Soy tan pequeña que no me quieren para dar sangre. Imagino que piensan que sólo por sacarme una gota todo mi organismo se descompensaría, empezaría a desinflarme como una rueda de bicicleta pinchada y en tres minutos parecería una pasa arrugadita y, entonces sí, sería la primera persona de sólo dos dimensiones y se cumplirían las profecías de aquellos que cuando era pequeña me decían que si me ponía de lado no me veían. Por eso no sé si en esta V me hubieran aceptado, yo que tan sólo habría ocupado medio adoquín. Estoy segura de que en el conteo de manifestantes a mi me hubieran tomado por el brazo de otro. Pero no es por esto que no he ido a la V, ni tampoco por cualquier excusa que pudiera inventarme y que al menos durante unos minutos salvaría mi reputación delante de muchos de mis amigos y conciudadanos que piensan que si no pongo una estelada en el balcón es porque adoro la rojigualda en un altar del comedor o, peor, que soy indiferente a sus pretensiones y de esto ya me ha advertido mi marido cuando dispuesta a escribir este artículo me ha dicho que podría herir sensibilidades.
Ciertamente, es probable porque la cuestión catalana - como la de todos los nacionalismos - es un compendio de razones pero también de símbolos, totems, santos (aunque alguno se ha caído por el camino) que, en definitiva, tratan de crear una realidad intersubjetiva - o una comunidad imaginada según Benedict Anderson - por la cual se distinguen del resto del mundo, más ahora que las fauces de la globalización amenazan con homogeneizar culturas y hasta paisajes. Este verano en una calle de Viena tuve un déjà vu: las mismas tiendas, los mismos turistas distraídos que en el Portal de l’Àngel de Barcelona.
Algunos antropólogos afirman que el nacionalismo surge como respuesta a nuestra necesidad gregaria, que extiende el parentivo a una esfera más amplia de individuos y así nuestros paisanos acaban siendo hermanos bajo el seno de la patria, que es nuestra madre y que en Cataluña está soltera aunque quiera casarse con el papá estado. Ernest Gellner ya habló de este tipo de matrimonios igual que Edgar Morin lo ha hecho de la realidad psicoafectiva de la nación u otros tantos científicos sociales han recalcado el carácter sagrado que toman las fronteras, justamente en tiempos profanos cuando las religiosidades salen de las iglesias y se cuelan en el Congreso, la Generalitat y los ayuntamientos.
Aunque no puedo acabar este artículo sin hablar de Rousseau o de Ernest Renan, para los que lo importante no era la lengua, ni la tradición, ni la pertinencia a un lugar, sino la voluntad del pueblo para estar unido (y separado respecto a otro). Y en este caso yo me apuntaría y querría votar si en las urnas se decidiera nuestro futuro - no sólo como catalanes, sino sobretodo como seres conscientes - y me preguntaran si quiero un país lleno de frutas y de verduras, con tráfico de bicicletas, con bibliotecas en cada calle, con dirigentes inteligentes y honestos y con una sociedad que garantice que no hay tabúes, que se puede hablar de cualquier tema sin tener que estar siendo siempre políticamente correcto.
Ciertamente, es probable porque la cuestión catalana - como la de todos los nacionalismos - es un compendio de razones pero también de símbolos, totems, santos (aunque alguno se ha caído por el camino) que, en definitiva, tratan de crear una realidad intersubjetiva - o una comunidad imaginada según Benedict Anderson - por la cual se distinguen del resto del mundo, más ahora que las fauces de la globalización amenazan con homogeneizar culturas y hasta paisajes. Este verano en una calle de Viena tuve un déjà vu: las mismas tiendas, los mismos turistas distraídos que en el Portal de l’Àngel de Barcelona.
Algunos antropólogos afirman que el nacionalismo surge como respuesta a nuestra necesidad gregaria, que extiende el parentivo a una esfera más amplia de individuos y así nuestros paisanos acaban siendo hermanos bajo el seno de la patria, que es nuestra madre y que en Cataluña está soltera aunque quiera casarse con el papá estado. Ernest Gellner ya habló de este tipo de matrimonios igual que Edgar Morin lo ha hecho de la realidad psicoafectiva de la nación u otros tantos científicos sociales han recalcado el carácter sagrado que toman las fronteras, justamente en tiempos profanos cuando las religiosidades salen de las iglesias y se cuelan en el Congreso, la Generalitat y los ayuntamientos.
Aunque no puedo acabar este artículo sin hablar de Rousseau o de Ernest Renan, para los que lo importante no era la lengua, ni la tradición, ni la pertinencia a un lugar, sino la voluntad del pueblo para estar unido (y separado respecto a otro). Y en este caso yo me apuntaría y querría votar si en las urnas se decidiera nuestro futuro - no sólo como catalanes, sino sobretodo como seres conscientes - y me preguntaran si quiero un país lleno de frutas y de verduras, con tráfico de bicicletas, con bibliotecas en cada calle, con dirigentes inteligentes y honestos y con una sociedad que garantice que no hay tabúes, que se puede hablar de cualquier tema sin tener que estar siendo siempre políticamente correcto.
Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 12 de septiembre de 2014