No me cuesta mucho imaginar a mis padres preocupados, hablando entre ellos o con sus amigos diciendo “la niña está enganchada a los libros”. En cualquier caso, es improbable que hubieran usado esa expresión, antes creo que se hubieran regocijado de mi adicción llamándola pasión y presumiendo de que era capaz de leer a la velocidad del sonido, lo que me ha convertido en una persona locuaz que debe medir el ritmo de sus frases si no quiere que su interlocutor se maree, de lo que me avisan muchos sobretodo cuando hablo por teléfono. La culpable de todo esto es mi hermana, que empezó a suministrarme dosis cuando ella iba a la biblioteca del barrio, la ya desaparecida Salvador Utset.
Por suerte no soy contemporánea de Johannes Gutenberg que a partir de la segunda mitad del siglo XV dio inicio a la difusión de los libros impresos y con ello a la democratización de la cultura escrita. Y digo que soy afortunada de no haber nacido en esa época porque de haber tenido la misma afición que hoy, entonces sí muchos lo hubieran llamado vicio y hasta me hubieran atribuido cierta posesión demoniaca. Ya no me quiero ni imaginar lo que dijeron de los primeros que hace seis mil años inventaron la escritura por las mismas tierras de Mesopotamia de las que me despedí hace un par de artículos. Se dice que la escritura surgió para registrar la contabilidad de los templos, que controlaban cosechas o el pago de impuestos. Qué paradoja que se escribiera antes sobre matemáticas o economía que de filosofía o historia, ahora que los libros son el fetiche de los de letras y a los de ciencias les baste una calculadora para leer el mundo. Caricaturas a parte, me pregunto si todas las horas que paso delante de la pantalla del ordenador o del teléfono podrán ser exculpadas algún día de drogodependencia y se verán entonces como un tiempo invertido en el conocimiento y la comunicación. Pero antes de seguir por la senda de la provocación querría aclarar que defiendo el uso de internet siempre y cuando no obstaculice otras de nuestras prioridades como la relación social cara a cara, la higiene personal o el rendimiento escolar y laboral. Añadiría la necesidad de alimentación, pues no pocas veces tengo que reprender a mi marido (o él a mí) para que se siente a la mesa y deje el teléfono.
No hay que bajar la guardia, porque según un estudio del Centro de Seguridad para los Menores en Internet, con datos extraídos del EU.NET.ADB, el 21% de los niños españoles están en riesgo de ser adictos a internet. Es una cifra preocupante porque además de casi duplicar la media europea, nos indica que las principales actividades que llevan a cabo los menores mediante internet son los juegos online, ver videoclips y conectarse a redes sociales o de mensajería instantánea, a través de las cuales, además, contactan con desconocidos. Es triste porque todo ese tiempo se lo roban al descubrimiento de historias en páginas de papel sobre dinosaurios, niños que vuelan encima de gansos salvajes, planetas más allá del Sol o exploradores como Tintín. Esta usurpación de la lectura sí que es grave.
Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 19 de septiembre de 2014
Por suerte no soy contemporánea de Johannes Gutenberg que a partir de la segunda mitad del siglo XV dio inicio a la difusión de los libros impresos y con ello a la democratización de la cultura escrita. Y digo que soy afortunada de no haber nacido en esa época porque de haber tenido la misma afición que hoy, entonces sí muchos lo hubieran llamado vicio y hasta me hubieran atribuido cierta posesión demoniaca. Ya no me quiero ni imaginar lo que dijeron de los primeros que hace seis mil años inventaron la escritura por las mismas tierras de Mesopotamia de las que me despedí hace un par de artículos. Se dice que la escritura surgió para registrar la contabilidad de los templos, que controlaban cosechas o el pago de impuestos. Qué paradoja que se escribiera antes sobre matemáticas o economía que de filosofía o historia, ahora que los libros son el fetiche de los de letras y a los de ciencias les baste una calculadora para leer el mundo. Caricaturas a parte, me pregunto si todas las horas que paso delante de la pantalla del ordenador o del teléfono podrán ser exculpadas algún día de drogodependencia y se verán entonces como un tiempo invertido en el conocimiento y la comunicación. Pero antes de seguir por la senda de la provocación querría aclarar que defiendo el uso de internet siempre y cuando no obstaculice otras de nuestras prioridades como la relación social cara a cara, la higiene personal o el rendimiento escolar y laboral. Añadiría la necesidad de alimentación, pues no pocas veces tengo que reprender a mi marido (o él a mí) para que se siente a la mesa y deje el teléfono.
No hay que bajar la guardia, porque según un estudio del Centro de Seguridad para los Menores en Internet, con datos extraídos del EU.NET.ADB, el 21% de los niños españoles están en riesgo de ser adictos a internet. Es una cifra preocupante porque además de casi duplicar la media europea, nos indica que las principales actividades que llevan a cabo los menores mediante internet son los juegos online, ver videoclips y conectarse a redes sociales o de mensajería instantánea, a través de las cuales, además, contactan con desconocidos. Es triste porque todo ese tiempo se lo roban al descubrimiento de historias en páginas de papel sobre dinosaurios, niños que vuelan encima de gansos salvajes, planetas más allá del Sol o exploradores como Tintín. Esta usurpación de la lectura sí que es grave.
Artículo publicado en el Diari de Terrassa el 19 de septiembre de 2014