo, de que hace meses que apesta porque la piedra de alumbre tiene muy poca efectividad (lo que explicaría su patética vida amorosa). A disgusto, Gaia aparece ante Silvano, que le suplica que lo libere de su poder y lloriquea para que restaure su bombero de Playmobil: nunca hubiera dicho que amaba tanto el plástico. La diosa accede a retirarle el arma al ingenuo soldado hippie siempre y cuando ponga todos los objetos ecologizados bajo las ondas purificadoras del microondas. 

Y así es como, después de una semana rara, el domingo a primera hora de la mañana, Silvano Rey pide por Amazon un Balay con grill esperando, primero, que todas las piezas del Troncomóvil quepan y, segundo, que sea capaz de ensamblar un Subaru.

(Este texto forma parte de un ejercicio de la Escuela de Escritores, en el que se nos pedía que reescribiéramos un cuento infantil ambientándolo en nuestra época y buscando situaciones semejantes) 

martes, 28 de agosto de 2018

Tres espacios diferentes

Recuerdo de cuando era pequeña:

El fuet, la chistorra y el delantal estaban colgados detrás de la puerta, sobre el frutero con ruedas; la barra de pan en el primer cajón largo, entre el horno y la nevera; y el chocolate Dolca en el segundo cajón contiguo al fregadero, desde donde mi yaya me hacía pompas de jabón con las manos, mientras fregaba los platos con Mistol. Con ese mapa podía moverme por la cocina de casa de mis abuelos y sobrevivir meses enteros. Aunque dentro de ese cuadrado pequeño de azulejos color crema, muebles de conglomerado, fogones de gas y encimera de mármol marrón también se cocinaban canelones, bizcochos de yogur de limón y boquerones en vinagre al ritmo de la Tarara y otras canciones populares. De noche estaba iluminada por un fluorescente blanco sin gracia y de día por la luz que entraba a través de una ventana con visillos que daba a un patio lleno de macetas con rosales, margaritas y geranios y por el que, además, se accedía al lavabo. Nunca me pareció extraño que no estuviera dentro, sólo cuando muchos años más tarde, en un viaje a Perú con una amebiasis importante accedí a una vivienda con el inodoro fuera, junto al gallinero, me di cuenta de que mis abuelos vivían en una casa con un diseño arquitectónico tan humilde como aquella. 


Lugar tenebroso:

La sala de espera de urgencias de la unidad de ginecología del Hospital de Terrassa está semienterrada por doce plantas. Las paredes están alicatadas con unas baldosas marrones de los años setenta, hay restos de celo de cárteles arrancados y un póster de una marca de pañales en el que se ve un niño azulado y descolorido; el suelo es de terrazo rojizo, está mate y tiene manchas oscuras cerca de los zócalos; las sillas naranjas, de plástico duro, con chicles enganchados y pintarrajeadas con mensajes que oscilan entre lo soez y lo romántico, se sitúan en tres de las paredes. No hay puerta, sólo un marco de madera grande en la cuarta pared, agrietado y enmohecido. La luz proviene de unos paneles fluorescentes sucios, hay dos o tres tubos fundidos: el ambiente es mortecino y lo acrecienta el resplandor que el televisor refleja en la cara de las siete pacientes que me preceden. Huele a desinfectante o a medicamento, pero aún más a señor mayor enfermo con piel escamosa, boceras, sarro y caspa en los hombros. Temo oír los gritos de mujeres parturientas y bebés recién nacidos, pero me concentro en el ruido que hacen las gotas al golpear las diminutas ventanas rectangulares que tocan el techo, enfrente de mí. No quiero sentarme ahí a esperar a que me digan que, efectivamente, la hemorragia corresponde a un aborto diferido. 


Lugar totalmente imaginado:

El laboratorio cósmico de besos está en una canica gigante que aprovecha las estrellas fugaces para ir de una punta a otra del universo. Desde fuera parece una burbuja que refleja el entorno como un espejo y por eso muchos astrónomos lo confunden con un agujero negro. Por dentro es como una cocina a escala real, aunque de juguete: con una vitrocerámica que es una pegatina, un extractor de humos que sólo hace ruido y una nevera de plástico que no enfría (pero no importa porque allí sólo se elaboran besos frescos). En lugar de vasos, ensaladeras, tazas de café y cucharillas de postre, la alacena está llena de matraces, probetas, mecheros de Bunsen y peras de decantación. Sin gravedad, todos los muebles y electrodomésticos flotan a lo ancho y alto de la bola y hay besos insurrectos, de esos que en la Tierra llaman “cobras”, revoloteando en busca de piel como mariposas a la caza de néctar. Los ingredientes se guardan en cuatro cajitas metálicas que antes contuvieron té Twinings: una para el agua, otra para las materias grasas, una tercera para la sal y la última para los millones de gérmenes que componen un beso. El ambiente huele a algodón de azúcar y a manzana caramelizada y, de hecho, el laboratorio está iluminado igual que el carrusel del Tibidabo. De esta fábrica de cariño ha surgido el beso de Klimt, el de la Bella Durmiente, el de Robert Doisneau y, por error, también el de Judas.

(Este texto forma parte de un ejercicio de la Escuela de Escritores, en el que se nos pedía que describiéramos tres espacios diferentes, uno de los cuales debía ser un recuerdo de cuando éramos pequeños, otro un lugar tenebroso y, por último, un lugar totalmente imaginado.) 

martes, 21 de agosto de 2018

Bolsillos llenos de dinosaurios

Mi hijo tiene los bolsillos llenos de dinosaurios. Si se descuida le muerden. Ya ha perdido la primera falange del pulgar derecho y tiene la yema del anular izquierdo en carne viva, según él porque al Velociraptor le gusta hurgar en esa huella dactilar especialmente. Suerte que el bueno del Diplodocus le lame luego el estropicio con su enorme lengua blandita.

Mi hijo tiene los bolsillos llenos de dinosaurios desde su segundo cumpleaños, cuando le llovieron los animales extintos de la piñata. La mayoría aún lleva confeti adherido a sus espaldas y tiene heridas de bala de minipistolas de agua (pero no me preocupa demasiado porque con este sol de verano se curarán rápido). El Triceratops rosa está urdiendo su plan de fuga, ha perforado en un par de cabezazos el forro con el cuerno del hocico, el problema es que los dos cuernos de la frente se han topado con la celulosa del pañal y ahora temo por las pérdidas de orina.

Mi hijo tiene los bolsillos llenos de dinosaurios del Triásico, del Jurásico y del Cretácico. Conviven en ese diminuto trozo de tela oscuro desafiando los 160 millones de años que separaron a algunos. Toda la fauna del Mesozoico cabe en la palma de la mano de mi niño. Excepto cuando la abre y los pterosaurios intentan salir volando. Algunos lo consiguen. Hoy me he encontrado a un Eudimorphodon en el alféizar de la ventana del lavabo y a un ictiosaurio en la piscina. “Mantén en su sitio a tus mascotas o nos van a denunciar”, le he dicho luego al crío.

Mi hijo tiene los bolsillos llenos de dinosaurios. Tengo que acordarme antes de poner el pantalón en la lavadora. Es importante. No creo que sobrevivan a un programa intensivo de 40º con doble centrifugado.

domingo, 19 de agosto de 2018

Tren-Plátano

Por las vías del Orient Express marcha a trompicones un tren de plástico. Lo empuja un niño de dos años. No avanza ni tres pasos cuando todos los vagones ya se han desarticulado. El accidente ferroviario se ha cobrado la vida de un plátano. Ahora la locomotora huele a merienda y hay carne de fruta tropical en el suelo. El maquinista, impasible, la toca y se chupa el dedo. Todavía con las manos pringosas, después de casi haber borrado la huella del escenario -de un homicidio imprudente, como sin duda acusará la madre-fiscal en breve-, Lorenzo prosigue la marcha del tren de juguete. Desde lo alto, la cáscara de plátano tirada en medio de las vías parece el tutú de una bailarina que lleva luto. No en vano, está negro y los restos de pulpa oxidados exhalan sus últimos alientos de potasio, magnesio y ácido fólico. Definitivamente, el alma de la banana ha expirado. 

En la próxima estación, el convoy piensa repostar la carga: al final del carril hay otro racimo de Cavendish y si con la velocidad a la que va no descarrila y convierte en papilla a los cinco canarios apeados en el andén, Lorenzo se habrá salvado de ser acusado de genocidio por muy poco -lo que sumaría muchos años de condena al anterior delito, además de la retirada del carnet de conducción de mercancías y la imposibilidad de obtener el de siguiente categoría: el de transporte de pasajeros. 

Por suerte, los plátanos se libran de ser arrollados por la locomotora que silba chú-chú con la voz dulce de un niño (que apenas hace un par de días ha aprendido la onomatopeya propia del vehículo). Entre los damnificados está Mochilo, que volvía a su casa-volcán después de un Interrail por Francia, Alemania, Italia y Suiza (pocas horas más tarde, rodeado ya de Gazpacho, Pincho y Pumba, explicará que ha estado a punto de morir embestido por una máquina de vapor de mentira). El Fruiti pide que ante tamaño susto le compensen el precio del billete, pero el revisor, el señor Don Martín, lo mira con expresión indiferente de funcionario público y señala una ventanilla cerrada. La banana moteada se enfada, porque aunque según el cantante cubano Michael Chacon sea “el único fruto del amor”, también es verdad que tiene mal genio cuando alguien lo trata como una triste mandarina de temporada, él que, como no se cansa de alardear, es aventajado en términos globales sólo por el tomate y supera en más de 10 millones de toneladas el consumo de manzana. Luego de decirlo, siempre tiene que añadir que “sí, botánicamente el tomate es una fruta porque es el producto del desarrollo del ovario de una flor y receptáculo de las semillas”. Así, con esas mismas palabras -que pronuncia de carrerilla como recitando la Wikipedia- se lo ha dicho al revisor, el señor Don Martín, que a sus espaldas seguía picando billetes con su tenacilla niquelada, sordo a las quejas del plátano canario. 

Mientras, el maquinista Lorenzo está cargando la caldera con el carbón de los Reyes Magos del año pasado. A juzgar por las existencias, se debió portar muy mal. Si sigue así, el año que viene tendrá combustible suficiente para conducir también el Transiberiano y, de paso, boicotear otros postres saludables a base de macedonia de frutas. Su cómplice, el revisor que acumula tratamientos de cortesía porque de mayor quiere tener siete vidas como el señor Don Gato, igualmente dispone de un buen acopio de mineral azucarado. La madre-fiscal se está releyendo el Código Penal: con tales antecedentes, el crimen contra la base de la pirámide alimentaria está asegurado.

(Este texto forma parte de un ejercicio de la Escuela de Escritores, en el que se nos pedía que creáramos una escena alrededor de uno o dos objetos y que todo el relato gire en torno a ellos.) 

sábado, 18 de agosto de 2018

Inventario lector XIV

Acabé el libro de Faciolince el lunes o el martes. Es una de las más grandes declaraciones de amor de un hijo a un padre y de un padre a un hijo. Además de presentar el retrato de un gran hombre en una sociedad enferma. Desde entonces voy dando tumbos por los libros que tengo en el Kindle sin decidirme. Vamos a ver si tengo suerte esta tarde con el de Steven Pinker En defensa de la ilustración.

martes, 14 de agosto de 2018

Cuento-cromos

Ella escribe historias que son como cromos, y yo los quiero coleccionar todos. Le he enviado una carta manuscrita a la autora para saber dónde venden el álbum oficial, quiero enganchar cada cuento en su lugar. En la librería de mi barrio -a punto del traspaso porque ya nadie lee diarios, ni compra revistas, ni se compra cien pesetas de chucherías-, no tienen ni idea de qué hablo cuando les pido si ya les han llegado los nuevos cuento-cromos. Leen en mi camiseta “Keep Calm and Read Murakami”, y piensan que soy un personaje salido de uno de los libros raros del japonés. Podría ser la mujer que desaparece de Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. Soy Kumiko, si usted así lo desea, pero quiero mi ración de historias-sorpresa, destripar con cuidado el sobre y con una mirada ágil y experta encontrar las que no tengo repetidas. Todavía busco un foro para intercambiar mis cromo-cuentos duplicados. Por triplicado sólo tengo un relato, pero me gusta tanto que he colgado dos copias en la pared de mi cuarto. Mi madre ya no sabe qué prefijo usar para describir mi sexualidad y está consultando a un prestigioso psicólogo argentino si es posible que a mí lo que en realidad me pongan sean las letras. ¿Leerlas o escribirlas? Le pregunta el terapeuta, y ella con el teléfono apoyado en el hombro y ambas manos llenas de jabón lavavajillas, me grita desde la cocina: Niña, ¿tu eres activa o pasiva?

lunes, 13 de agosto de 2018

Teletexto en el móvil

La señora de la sombrilla de al lado tiene teletexto en su móvil. Así se lo ha dicho a su amiga que quiere saber el número premiado de “los ciegos”: “eso te lo miro yo en el teletexto del móvil, Concha”. Ha sacado el teléfono de la inmensa bolsa de playa y le ha cantado la combinación: veintiocho-cero-ocho-siete. En todo ese rato yo he tratado de atisbar el misterioso telé-fono/visión; he girado la cabeza tanto como me ha permitido la anatomía humana -lástima, en estos momentos, no ser un búho- pero el reflejo del sol no me ha dejado distinguir si, efectivamente, había cuatro cuadrados de colores fosforescentes (rojo-verde-amarillo-cian) dividiendo la pantalla. 

He apostado con mi marido a que la mujer es una especie de anti-daltónica, impulsora del fenómeno fan de los unicornios, que en todo ve ya un halo arco iris. Él, erre que erre, que la señora es una X-Woman venida a menos y que los potentes rayos de energía que antiguamente emitía por los ojos se han deteriorado a causa de unas enormes cataratas. 

En fin, si alguien más conoce a la señora con el teletexto en el móvil, por favor, hagan RT, necesitamos encontrarla para resolver quién le hace el masaje en los pies al otro. Agradecemos, igualmente, cualquier otra aportación y si la búsqueda no resulta fructífera, daríamos por válido el resultado que sume más adhesiones: marque con su mando a distancia el 101 si vota por la opción de la yaya promotora de los caballos cornudos con el pelo policromo, o el 102 si apuesta por la anciana cegata que en otros tiempos fulminaba las empalagosas moscas del verano con una mirada.

domingo, 12 de agosto de 2018

Inventario lector XIII

Acabé Filek hace una semana más o menos. Un libro interesante, en un formato que para mí ha sido nuevo. Hace un par o tres de días que dejé al 14% Para morir iguales de Rafael Reig, sus alusiones a la masturbación adolescente en un orfanato de monjas usando a la virgen de objeto erótico me han parecido excesivas. Al principio eran graciosas, luego me han resultado incómodas. Así que empecé con El olvido que seremos de Hector Abad Faciolince, voy por el 43% y me está encantado, qué retrato de su vínculo paterno-filial más tierno y qué gran intelectual y filántropo tuvo Colombia. Sigo y os cuento.

La Señora Paloma

La Señora Paloma vende billetes a la luna. Los domingos por la mañana se va hasta la parada del autobús del hospital a montar su tiendecita ambulante, y en la marquesina de la línea nueve pega con celo sus boletos: trozos de cartón en los que ha dibujado la luna en todas sus fases junto con un cohete que parece una cerilla del revés. Luego se va a la churrería de enfrente y espera a que la Paca le prepare las tres porras y el café con leche hirviendo que le regala siempre. Entonces, se sienta en la parada del autobús a desayunar, y hasta con la boca llena va cantando, con una vocecita lastimera: “Compre, usted, billetes a la luna, dos pesetas cuestan, no más, compre, usted, billetes a la luna, compre, compre usted, tenga piedad”. Los que visitan enfermos ingresados desde hace meses ya conocen a la Señora Paloma, la saludan con cariño y adquieren tantos viajes espaciales como les da la calderilla que han conseguido rebuscando en monederos guardados de antes del 2002. Hoy Don Federico casi acaba con todo el género, y es que le ha llevado una moneda de cien pesetas, todavía reluciente. La Señora Paloma, que pensaba que ese domingo lluvioso la gente estaba muy casera, sólo había preparado cuarenta boletos, así que se le ha ocurrido que mientras el hombre visitaba a su esposa Doña Magdalena -en la planta de pacientes oncológicos desahuciados- le daría tiempo a recortar más billetitos del cartón aceitoso de los churros. A pesar de que Don Federico le ha dicho que “no hace falta, buena mujer, quédese con el cambio”, ella se ha comprometido a darle los viajes que le pertenecían, pues de ningún modo pensaba aceptar diez pesetas de más. 


La Señora Paloma se da prisa y dibuja lunas y cohetes con un lápiz pequeñito que siempre lleva en el bolsillo de la rebeca. Está preocupada porque si Doña Magdalena se muere pronto, Don Federico va a estar tan triste que se le caducarán sus cincuenta viajes a la luna. Detrás de los billetes la anciana siempre escribe una fecha, siete días a contar desde la recepción por parte del cliente. O eso cree ella, pues intercala números y letras sin sentido, del derecho y del revés, excepto el quince del ocho: esa cifra es la única que reconoce porque aún celebra el cumpleaños de su padre, el Marqués de Marianao, que en paz descanse. 

Son casi las doce del mediodía, hora del cierre, cuando una niña con el pelo rizado se le acerca. La Señora Paloma le enseña su tienda orgullosa (el cucurucho de los churros le ha dado para cinco excursiones satelitales más). La niña se emociona al oír la canción y corre a pedirle a su madre que le compre billetes a la luna. A pocos metros la Señora Paloma ve como la niña baja la cabeza ante la regañina de su madre; por suerte no llega a oír lo que le dice. Ambas se alejan, pero antes de doblar la esquina que da a la farmacia, la niña nota algo en el bolsillo de su abrigo, se gira y, disimuladamente, sonríe y le dice adiós con la mano. 

La Señora Paloma murmura en voz alta que sabe que no está bien que los niños vayan solos a la luna, pero esa chiquilla se aburre en la Tierra, lo ha visto en sus rodillas inmaculadas y en sus uñas limpias y cortadas. Los transeúntes que esperan el autobús a su lado se apartan mientras ella desengancha los billetes que le han sobrado y los guarda cuidadosamente en un bolsito de ganchillo deshilachado. Cuando acaba, mira el cielo y chasca la lengua: con estas nubes los vuelos de hoy seguro que se retrasan.

(Este texto forma parte de un ejercicio de la Escuela de Escritores, en el que se nos pedía que inventáramos un personaje peculiar y sin describirlo física o psicológicamente lo mostráramos en movimiento en un mismo tiempo y espacio.) 

viernes, 10 de agosto de 2018

En todas las casas se cuecen habas

El otro día me senté sobre una mano blanca y dura de sólo cuatro dedos. Asustada, salté del sofá para comprobar que mis niños no habían desmembrado a ningún vecino, pues aunque son expertos rompedores de cosas, tienen buen corazón y si en algún momento descuartizan un ser vivo, tendré, como buena madre, que justificarlos ante los que traten de inculparlos: algo habrá hecho el infeliz para merecer ser troceado y, desde luego, seguro que empezó primero. De momento puedo presumir de hijos con la conciencia limpia porque la mano blanca y dura de sólo cuatro dedos que intentó tocarme el trasero era la del Sr. Patata. El pobre tubérculo debía andar manco desde hacía días, con su manita derecha metida entre los cojines del sofá, y no es zurdo, así que imagínense qué ratos tan malos ha tenido que pasar sin poder atildarse el bigotón como es debido.

Pasan cosas muy extrañas en nuestra casa, como que la muñeca de Lorenzo cabalgue sobre un tiburón y Martín me pregunte si la lámpara de mimbre del porche tiene hambre: tendrían que ver como dirige su manita mullida hacia la luz encendida, cómo agarra con fuerza la cuchara de plástico rosa y en un gesto torpe que no logra salvar dos o tres legumbres del abismo dice: ¿am?. No, cariño, en nuestro mundo las lámparas no comen. Luego su padre añade: no tienen sistema digestivo, de hecho, no tienen ni boca, además no tienen dientes y podrían atragantarse y entonces, ¿cómo le practicaríamos la maniobra de Heimlich? ¡Si ni siquiera tienen zona abdominal! Todo eso se lo dice al hijo, in crescendo, en actitud sobresaltada.Y así sigue hasta que la madre lo mira y le dice que pare, que está liando al niño con esa clase de anatomía absurda y hasta él mismo está entrando en un círculo vicioso en el que no sé ni cómo ha sacado a relucir la historia de la invención de la electricidad, la productividad de las bombillas LED y que en casa tenemos prohibida la palabra “vímet” (mimbre en catalán), junto con otras que él mismo ha reconocido que no venían al caso.
Pasan cosas muy extrañas en nuestra casa, insisto, porque hoy 10 de agosto es San Lorenzo y eso que nuestro niño nació el 15 de agosto y todavía no ha obrado ningún milagro. En cualquier caso, ¡Felicidades Lorete!

La mujer-gallina

Érase una vez una mujer que ponía huevos. Su producción era más bien escasa pero qué otra mujer de carne y hueso había puesto tres pares de huevos en dos años y 35 días. Ninguna, porque hubiera salido en el telediarios y ella siempre tenía puesto el canal de noticias 24 horas. Ramona nunca se había hecho una tortilla con ninguno de ellos, aunque eso tampoco era decir mucho, porque a Ramona no le gustaba la tortilla, pero sí los huevos revueltos, mucho, los de desayuno de hotel especialmente. Y tampoco había roto uno sólo de los huevos para zamparse un plato mojando pan con mantequilla. A su marido era al único al que no sorprendía que su esposa fuera una mujer-gallina, pero le guardaba el secreto: y es que sabía que los huevos que había puesto la loca de Ramona eran sólo los testículos de sus tres hijos varones.

martes, 7 de agosto de 2018

Magia en verano

Desde que inicié la serie “Crónicas mágicas desde Terrassa” no había asistido a tal espectáculo de poderes sobrenaturales, así que me veo en la obligación de narrarlos tal como los presencié el viernes 3 de agosto a las 20:03 en una cafetería muy céntrica de la ciudad. 

Estaba yo acompañada de mi grotesca familia, no en vano, estoy segura de que somos la encarnación española de la saga de Gerald Durrell (véase Mi familia y otros animales) cuando de repente aparece por la puerta un hombre joven con la camiseta de Superman que se dirige directamente al servicio. Pasados unos minutos sale vestido de camarero, camiseta negra a juego con los pantalones que ya llevaba, qué chasco. Acabo de asistir a la transformación del superhéroe a la inversa y me asusto. Luego veo que es capaz de servir la merienda a la mesa de enfrente manteniendo perfecto el equilibrio de la bandeja y le perdono que no vaya a salvarnos del fin del mundo.

Los comensales de la merienda, por cierto, son una pareja de unos cincuenta años acompañada de una mujer mayor, pelo blanco, peinada con el clásico moño de anciana sujetado por un par de horquillas, que ha llegado con andador. Al ver que no cabía en el pasillo, ha cogido la cuarta silla con una agilidad insospechada para su aparente fragilidad y la ha trasladado por los aires a otra mesa. Mi hijo de casi dos años me ha preguntado con la mirada: “¿Mamá, tendrá esta mujer en los brazos la fuerza que le falta en las piernas?” Yo le he respondido con un movimiento de cejas: “Eres listo, mi niño”. Lo más sorprendente ha sido la actuación posterior de sus acompañantes y por más que pasa el tiempo (hoy estamos a martes) no consigo resolver el misterio. Ayúdenme: ella le presta atención, él no aparta la vista del teléfono y a partir de ahí empieza la adivinanza. ¿Es él el hijo, y como tiene confianza, se atreve a ignorar a la madre en estos encuentros semanales o, al contrario, es su yerno y se permite dejar todo el peso de la atención en la hija, que le pregunta sobre cuestiones que ya sabe por no estar en silencio mientras el fraudulento Superman les trae las horchatas? Si no es así, y la mujer de mediana edad es la nuera, le espera una buena reprimenda al hombre de camino a su casa: “la próxima vez aguantas tú a tu madre, que yo desde que nos casamos no tengo porqué fingir que me interesan sus enfermedades”. 

Pero esta cafetería está, como he dicho, llena de portentos y el hombre guapo, moreno, recién duchado merece un párrafo. La clave es otra vez la camiseta: es de una talla menos, de cuando no tenía barriga y se le ciñe alrededor del michelín sólo cuando está sentado. De pie, la prenda parece ajustársele bien (y por eso es tan importante el consejo que le doy a mi marido cuando le digo que no se deje engañar por los espejos de los probadores donde no hay silla). Pero hay más, el hombre, que no debe llegar a los 40, se ha puesto la misma loción de afeitado que usaba mi abuelo con casi 60 hace 20 años: Floïd Mentolado Vigoroso. El pobre, qué lastima, huele a rancio. En todo caso tiene mérito: es el primer hombre que no sucumbe a los anuncios de AXE. 

Finalmente, no me pasan desapercibidas las dos niñas rubias que en la terraza del establecimiento dan vueltas sobre si mismas con unas máquinas de hacer pompas de jabón gigantes. Están rodeadas de docenas de burbujas, se ríen, hasta que tres niños morenos con zapatillas de tacos arremeten contra ellas. Se han pensado que las pompas son balones y en su delirio, ellos son porteros de fútbol. Dos son expertos en evitar el gol con la cabeza, el otro prueba a chutarlas fuera del campo. Creo que es el primer partido mixto al que asisto. ¿Es, o no, un milagro?

Hasta aquí esta entrega de las Crónicas mágicas de Terrassa, habrá más, al menos mientras contenga a los hombres grises que tengo bien encerrados en la casita de plástico de nuestro jardín. 

(Este texto forma parte de un ejercicio de la Escuela de Escritores, en el que se nos pedía que subiéramos a un autobús hacia un barrio desconocido y tomáramos notas de los pasajeros para luego elaborar un texto de ficción. Como mis obligaciones familiares me impedían ausentarme mucho tiempo, cambié el viaje en autobús por media hora en una cafetería observando el resto de comensales.) 


Inventario lector XII

El viernes acabé de leer El jardín de la memoria de Lea Vélez, es precioso. Para entonces ya había empezado Seda de Alessandro Baricco, una lectura que forma parte del curso de escritura, lo acabé el domingo, creo. Uhm, es agridulce. En algunos momentos me ha recordado la escritura de Paulo Coelho, aunque despojado de filosofía New Age. Demasiado pueril para mi gusto. Estoy casi acabando la crónica de Filek, vaya trabajo de investigación que se ha dado Ignacio Martínez de Pisón. Ayer en Reread Terrassa encontré la autobiografía de Jane Goodall Gracias a la vida y un libro que conocí hace tiempo (a través de un curso de la Escuela de Padres de José Antonio Marina) pero me parecía difícil encontrar: El mito de la educación de Judith Rich Harris. Ah, también he empezado el libro La sociedad literaria del pastel de piel de patata de Gernsey de Mary Ann Shaffer y Annie Barrows, otra lectura del curso. Estoy al principio, así que me guardo las impresiones por el momento.

lunes, 30 de julio de 2018

Inventario lector XI

He acabado Elogio de las familias sensatamente imperfectas de Gregorio Luri. Es un librito que se lee fácil. No explica nada nuevo, mucho sentido común, discrepo con algunas frases (más que con algunas ideas) y sobre todo no me ha gustado que diga que igual que existe el fast food también hay el fast book (que supuestamente entretiene pero no alimenta). No estoy de acuerdo, incluso algunos libros aparentemente superficiales pueden alimentarte en momentos determinados, no todo tiene que ser "buena literatura" (eso también está por definir, claro). Obviamente descarto todos los libros con ideas perniciosas o directamente falsas de la Nueva Era, pseudociencia y trucos de magias variados, que evidentemente no merecen ni nuestro tiempo ni nuestra atención (os lo digo por experiencia). También equipara elogiar mucho a un niño con darle muchos besos y abrazos y para mi no son iguales, quizás elogiar en exceso a un niño pueda ser perjudicial (pues muchas veces se hace sin motivo real), pero los besos y los abrazos se pueden dar sin temor a excederse, pienso yo, porque no tienen que ir en relación directa al comportamiento de un niño... En fin. Abriré otra entrada con los libros que sigo leyendo y empiezo ahora (muchas recomendaciones interesantes vienen de la Escuela de Escritores, bien!)

viernes, 27 de julio de 2018

Cosas que no me gustan I

1. Sentir que me he vuelto dura con los años.

2. Perder cosas. Sobre todo cuando mayormente las pierde mi marido.

3. Que los detergentes que anuncian que eliminan todas las manchas no sirvan para nuestra colada.

4. La expresión “sarna con gusto no pica”.

5. No saber qué responder cuando me preguntan a qué te dedicas, querer decir que soy escritora y no atreverme

6. Perder la paciencia con mis hijos, gritarles aquí no se grita, darle un manotazo al que ha pegado al otro. Sentirme fatal y pensar que todavía no me entienden cuando les pido perdón.

7. Las retransmisiones de futbol en la radio. Si además son en el coche me marean. Todavía recuerdo las náuseas mientras sonaba el Carrusel Deportivo cuando volvíamos los domingos por la tarde del camping. De esto hará más de veinte años.

8. Que la gente que me cae bien elogie al terapeuta pseudocientífico de turno.

9. Gastar dinero en ropa.

10. Organizar las vacaciones, aunque hago una excepción preparando cuidadosamente los libros que me acompañarán.

11. Que muchas de las canciones que más me gustan me pongan en un estado depresivo terrible. He tenido que dejar de escuchar a Ben Harper.

12. El olor de los vasos cuando los saco del lavavajillas: me huelen a huevo crudo.

13. Hablar por teléfono cuando no soy yo la que llama.

14. No ser constante con la aplicación de cremas exfoliantes e hidratantes.

15. Irme a dormir sin sueño para que no me cueste despertarme y que a la mañana siguiente constate que no ha servido de nada.

Cosas que me gustan III

1. Oler la piel de las patatas antes de lavarlas, tanto que casi sería más correcto decir que las esnifo. 

2. Que el café con leche me dure toda la mañana. Llevarme la taza por toda la casa. 

3. Viajar con muy poco equipaje, que casi todo lo necesario me quepa en una maleta de cabina que comparto con mi marido. 

4. Las lámparas con pantalla de tela plisada que se encienden tirando de una cadenita, como la que tenía mi yaya Pepi. 

5. Esperar los documentales de TV2 para empezar la siesta acunada por las sosegadas voces de los narradores. 

6. La ópera italiana. Me sé muchas arias de memoria y canto papeles tanto de hombre como de mujer. 

7. Ver correr a mis hijos por casa sólo vestidos con el pañal. 

8. Mis piernas cuando estoy embarazada. Sólo entonces no se ven como dos palillitos y puedo usar unas sandalias Birkenstock sin que parezca que llevo zapatones de plataforma. 

9. Los programas que repasan como era la televisión de mi infancia. Me recuerdan momentos casi olvidados, como las cenas en casa de mis abuelos mientras Carmen Sevilla daba el Telecupón. Ay, la ovejita. 

10. Imaginarme dentro de unos cuantos años haciendo el Camino de Santiago con nuestros hijos. 

11. El verso de Rafael Pérez Estrada: “Cree el ángel en su inocencia que hay hombres de la guarda.” 

12. Mi marido y su capacidad para llevar a cabo ideas absurdas, como la de anotar todas las veces que se encuentra mis pinzas de las cejas por la casa para, alcanzadas las 100, tener vía libre para comprarse un Playmobil XXL. 

