martes, 11 de marzo de 2014

La trilogía desordenada: cuerpo-salud-comida

La trilogía cuerpo-salud-comida requiere de una ordenación jerárquica urgente, de otro modo continuaremos perpetuando interrelaciones insatisfactorias. Mientras que el cuerpo esté por delante de la salud y está no tenga en cuenta la comida, seguiremos siendo víctimas de un problema irresoluble sólo porque está mal planteado. En cualquier caso, no podemos olvidar que los estándares óptimos en relación al cuerpo y a la comida e, incluso, los relacionados con la salud, se encuentra inmersos en un entramado social y cultural del que tampoco no escapa la ciencia, tal como han puesto de manifiesto los últimos estudios de la disciplina de la Sociología de la Ciencia. Sólo cuando recuperemos el sentido direccional comida-salud-cuerpo que respeta, no únicamente el addagio popular del “somos lo que comemos” sino también la pura fisiología humana según la cual aquello que ingerimos es nuestra materia prima, podremos afrontar con salud, materializada en un cuerpo vigoroso, el ritmo de la vida.

Conviene pensar que no sólo los alimentos-milagro como los funcionales o los transgénicos tienen propiedades efectivas, sino que cualquier miga de pan es también vehiculadora de salud o malestar
. Igualmente, hace falta advertir que parte de la comida actual que consumimos es sobretodo una buena apuesta comercial pero no una buena apuesta alimentaria. Los supermercados están llenos de golosinas que, más que nutrirnos (por no decir que nos envenenan), nos hacen sucumbir a otra lógica, pues también compramos símbolos y estatus hasta el punto que se han invertido los objetivos por los cuales, muchas veces, compramos uno u otro producto del mercado. Si bien es cierto que la calidad-precio todavía es una variable que mueve nuestros bolsillos, también lo es que el aspecto o simbolismo de los productos ha empezado a pesar en nuestras decisiones. El capitalismo ha invadido también este aspecto ingenuo a la vez que instintivo de nuestra naturaleza - el acto de comer - para convertirnos en “comedores-consumidores” (Gracia, 2010, pg. 363) que acaban engullendo con frenesí (y cada vez más con ansiedad) unos alimentos industrializados, es decir, deshumanizados, sólo cuando el tiempo nos lo permite, pues los horarios laborales se estructuran según unas prioridades que casi nunca tienen en cuenta la ordenación de las ingestas. La aparente solución a esta fast life es un fast food que nos aleja gradualmente más de la cocina, pues la gente no sólo tiene cada vez menos tiempo, sino que prefiere invertirlo, junto con el dinero, en otras actividades. Todo ello resulta de la infravaloración de la alimentación en cuanto a portadora de salud (y de diversión, autoconocimiento y hasta de sabiduría), terreno que en los últimos años parece ser de dominio exclusivo de la medicina-farmacia (binomio inseparable). Lo que quizás ignoren es que el combustible con el que están llenando sus reservas energéticas es barato, pero de poca calidad, pues a banda de las posibles negligencias sanitarias e higiénicas, el fast food (que, en mi opinión, no sólo contempla hamburguesas de grandes cadenas, sino precocinados y otros productos envasados de 4ª gama) es una comida, insisto, sólo desde la faceta técnica. Podemos congelar a Walt Disney y seguir viendo al hombre que un día inventó a Mickey Mouse, ¿pero puede este trozo de hielo reír con nosotros mientras vemos alguno de sus dibujos? Así, ¿qué podemos bendecir en nuestra mesa cuando habitualmente encima del mantel sólo hay productos alfa-numéricos desprovistos de historia?

En cualquier caso, hace falta superar el discurso según el cual, como apunta Gracia “sólo se alude a la comida a través del discurso de la salud y la enfermedad” (Gracia, 2009, pg. 84), ya que la alimentación no sólo es parte de la economía, tal como hemos visto, sino de nuestra cosmovisión general del mundo, dentro de la cual se encuentra, por ejemplo, la cosificación de los animales en base a una socialización que comienza ya desde la infancia invitándonos a etiquetar el cerdo, la gallina o la vaca como “animales de granja” y a verlos como máquinas de carne, huevos y leche. No obstante, y para no arriesgarnos a la compasión, nuestros platos con cadáveres de animales suelen no tener más que formas cilíndricas o tubulares: hamburguesas, salchichas, nuggets... Ésta y otras estrategias son las que hemos ido adquiriendo a lo largo del tiempo y que, si en algún momento podrían haber sido hasta piadosas, lo han dejado de ser después de que las fuentes alimentarias de origen animal hayan pasado de ser un recurso adaptativo y hasta quizás evolutivo, a un lujo gastronómico el placer del cual nunca podrá justificar la crueldad de la que proviene. Esta relación con la comida no puede excusarse en el omnivorismo, ni tan siquiera en el carnivorismo, ambas conductas alimentarias obligatorias por decreto orgánico, sino que entra en la ideología del “carnismo”, acepción propuesta por la psicóloga Melanie Joy (2010) y autora de la obra Why we love dogs, eat pigs and wear cows: an introduction to carnism.

Otro libro con un título sugerente es el de La dieta Smart (Garcia, 2010), que a pesar de ser un libro dedicado a la pérdida de peso, nos interpela indirectamente. ¿A caso la propuesta de la Dra. Reina García - más allá del marketing y del contenido de la obra - no nos hace cuestionar si nuestra dieta es realmente inteligente? Me atrevo a responder que no, muy en la línea del alegato de Luís de Sebastian (2009), autor de otro libro con título prometedor: Un planeta de gordos y hambrientos: la industria alimentaria al desnudo.

Ya para acabar, no me gustaría que la articulación de las prácticas alimentarias saludables se convirtiera en una nueva arma de la publicidad, pues en este sentido estoy de acuerdo con Igor de Garine (2000, pg. 10) cuando afirma que “actualmente, alimentación sana, se ha convertido en el grito de guerra y un argumento publicitario provechoso en muchas sociedades opulentas”. Nuestro sistema es experto en hacer negocio de todo, también de la obesidad y de las enfermedades (Gracia, 2009, pg.81), por lo que conviene recordar que el derecho a la alimentación no sólo debería comprender una ración de calorías mínimas sino de una comida digna. Pensamos que las víctimas de esta falta de derechos suelen estar en la otra parte del hemisferio*, cuando las ONGs nos alertan de alguna crisis alimentaria. ¡Qué ingenuos nosotros que pensamos que aquí, estamos mucho mejor! Sí, es cierto que nuestra sociedad es rica, pero también que se puede ser pobre por exceso (o mal nutrido, como sería el caso), como muy bien revelan las contradicciones de la sociedad obesogénica.

*Desgraciadamente este tipo de situaciones también empiezan a revelarse en nuestro país.


BIBLIOGRAFÍA:


CAMPÀS, Joan, “Estudis sobre la teoria del caos”, material de l’assignatura Escriptures Hipertextuals de la UOC

Colman R, Anderson R, Johnson S, Kastman E, