sábado, 10 de febrero de 2018

Botánica fantástica: Alcornoque (Quercus suber)


Los alcornoques recién plantados en nuestro jardín
La llamaban Amapola, aunque se llamaba Margarita y acababa de adoptar dos alcornoques bautizados con el nombre de sus suegros. Asimismo lo dispuso su marido cuando los plantó en agujeros de 110 cm de diámetro por 60 cm de profundidad, y los regó con una de las tres mangueras del jardín. Amapola esperaba que al no estar el agua consagrada por ningún sacerdote, el bautismo fuera reversible y cuando su marido no estuviera en casa, ella pudiera ponerles nombres de verdad, de los de árbol de toda la vida. Para garantizar los nombres traería auténtica agua bendita. Se la pediría al parroco del pueblo y la traería de la iglesia con una regadera que guardaba desde hacía años para tal propósito. Era preciosa, de metal, pintada con unas imprimaciones de flores marrones. Tenía que hacerlo cuanto antes, ella sabía lo que era sufrir por llevar un nombre incorrecto. A ella le tenían que haber puesto nombre de persona, de los de mujer de toda la vida. Para ello debía distraer a su marido el tiempo suficiente para que pudiera llevar a cabo su misión y sabía lo difícil que le resultaría, estando el hombre, como estaba, todo el día mirando sus alcornoques: desayunaba en la cocina de cara al jardín, en el comedor cambió la posición de su butaca para poder observarlas y hasta hizo una ventana en el lavabo de su dormitorio para contemplarlas mientras se aseaba (para lo cual sacrificó una gran parte del espejo y disminuyó considerablemente la calidad de su afeitado).

Un sábado 10 de febrero, la mujer-flor le pidió a su marido que fuera a buscar leña al bosque. Era muy urgente porque hacía mucho frío y el último tronco se les había acabado la noche anterior Si no iba, ella misma talaría los alcornoques para quemarlos a trocitos: con sus ramas y sus hojas y sus futuras bellotas. Así se lo dijo, con un tono amenazador de bruja que estremeció al marido. ¿De verdad se había casado con esa mujer horrible que ponía en riesgo sus alcornoques por una olita de frío? En cualquier caso, pensó, ella no podría levantar el hacha más de medio metro del suelo, su Amapola era enclenque y hasta el cucharón de la sopa le pesaba. Igualmente, el hombre se fue a regañadientes al bosque porque era mucho peor quedarse en casa oyendo a su esposa mientras castañeteaba. No tardaría ni media hora, sus alcornoques estarían a salvo.
Tan pronto salió el hombre por la puerta, ella se pasó el asa de la regadera por el brazo y se fue a paso ligero hacia la iglesia del pueblo. Al parroco le contó que el agua bendita era para un caldo de verduras con tofu que estaba cocinando para su marido, que el pobre estaba muy enfermo y que hasta los médicos lo habían deshauciado. El cura tuvo que simular preocupación por el hombre, pues sabía que estaba tan sano como puede estarlo alguien casado con una mujer-flor, y aunque temía que el agua bendita se destinara a usos profanos, no quiso discutir con Margarita (él era el único que nunca la llamaba Amapola).

A punto estaba de llegar el hombre con la leña, cuando vió aparecer a la mujer por la esquina de la calle. Ambos se pusieron al acecho, él sabía que ella tramaba algo y ella que él se había dado cuenta de que tenía algo entre manos así que los dos se pusieron a correr hacia la puerta. A Amapola se le derramaban grandes gotas de agua bendita a cada zancada. Quizás era canija pero estaba ágil, así que no le costó cerrar la puerta ante las narices de su atónito marido.

Ella hubiera querido celebrar un ritual solemne, pero tenía poco tiempo antes de que su marido impidiera el sacramento. Tendría que haber pensado con más antelación los nombres, tanto como se había quejado de los que ahora tenían, no era propio de ella improvisar asuntos cruciales. Al menos podría haber pensado en la onomástica, con los santos tan bonitos que se festejaban: Santa Escolástica de Nursia, Santa Austreberta, San Guillermo, San Protadio o San Troyano. Pero Amapola ya oía los pasos de su marido muy cerca y en un arrebato arrojó el agua bendita a los alcornoques (como quien tira en la acera de la calle el agua sucia del cubo de fregar) al tiempo que vociferó las dos primeras palabras que se le ocurrieron. Así fue como Margarita, a la que todo el mundo menos el parróco llamaba Amapola, y que sufría de incontinencia nerviosa, pasó a tener dos alcornoques llamados “Me” “Meo”.