13. La ropa de Meryl Streep interpretando a Karen Blixen en Memorias de África. 

14. La atmósfera que crean las novelas en las que se invita a una taza de té a cualquier hora. 

15. La Navidad, que en nuestra casa empieza en noviembre y acaba en febrero. Pienso en ella desde el verano.

miércoles, 25 de julio de 2018

Una mujer feliz

A la mujer de pelo liso que antes tenía el pelo rizado hace tiempo que le incomoda ser muy feliz sin poder exhibirlo. Ha aprendido no sabe cuándo ni sabe de quién a sentirse avergonzada de su felicidad. Por si a caso alguien la cree indigna, poco merecedora de su suerte y se ofende porque le parece que presume en momentos de crisis, duros para mucha gente. Lo cierto es que es verdad que ella ha hecho más bien poco para estar tan bien, su vida no ha sido dura, pero ¿tiene que vivir con culpa su fortuna? Eso le pone triste, pues además no sabe si la censura que se impone responde a un exceso de corrección o a falta de arrojo. 

Aparentar que ella es una mujer con una vida normal que sólo responde "bien” cuando le preguntan cómo le van las cosas, la tiene cohibida. Ella querría decir: estoy estupenda, no sólo no me puedo quejar sinó que me abruma no ser capaz de apreciar todo lo bueno que me rodea. ¿Saben? Me encanta poder dar una vuelta en bicicleta con mis hijos y mi marido cuando llega de trabajar a las siete de la tarde. Él conduce y nosotros vamos sentados delante. Es una cargobike eléctrica. La llamamos la Risas porque es de la marca alemana Riese & Muller y porque nos lo pasamos muy bien con ella. Y ¿saben qué más? Cuido de 16 geranios repartidos por casi todas las ventanas de nuestra casa y sé que la gente admira que los tengamos tan lozanos, se lo han dicho en el pueblo a mi madre. Ella también contaría, si pudiera, que estuvo cuatro años esperando a tener hijos y que después de dos abortos tuvo que someterse a una in vitro, pero que ahora está de repente embarazada y espera su tercer hijo y aunque no es una niña, podrá llamarse Armand, y eso compensará que no se pueda llamar Nora o Fiona. 

La mujer que es feliz a escondidas a veces usa Instagram para poner fotos de su chimenea, de su biblioteca, de sus niños en pañales, de sus fines de semana en caravana (con farolillos de colores en el toldo) y aunque inició el recorrido en esa red social para tener un historial de recuerdos para la posteridad (con tantos cambios de móvil y poco espacio en la tarjeta, tenerlos a buen recaudo en una nube le parece lo más sensato), ha aprendido a usarla también, como el resto de usuarios, para mostrar con orgullo un poco de su vida sin sentirse juzgada. 

Y todo porque no trabaja. Casi todo el mundo se lo echa en cara pero a sus espaldas. ¿Me entienden? Piensan qué bien vive sin hacer nada y si ella dice que sí, la toman como una privilegiada de la que no hay nada que admirar, y si ella dice que no, y protesta y replica que cuida a sus gemelos que todavía no tienen ni dos años y que su casa está limpia y ordenada y planea menús sanos y nunca falta papel higiénico en el lavabo, entonces también le dicen que igualmente, no es lo mismo que ir al trabajo, con un horario y un jefe. Por eso en cualquier caso ella hace ver que llama por teléfono cuando le preguntan a qué te dedicas. No le gusta decirse ama de casa, querría poder responder: soy una escritora en paro. Quizás así se compadecieran de ella y ella pudiera, de igual a igual, decir humildemente pero con entusiasmo que sigue siendo muy feliz.

martes, 24 de julio de 2018

Cosas que me gustan II

A mi me gusta pasar la mano abierta por las superfícies lisas y llanas llenas de polvo, si son convexas ahueco la mano para acoger en la palma la mayor superfície y si la cosa en cuestión es demasiado pequeña me confirmo con deslizar un dedo, normalmente el índice, por todos los ángulos posibles. Luego suelo limpiarme restregando la mano polvorienta en el costado del pantalón, que como suele ser tejano disimula bien eso y las otras manchas que llevo a cuestas, éstas sí, involuntarias, provocadas por mis gemelos salvajes. Ahora bien, tarde o temprano me lavo las manos con jabón olor a coco y si los sucios objetos de deseo son míos, voy a por una balleta impregnada con multiusos para acabar de lustrar, por ejemplo, los libros de tapa dura expuestos en la biblioteca, las estanterías de madera, las cajas de cartón que guardan ropa en el armario, los figuritas de Playmobil que invaden nuestra casa, los bordes del zócalo y los marcos de cuadros, fotos y puertas. Para el suelo del porche del jardín me conformo con barrer levantando el polvo, me gusta verlo a trasluz, recogerlo luego en montoncitos y mirar la pala con satisfacción. Por eso también examino con placer el depósito de nuestra Roomba y me peleo con quien haga falta para limpiar el filtro de la secadora, que se llena de unas partículas que al arrastrarse se convierten en un algodoncito gris y suave.

Inventario lector X

Hace un par de días que acabé Hijos del Nilo de Aldekoa. Me ha gustado pero recuerdo con más emoción Océano África. Ahora llevo unos días un poco perdida sin acabar de seguir ninguno de los libros que he empezado (excepto el último sobre crianza que ya comenté). Sigo intentándolo. Hoy empiezo el curso de Escuela de Escritores, qué ilusión, regalo adelantado por mi 34 cumpleaños!


Una barriga de 27 semanas

En la barriga de la mujer embarazada hay un niño que se va a llamar Armand, sus otros dos hijos aún no lo saben y por eso se le acercan sin ningún cuidado a apretar el ombligo como si fuera el botón de un timbre. Llorenç además golpea otras partes del vientre como si llamara a una puerta, no sin razón debe pensar que el timbre está averiado, pues nadie sale de esa pelota rota que no bota y que su madre lleva a todas partes.

Lo que la mujer embarazada sospecha es que no sólo vive Armand dentro de esa barriga descomunal, de hecho está casi convencida de que alguno de todos los objetos perdidos del universo (si no más de uno y de dos) se oculta también dentro de su tripa, sólo así se explicaría que estando de 27 semanas y habiéndole asegurado su ginecóloga que no lleva otra vez mellizos, el tamaño esté a la par que estaba a estas alturas de su embarazo gemelar. En sus ratos de insomnio juega a averiguar qué podría estar haciéndole compañía a su niño Armand. Se palpa la barriga, toca una cabecita, un culito, un puñito y luego algo raro que no cuadra con ninguna extremidad de bebé y entonces empieza su catálogo: podrían ser unas gafas de sol azules de niño de dos años -como las que perdió en Cadaqués hace un mes-, o no, de repente se inclina por pensar que podría ser un estuche lleno de subrayadores que una estudiante de tercero de medicina perdió de camino a la biblioteca en pleno periodo de exámenes o, qué va, todo apunta a que es la pancarta de un hombre despistado que se equivocó de manifestación, sí. Y así sigue hasta que por fin se duerme y sueña con que el día del parto alumbrará un paraguas azul con topos amarillos.


viernes, 20 de julio de 2018

Un solo deseo

Si a punto de la extinción humana, en pleno colapso planetario, con lluvia ácida en el barreño del que bebo, un genio se me apareciera y me concediera un deseo, seguiría pidiéndole lo mismo que ahora, con dos niños que se pelean por tocar un carrusel de campanas musicales, a una agradable temperatura de verano, con agua potable en el grifo (hace ya más de un año que no compramos garrafas): por favor, por favor, yo quisiera poder escribir mientras leo.

