martes, 23 de septiembre de 2014

Niños adictos

No me cuesta mucho imaginar a mis padres preocupados, hablando entre ellos o con sus amigos diciendo “la niña está enganchada a los libros”. En cualquier caso, es improbable que hubieran usado esa expresión, antes creo que se hubieran regocijado de mi adicción llamándola pasión y presumiendo de que era capaz de leer a la velocidad del sonido, lo que me ha convertido en una persona locuaz que debe medir el ritmo de sus frases si no quiere que su interlocutor se maree, de lo que me avisan muchos sobretodo cuando hablo por teléfono. La culpable de todo esto es mi hermana, que empezó a suministrarme dosis cuando ella iba a la biblioteca del barrio, la ya desaparecida Salvador Utset.

Por suerte no soy contemporánea de Johannes Gutenberg que a partir de la segunda mitad del siglo XV dio inicio a la difusión de los libros impresos y con ello a la democratización de la cultura escrita. Y digo que soy afortunada de no haber nacido en esa época porque de haber tenido la misma afición que hoy, entonces sí muchos lo hubieran llamado vicio y hasta me hubieran atribuido cierta posesión demoniaca. Ya no me quiero ni imaginar lo que dijeron de los primeros que hace seis mil años inventaron la escritura por las mismas tierras de Mesopotamia de las que me despedí hace un par de artículos. Se dice que la escritura surgió para registrar la contabilidad de los templos, que controlaban cosechas o el pago de impuestos. Qué paradoja que se escribiera antes sobre matemáticas o economía que de filosofía o historia, ahora que los libros son el fetiche de los de letras y a los de ciencias les baste una calculadora para leer el mundo. Caricaturas a parte, me pregunto si todas las horas que paso delante de la pantalla del ordenador o del teléfono podrán ser exculpadas algún día de drogodependencia y se verán entonces como un tiempo invertido en el conocimiento y la comunicación. Pero antes de seguir por la senda de la provocación querría aclarar que defiendo el uso de internet siempre y cuando no obstaculice otras de nuestras prioridades como la relación social cara a cara, la higiene personal o el rendimiento escolar y laboral. Añadiría la necesidad de alimentación, pues no pocas veces tengo que reprender a mi marido (o él a mí) para que se siente a la mesa y deje el teléfono.

No hay que bajar la guardia, porque según un estudio del Centro de Seguridad para los Menores en Internet, con datos extraídos del EU.NET.ADB, el 21% de los niños españoles están en riesgo de ser adictos a internet. Es una cifra preocupante porque además de casi duplicar la media europea, nos indica que las principales actividades que llevan a cabo los menores mediante internet son los juegos online, ver videoclips y conectarse a redes sociales o de mensajería instantánea, a través de las cuales, además, contactan con desconocidos. Es triste porque todo ese tiempo se lo roban al descubrimiento de historias en páginas de papel sobre dinosaurios, niños que vuelan encima de gansos salvajes, planetas más allá del Sol o exploradores como Tintín. Esta usurpación de la lectura sí que es grave.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 19 de septiembre de 2014

jueves, 18 de septiembre de 2014

Adiós Mesopotamia

No puedo olvidar la cara de James Foley mientras la viva imagen de la muerte a su lado, un miembro del ISIL, amenaza con más terror a los Estados Unidos, y es humano, me digo, que después de ver ese acto salvaje en nombre de una guerra santa - un oxímoron indecente - me asalten las ganas de venganza.

La editorial del Washington Post del 20 de agosto dice que “Harán falta más que palabras para detener la campaña de terror del Estado Islámico” y hoy yo quiero ofrecer mi piedra, aunque me pese aceptar que soy capaz de sentir esta rabia. Barack Obama lo pone en términos eufemísticos y habla del “ISIL como de un cáncer a extraer de Oriente Medio”, pero hay que darse prisa porque la metástasis se extiende, como pude comprobar después de ver el documental de Vice News titulado “Estado Islámico”, que les recomiendo encarecidamente. Podrán ver a niños adoctrinados en el odio irracional, niños que hablan sobre matar infieles, niños de ocho años que dan miedo, aunque se perciba en su cara que ellos están mucho más aterrorizados por los adultos que a su lado, les ayudan a acabar las frases. Hombres que les preguntan si querrán combatir en la yihad con una sonrisa obscena, igual que la del pedófilo.

Me pregunto si me estoy volviendo injusta o si mi disposición deontológica está mermada, porque siento que esta vez es lícito decir que en esta guerra hay un bando malo, no solo incomprendido, no solo penosamente desesperado. Se me ocurre que una solución es que los abandonemos a su suerte, que les dejemos construir su país a su modo aunque sea triste ver como las tierras del origen de la civilización se pudren por las bombas y las balas y los misiles que las penetran. Hasta estoy tentada de pensar que hay algún mensaje a descifrar en el hecho de que el Tigris y el Éufrates, los ríos del nacimiento de la agricultura, del comercio, de la escritura, de la moneda, de la rueda, del sistema sexagesimal y del primer código de leyes, estén bañando un Creciente Fértil de sangre y de crímenes. ¿Es éste también otro signo de que nuestro tiempo se acaba? No sería la primera vez que se da una coincidencia circular: se dice que Charles Darwin inició su aparición en la escena científica con las lombrices de tierra en una pequeña conferencia ante la Sociedad Geológica el 1837, y después de todo el revuelo de su teoría de la evolución de las especies, acabó su vida científica con otra publicación sobre las lombrices en 1881, un año antes de su muerte. Curiosa coincidencia ésta, triste la de la cuna y tumba de la civilización moderna.

En otro discurso Obama se consuela diciendo que “gente como esa (la del ISIL) acaban fracasando, fracasan porque el futuro es de aquellos que construyen y no destruyen” y yo quiero creérmelo y pensar que sí, que el mundo está hecho de James Foleys y de otros mártires involuntarios y anónimos, de otros héroes cotidianos silenciosos que no van a cubrir guerras con su cámara ni montan orfanatos en la India, pero que reciclan y van en bicicleta y hacen carantoñas a los niños que no conocen y remolcan con esfuerzo titánico la cadena que los une al resto de la humanidad que viola, mata, secuestra y expolia.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 30 de agosto de 2014

lunes, 15 de septiembre de 2014

¿V de Verdad?

Soy tan pequeña que no me quieren para dar sangre. Imagino que piensan que sólo por sacarme una gota todo mi organismo se descompensaría, empezaría a desinflarme como una rueda de bicicleta pinchada y en tres minutos parecería una pasa arrugadita y, entonces sí, sería la primera persona de sólo dos dimensiones y se cumplirían las profecías de aquellos que cuando era pequeña me decían que si me ponía de lado no me veían. Por eso no sé si en esta V me hubieran aceptado, yo que tan sólo habría ocupado medio adoquín. Estoy segura de que en el conteo de manifestantes a mi me hubieran tomado por el brazo de otro. Pero no es por esto que no he ido a la V, ni tampoco por cualquier excusa que pudiera inventarme y que al menos durante unos minutos salvaría mi reputación delante de muchos de mis amigos y conciudadanos que piensan que si no pongo una estelada en el balcón es porque adoro la rojigualda en un altar del comedor o, peor, que soy indiferente a sus pretensiones y de esto ya me ha advertido mi marido cuando dispuesta a escribir este artículo me ha dicho que podría herir sensibilidades.

Ciertamente, es probable porque la cuestión catalana - como la de todos los nacionalismos - es un compendio de razones pero también de símbolos, totems, santos (aunque alguno se ha caído por el camino) que, en definitiva, tratan de crear una realidad intersubjetiva - o una comunidad imaginada según Benedict Anderson - por la cual se distinguen del resto del mundo, más ahora que las fauces de la globalización amenazan con homogeneizar culturas y hasta paisajes. Este verano en una calle de Viena tuve un déjà vu: las mismas tiendas, los mismos turistas distraídos que en el Portal de l’Àngel de Barcelona. 

Algunos antropólogos afirman que el nacionalismo surge como respuesta a nuestra necesidad gregaria, que extiende el parentivo a una esfera más amplia de individuos y así nuestros paisanos acaban siendo hermanos bajo el seno de la patria, que es nuestra madre y que en Cataluña está soltera aunque quiera casarse con el papá estado. Ernest Gellner ya habló de este tipo de matrimonios igual que Edgar Morin lo ha hecho de la realidad psicoafectiva de la nación u otros tantos científicos sociales han recalcado el carácter sagrado que toman las fronteras, justamente en tiempos profanos cuando las religiosidades salen de las iglesias y se cuelan en el Congreso, la Generalitat y los ayuntamientos.

Aunque no puedo acabar este artículo sin hablar de Rousseau o de Ernest Renan, para los que lo importante no era la lengua, ni la tradición, ni la pertinencia a un lugar, sino la voluntad del pueblo para estar unido (y separado respecto a otro). Y en este caso yo me apuntaría y querría votar si en las urnas se decidiera nuestro futuro - no sólo como catalanes, sino sobretodo como seres conscientes - y me preguntaran si quiero un país lleno de frutas y de verduras, con tráfico de bicicletas, con bibliotecas en cada calle, con dirigentes  inteligentes y honestos y con una sociedad que garantice que no hay tabúes, que se puede hablar de cualquier tema sin tener que estar siendo siempre políticamente correcto.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 12 de septiembre de 2014

viernes, 5 de septiembre de 2014

No venimos del mono

¿Conoce a Tiktaalik? Pues debería. Es su tataratataratatara...abuelo. Bueno, el suyo y el de quien se toma el café a su lado, el de quien se lo sirve, el del perro que se espera en la puerta y, en definitiva, el de todo animal terrestre porque Tiktaalik es el pez que se atrevió a salir del agua. Ciertamente, a no ser que usted se parezca a un cocodrilo, nadie diría que Tiktaalik es familiar suyo, aunque eso suele pasar hasta entre hermanos. Tampoco nadie diría que la trucha y el atún son parientes más próximos de los humanos que de los tiburones (porque los primeros son peces óseos y los segundos peces cartilaginosos), y que los familiares más cercanos de las aves se extinguieron hace mucho, mucho tiempo, pues sus infortunados allegados son los dinosaurios.

Todavía más extraño suena que las ballenas y los delfines tuvieran un antepasado terrestre que quiso volver al mar, aunque dejaran en tierra firme un primo tan fuerte como el de Zumosol: el hipopótamo, de hecho la evidencia molecular afirma que este último tiene una relación más próxima con las ballenas que con otros animales de pezuña hendida, como los cerdos y los rumiantes. Sueña raro y hasta increíble pero con millones de años la evolución puede hacer cosas fantásticas.

Hace no mucho, apenas 200 mil años, surgimos nosotros, los humanos modernos, aunque eso no nos sitúe automáticamente en escalas más elevadas de superioridad, pues esta palabra no sirve para ordenar los seres vivos en grupos cualitativos homogéneos, como bien demuestra el hecho de que el pie de un caballo sea más simple que el de un humano, pues tiene un dedo en lugar de cinco, aunque el pie humano sea más primitivo, ya que el antepasado que compartimos con los caballos tenía cinco dedos como nosotros, es decir, el pie del caballo ha cambiado más, por cierto que su dedo es nuestro homólogo anular.

Llegados a este punto creo que la pregunta: ¿pero si venimos del mono, porqué todavía existen monos?, ha quedado suficientemente contestada aunque por si acaso voy a aclarar que no venimos del mono sino que venimos, ¿lo adivinan? de un antepasado común que derivó en líneas evolutivas distintas: la de los monos (aunque mejor sería llamarlos primates no humanos) y la nuestra. Como hemos visto con el ejemplo del caballo, el hecho de que los monos se parezcan físicamente más que nosotros a nuestro antepasado común no implica que sea inferior. Claro que “el mono” no construye pirámides ni redacta tratados filosóficos, pero elegir a los humanos como estándar con el que juzgar a los otros organismos es malicioso, aunque sobretodo ingenuo, ¡nada justifica la suposición frecuente de que nosotros somos la cúspide de la evolución!

Yo lo tengo claro: cambiaría mi cerebro por alas. Sólo pediría que me dejaran las circunvoluciones suficientes para ser consciente de que vuelo y de que, por fin, surco el cielo.

Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 5 de septiembre de 2014