Inventario lector IX

Si dios no existe, el patrón de los bibliófilos debe ser su sustituto, porque ayer después de una intensa búsqueda de libros, tuve que renunciar al que había recomendado Almudena Grandes en la revista de La Casa del Llibre, Para morir iguales de Rafael Reig. Hoy me conecto otra vez a la biblioteca digital y ¿qué veo en la sección novedades? Pues sí, el libro que acaba de engrosar mi Kindle. Ayer también lo alimenté con: Cuentos completos de Roald Dahl, El orden del día de Eric Vuillard (recomendado por el propio Reig), Filek de Ignacio Martínez de Pisón (recomendado por Aramburu) y Un amor de Alejandro Palomas. Ahora voy a ver si tengo suerte con unas recomendaciones de Julio Basulto (que no son sobre alimentación) y con Hijos del ancho mundo de Abraham Verghese, que me acaba de recomendar Isabel Vázquez. Esta tarde compagino la lectura de Aldekoa con un libro sobre crianza Cómo hablar para que sus hijos le escuchen y como escuchar para que sus hijos le hablen de Adele Faber y Elaine Mazlish. A pesar del aire de autoayuda americano, tiene ideas muy buenas que de hecho sirven también para la comunicación entre adultos.

jueves, 19 de julio de 2018

Inventario lector VIII

Siete de la tarde. Mis niños se sumergen en la piscina municipal con su padre. Yo me sumerjo en el mundo de mi biblioteca. Hoy tengo que bucear en ebiblio para preparar el equipaje de papel de este verano. Voy casi por la mitad del de Aldekoa, muy duro. Ahora me acabo de descargar el de Mikel Ayestarán Oriente Medio, Oriente roto. Voy a por unas recomendaciones que he visto en la revista de La Casa del Llibre que hacen algunos escritores y os cuento en breve.

miércoles, 18 de julio de 2018

Inventario lector VII

Me he quedado enganchada en África. Empiezo Hijos del Nilo de Xavier Aldekoa. Me rodea también la segunda parte de la autobiografía de Richard Dawkins y José Luís Sampedro. La escritura necesaria de Gloria Palacios.

martes, 17 de julio de 2018

Inventario lector VI

He acabado ahora mismo Los guardianes del lago. Diario de un arqueólogo en la tierra de los maasai de Jordi Serrallonga. Ha sido una lectura fascinante y aunque no del todo, me he quitado a medias la espinita de no haber hecho todavía un safari con Jordi, porque ha sabido transportarme con sus palabras. Ha sido como leer un Memorias de África científico y moderno pero con la misma magia que emana de las aventuras vividas cerca del lago Natron. Ha sido apasionante, de verdad. Voy a ver qué otra historia me espera ahora. La siesta de mis niños está a punto de acabar...

Cosas que me gustan I

A mi me gusta estirarme en la alfombra de mi biblioteca y repasar con la vista todos los libros que me rodean. Están puestos por colores en estanterías de no más de 60 centímetros de alto. Cuando los ojos no son suficientes, las manos me alcanzan a sacar alguno de su nicho para resucitarlos en mi regazo, leyendo en voz alta alguna frase al azar. Luego me cuesta mucho devolverlos a su sitio, vivitos como se sienten después del aire fresco que se ha colado entre las páginas. Se revuelven de arriba abajo, los de tapa dura se atreven a chocar portada y contraportada, los que llevan punto de libro incorporado fustigan su tira de tela contra mi palma, los de bolsillo tratan de meterse en mis pantalones (pero como ahora son de premamá y la barriga de seis meses ya abulta, apenas queda espacio). Tras mucho esfuerzo los cierro prometiéndoles que los recomendaré a mis amigos. 

Desde donde escribo tengo delante los de lomo blanco, amarillo, naranja, rojo y verde. Detrás de mi están los negros, grises, azules y el resto de verdes, que se juntan con los otros de su mismo color en la esquina. Cuando la gente viene me pregunta si me los he leído todos. Esperan que les diga que sí y yo digo sí pero. Pero hay muchos que no, y esos son los mejores. Son los que convierten mi biblioteca en una librería de viejo, en la que hay que buscar pacientemente hasta encontrar un tesoro inadvertido durante años, pues aunque yo crea que llevo al día el catálogo de todos mis ejemplares, siempre me encuentro con alguna grata sorpresa, que preserva un tiempo más el presupuesto para las letras. Tanto he tirado de mi propio excedente libresco que he ahorrado para un curso de escritura. Qué emoción.

martes, 10 de julio de 2018

El Apocalipsis ha empezado


Nieva o del cielo caen alas de ángel que se estrellan contra el suelo. Con ellas los niños forman bolas con sus manos patosas, y sin ningún miramiento, les hincan las uñas negras de roña. A punto de ser lanzadas contra otros chiflados, las alas ya sólo parecen albóndigas caseras de carne de oso polar putrefacta. Los niños aún más desquiciados hacen muñecos: los apéndices de los ángeles están rotos, aplastados y hundidos modelando todos los miembros del rollizo y gélido Frankenstein, que tiene alas de arcángel en la mejilla, de querubín en la nuca y de serafín en la tripa. No me extrañaría que algún ángel de la guarda hubiera perdido su ingravidez en esta tormenta de plumas y hasta puede que en estos momentos esté arrastrándose dolorido detrás del hombre a quien custodia y a quien no le deseo muchos peligros disponiendo desde ahora mismo de tal guardaespaldas mutilado. 

Nieva o Dios ha enviado un ejército de ángeles bomba. Nieva o miles de Luciferes se han caído del firmamento. Nieva o hay una masacre celestial al borde de un cumulonimbo. 

Me quito un copo del pelo. Mi iPhone dice que no está nevando. Voy corriendo a lavarme las manos.

lunes, 9 de julio de 2018

Inventario lector V

Ayer acabé una biografía de Wallace, Wallace, el explorador de la evolución por José Fonfría Díaz. Lo compré en Reread. Súper interesante, me ha encantado saber algo más del coautor de la teoría de la evolución. Como me he quedado con ganas de aventuras antropológicas voy a seguir con Los guardianes del lago. Diario de un arqueólogo en la tierra de los maasai de Jordi Serrallonga. Paralelamente voy a repasar Más vegetales, menos animales de Julio Basulto y Juanjo Cáceres, que tengo que empezar a preparar una charla para el año que viene que me hace muuuucha ilusión!

jueves, 28 de junio de 2018

Inventario lector IV

Ayer acabé La sustancia del mal de Luca d'Andrea. Bien para pasar el rato pero no llega al nivel de Harry Quebert. Vamos a ver con qué me pongo ahora... De momento repaso algunas lecturas sobre crianza, que los gemelos ya tienen cerca de dos años y empiezan las rabietas y llevamos unos días de locos!

jueves, 21 de junio de 2018

Inventario lector III

Ayer acabé Patria de Aramburu. Es un libro triste que hace falta leer. Desde que lo terminé me asalta una imagen a la cabeza, la de una librería mostrándolo en el escaparate cerca de una bandera independentista. Sólo se me ocurre que el librero no leyó el libro. Hoy retomo El sueño del celta de Vargas Llosa, lo tenía al 4% (según indicaba el Kindle) así que no he vuelto a empezar desde el principio porque más o menos recuerdo el inicio. Vamos a ver si lo acabo o lo interrumpo antes. De momento lectura agradable.

jueves, 14 de junio de 2018

Inventario lector II

Antes de ayer encontré un par de libros fantásticos en el Pi dels llibres de Matadepera, Océano África de Xavier Aldekoa (lo leí hace años) y Un hotel a la costa. Tossa de Mar (1934-1939) de Nancy Johnstone. Ahora estoy con Patria de Fernando Aramburu. Me está encantado.

miércoles, 6 de junio de 2018

Inventario lector I

El viernes empecé El baró rampant de Italo Calvino (me está gustando). El lunes me encontré con La torre de Vicenç Villatoro en el Pi dels llibres de Matadepera, lo acabé ayer (trata sobre la construcción de la Torre Eiffel, me ha gustado mucho). Ayer por la tarde leí un extracto gratuito de Kindle de El jardín de la memoria de Lea Vélez (qué ganas de tenerlo, pero prefiero comprarlo en papel). Hoy tonteo con Olvidado Rey Gudú de Ana María Matute. He dejado empezado en la mesilla del sofá Tres hombres en una barca (por mo mencionar al perro) de Jerome K. Jerome (humor inglés) . Hace un par de semanas leí El destino se llama Clotilde de Giovanni Guareschi (muy divertido). En la estancia hospitalaria de Llorenç acabé L'amor et farà immortal de Ramon Gener (me gustó mucho aunque en algún punto es cargante). También leí La Ciencia en la sombra de Jose Miguel Mulet (muy interesante y ameno) y El coronel no tiene quien le escriba de Gabriel García Márquez (me defraudó).
He decidido ir haciendo aquí un inventario escueto de mis lecturas. A veces cojo y dejo tantos libros que tengo la sensación de no leer, pero supongo que así escrito parece que no haga otra cosa.

miércoles, 14 de febrero de 2018

Wiegenlied, op. 49, no. 4

Los escépticos la echaron de su grupo de Facebook por no presentar pruebas de su grandilocuente afirmación. La acusaron de charlatana y de otras muchas cosas propias de los mejores paladines de la pseudociencia. Fue bochornoso, pues además coincidió con el día del nacimiento de Darwin. Ella estaba convencida, si la habían expulsado era porque le tenían una envida enferma (no en vano, por entonces había una epidemia de gripe que había infectado mucha envidia sana).

Alexandrina no dejaba de decirle a todo el mundo que la canción de cuna de Brahms funcionaba. Después de casi 18 meses durmiendo gemelos a muy duras penas, hacía unas semanas que la siesta de la mañana, la siesta de la tarde y la hora de ir a dormir de por la noche era mecer y cantar. En media hora, tirando largo, los dos niños caían en un sueño profundo. Tan dormidos se quedaban que no hacía falta cerrar la puerta del salón: los ruidos que les llegaban no les provocaban ni un leve pestañeo. Desde entonces el padre de los niños vuelve a lavar los platos haciendo un ruido tremendo: tenedores que se chocan con las tazas, tapas de olla que se caen al suelo, aceiteras que se derraman…Hasta ahora Alexandrina lo regañaba con dureza, y no era para menos, porque esos estallidos, crujidos y chirridos solían despertar a los gemelos, que ya no se calmaban si no era en los brazos de la madre.

La Wiegenlied, op. 49, no. 4 cumple lo que promete, es una canción de cuna que funciona incluso si los niños duermen en el carricoche. Alexandrina la canta con una letra inventada y ya cuando se cansa, tararea hasta que los niños cierran los ojos. Entonces sigue el ritmo de la música con un ssssh, sssh, sssh, antes de irse hasta el sofá con el sigilo de un ninja (en eso ni ella ni su marido han perdido la costumbre). Por fin sentada come galletas de chocolate sin temor a que los niños desarrollen malos hábitos alimenticios.

Botánica fantástica: Pino (Pinus)

Los ambientadores de pino no huelen al pino que Ada huele los tórridos mediodías de verano, cuando dormita a la sombra de alguno en la piscina municipal. El pino comprimido en la botelilta de perfume de su coche no es el pino de la Costa Brava ni el de Sant Llorenç del Munt. Debe ser el aroma de un pino de China, se dice mientras lo aspira en la pausa de un semáforo. Desde que de pequeña aprendiera a decir la palabra árbol mientras su padre le señalaba los pinos que les seguían en los paseos vespertinos alrededor de la casa familiar, ningún otro árbol ha podido adueñarse del arquetipo arborescente de Ada. Cuando ella piensa en un árbol piensa en un pino. Una vez, estando en un cámping de Tarragona pasando unas vacaciones de semana santa, las moreras que rodeaban su comanche quisieron pagarle con gusanos de seda (le prometieron centenares de miles) para que a partir de entonces fueran ellos los que aparecieran en la cabeza de Ada cuando pronunciara la palabra árbol, pero ella no quiso traicionar sus recuerdos infantiles y permaneció fiel a la conífera. 

Ada vive en un piso pequeño sin terraza y sólo puede cultivar germinados en vasitos de yogur reciclados. Los tiene en una esquina del mármol de la cocina, entre el frutero y la cafetera de filtro. Ella daría cualquier cosa por vivir en una casa con un pino, por eso cada mañana consulta la sección de viviendas del diario local y hace números sumando su nómina, las pagas extras, los 50 euros que le da su madre en su cumpleaños y el premio gordo de la lotería que tiene pendiente ganar. Con eso bastaría. Por si a caso, hace tiempo que está elaborando un plan alternativo. Conoce a la perfección el bosque que rodea la que fue su casa familiar durante 15 años, podría pasear por él con los ojos cerrados (algo que, de hecho, lleva a cabo algunas noches de insomnio). Sabe que hay un pino especial, al que sólo se puede acceder bajando por un terraplén muy empinado, pues el tronco nace en el curso de un torrente colmado de zarzas punzantes. La copa del pino queda a la altura del borde del despeñadero, solo a un valiente salto de mujer con la complexión y la ilusión de Ada. Ni en el mejor de sus sueños hubiera imaginado que, en realidad, donde acabaría viviendo no sería en una casa con jardín para su árbol, sino en el propio pino, en una casita construida entre su tronco, sus ramas, sus hojas y sus piñas.

Un fin de semana lluvioso acabó de empaquetar sus libros en una mochila con la que hacía dos años había hecho el Camino de Santiago. Se la cargó a la espalda y cerró para siempre la puerta de su pequeño apartamento. Bajó los cuatro pisos andando y así continuó hasta su nuevo hogar. Atravesó la ciudad, siguió caminando por el márgen de la carretera que daba al inicio del parque natural y se adentró en el bosque. Los pocos excursionistas con los que se cruzó pensaron que estaba peregrinando hasta Santiago siguiendo el Camí de Sant Jaume, pues aún le colgaba la vieira de una cremallera de la mochila.

Nadie sabía que Ada se mudaba, sólo se lo contaría a sus mejores amigos a medida que los invitaría a ver las estrellas. Había construido la cabaña ella sola, con poleas y mucha paciencia y, bueno, con la ayuda de algunas palomas torcaces que le sugirieron los mejores puntos de apoyo para su nido humano.

En mayo de este año hará siete meses que Ada ya no tiene los pies en la tierra.

lunes, 12 de febrero de 2018

Botánica fantástica: Geranio (Pelargonium)

El Principito andaluz cuidaba geranios. Su asteroide era como un patio de Córdoba, colgaban macetas de toda superfície vertical libre y cuando florecían a la vez, el planeta parecía un arcoiris esférico. Tenía geranios de todos los colores: rojos, rosas, blancos, amarillos, naranjas, violetas, azules, verdes y todos los matices disponibles de los anteriores (rojo carmín, rojo burdeos, rosa palo, rosa fúcsia, amarillo azafrán, amarillo canario, naranja mandarina, naranja calabaza, violeta violín, violeta wisteria, azul zafiro, azul turquesa, verde musgo, verde lima, verde pistacho…).

Cómo había llegado a tener el Principito andaluz tal gama cromática entre los geranios era un misterio que ni él conocía. Sospechaba que tenía que ver con la hora en la que el Sol iluminaba el brote que surgía de la tierra por primera vez: los que surgían de noche eran azules o violetas, cuando el alba despuntaba, verdes y amarillos, hacia el mediodía naranjas y rojos y al atardecer rosas y blancos. El problema era que las observaciones del Principito andaluz no siempre confirmaban dicha hipótesis. Había geranios rojo amaranto germinados a medianoche y geranios azul celeste que brotaban a la hora del te con galletas de mantequilla. La clave estaba en los fósiles de estrella de mar incrustados en la parte septentrional del asteroide. Estos equinodermos marinos petrificados también emitian luz, de hecho propagaban resplandores similares a los que en la Tierra conocemos como auroras boreales. Cuando aparecían en el cielo, el Principito andaluz se emocionaba y decía: Ole, ole y ole.

Las estrellas de mar emitían fotones a todas horas y aunque las auroras boreales sólo eran visibles de noche, eran las culpables de que el Principito andaluz errara en sus cálculos. Si un tallo germinaba bajo el influjo de una aurora boreal especialmente intensa, el geranio se contaminaba de su luz, fueran las 12 del mediodía o las 7 de la tarde. El resultado siempre era impredecible porque el color era producto de un algoritmo que abarcaba elementos relativos a la luz solar, a la luz del equinodermo marino e incluso (aunque muy sutilmente) a las lámparas que el Principito andaluz tuviera encendidas entonces.

En el fondo tampoco era muy importante que el Principito andaluz supiera que las estrellas marinas daban luz como las estrellas celestes, porque él seguía cuidando sus geranios de igual modo, esto es: cantándoles La Macarena y Sevilla tiene un color especial mientras los regaba pacientemente cada mañana, y es que con tanta luz, hacía mucho calor y el sustrato de las macetas se secaba de un día para otro. De lo que no tenía que preocuparse el Princpito andaluz era de la mariposa africana, cuando alguna vez el bicho había advertido desde la Tierra un planetoide lleno de geranios, le habían dado ganas de salir volando hasta él, y en no pocas ocasiones lo intentaron algunos individuos que se quedaron sin aire a la altura de la estratosfera.

El Principito andaluz siempre ha sido extraterrestre, pero tiene genes gaditanos y cecea como los vecinos de Jerez de la Frontera. Cuando ve pasar naves espaciales cerca, las saluda con la mano y grita: ¡Adió, adió, tengan ustede buen viahe y no me tiren bazurah por el univerzo!

domingo, 11 de febrero de 2018

Ensalada waldorf y sésamo caramelizado

Érase una vez una mujer que decía: “No sé cómo he podido vivir hasta ahora sin la ensalada waldorf y el sésamo caramelizado”. Y de verdad era un caso curioso porque la mujer ya tenía 33 años. Recuperaba el tiempo perdido inventando nuevas comidas durante el día y así, entre el desayuno, la media mañana, el vermut y el almuerzo picoteaba su ensalada con sésamo. También entre el almuerzo, la merienda y la cena atacaba el cuenco ya medio vacío de ensalada con sésamo. En una crisis de ansiedad un domingo especialmente frío, sacó todo lo que tenía en la alacena pensando en llenarla de nuevo al día siguiente exclusivamente de manzanas fuji, apio, nueces, mayonesa y sésamo caramelizado. Así lo hizo. Dos días más tarde, ya no quedaba nada. Así que decidió liberar más espacio para la próxima compra en el colmado. Se deshizo del horno, del lavavajillas, del microondas y del congelador, en los huecos que quedaron puso cajas que atiborró de manzanas fuji, apio, nueces, mayonesa y sésamo caramelizado. Pronto su cocina dejó de parecer normal. Hasta que descubrió una frutería que vendía los mangos a 2 euros el kilo y entonces empezó a decir “No sé como he podido vivir hasta ahora sin el mango” y otras estancias sucumbieron a la invasión de la fruta tropical. Además, le faltaban horas al día para comérselos, porque su obsesión por la ensalada waldorf y el sésamo caramelizado no había disminuido un ápice, así que le restó horas de sueño, primero a las noches de los fines de semana, y poco a poco también al resto de días. En la oscuridad de su casa, apenas iluminada por el fuego de la chimenea, comía un mango tras otro. 

En pocos meses, la mujer se volvió loca del todo. Sus vecinos ya no la saludaban cuando se cruzaban por la calle, empezó a deberle dinero al frutero y al tendero del colmado y ya casi no se cambiaba de ropa (de hecho, hacía tiempo que se había desecho también de la lavadora por motivos de espacio). Murió tres años más tarde, sola, con la dentadura gastada y el estómago aburrido. Dicen que la gente empezó a murmurar que se lo tenía bien merecido por negligente: todo el mundo, desde el principio, le había advertido de lo peligrosas que eran las sustancias adictivas que estaba consumiendo. Así que ya lo sabéis, niñas y niños, decid no a las drogas, a la ensalada waldorf, al sésamo caramelizado y al mango.

sábado, 10 de febrero de 2018

Botánica fantástica: Alcornoque (Quercus suber)


Los alcornoques recién plantados en nuestro jardín
La llamaban Amapola, aunque se llamaba Margarita y acababa de adoptar dos alcornoques bautizados con el nombre de sus suegros. Asimismo lo dispuso su marido cuando los plantó en agujeros de 110 cm de diámetro por 60 cm de profundidad, y los regó con una de las tres mangueras del jardín. Amapola esperaba que al no estar el agua consagrada por ningún sacerdote, el bautismo fuera reversible y cuando su marido no estuviera en casa, ella pudiera ponerles nombres de verdad, de los de árbol de toda la vida. Para garantizar los nombres traería auténtica agua bendita. Se la pediría al parroco del pueblo y la traería de la iglesia con una regadera que guardaba desde hacía años para tal propósito. Era preciosa, de metal, pintada con unas imprimaciones de flores marrones. Tenía que hacerlo cuanto antes, ella sabía lo que era sufrir por llevar un nombre incorrecto. A ella le tenían que haber puesto nombre de persona, de los de mujer de toda la vida. Para ello debía distraer a su marido el tiempo suficiente para que pudiera llevar a cabo su misión y sabía lo difícil que le resultaría, estando el hombre, como estaba, todo el día mirando sus alcornoques: desayunaba en la cocina de cara al jardín, en el comedor cambió la posición de su butaca para poder observarlas y hasta hizo una ventana en el lavabo de su dormitorio para contemplarlas mientras se aseaba (para lo cual sacrificó una gran parte del espejo y disminuyó considerablemente la calidad de su afeitado).

Un sábado 10 de febrero, la mujer-flor le pidió a su marido que fuera a buscar leña al bosque. Era muy urgente porque hacía mucho frío y el último tronco se les había acabado la noche anterior Si no iba, ella misma talaría los alcornoques para quemarlos a trocitos: con sus ramas y sus hojas y sus futuras bellotas. Así se lo dijo, con un tono amenazador de bruja que estremeció al marido. ¿De verdad se había casado con esa mujer horrible que ponía en riesgo sus alcornoques por una olita de frío? En cualquier caso, pensó, ella no podría levantar el hacha más de medio metro del suelo, su Amapola era enclenque y hasta el cucharón de la sopa le pesaba. Igualmente, el hombre se fue a regañadientes al bosque porque era mucho peor quedarse en casa oyendo a su esposa mientras castañeteaba. No tardaría ni media hora, sus alcornoques estarían a salvo.
Tan pronto salió el hombre por la puerta, ella se pasó el asa de la regadera por el brazo y se fue a paso ligero hacia la iglesia del pueblo. Al parroco le contó que el agua bendita era para un caldo de verduras con tofu que estaba cocinando para su marido, que el pobre estaba muy enfermo y que hasta los médicos lo habían deshauciado. El cura tuvo que simular preocupación por el hombre, pues sabía que estaba tan sano como puede estarlo alguien casado con una mujer-flor, y aunque temía que el agua bendita se destinara a usos profanos, no quiso discutir con Margarita (él era el único que nunca la llamaba Amapola).

A punto estaba de llegar el hombre con la leña, cuando vió aparecer a la mujer por la esquina de la calle. Ambos se pusieron al acecho, él sabía que ella tramaba algo y ella que él se había dado cuenta de que tenía algo entre manos así que los dos se pusieron a correr hacia la puerta. A Amapola se le derramaban grandes gotas de agua bendita a cada zancada. Quizás era canija pero estaba ágil, así que no le costó cerrar la puerta ante las narices de su atónito marido.

Ella hubiera querido celebrar un ritual solemne, pero tenía poco tiempo antes de que su marido impidiera el sacramento. Tendría que haber pensado con más antelación los nombres, tanto como se había quejado de los que ahora tenían, no era propio de ella improvisar asuntos cruciales. Al menos podría haber pensado en la onomástica, con los santos tan bonitos que se festejaban: Santa Escolástica de Nursia, Santa Austreberta, San Guillermo, San Protadio o San Troyano. Pero Amapola ya oía los pasos de su marido muy cerca y en un arrebato arrojó el agua bendita a los alcornoques (como quien tira en la acera de la calle el agua sucia del cubo de fregar) al tiempo que vociferó las dos primeras palabras que se le ocurrieron. Así fue como Margarita, a la que todo el mundo menos el parróco llamaba Amapola, y que sufría de incontinencia nerviosa, pasó a tener dos alcornoques llamados “Me” “Meo”.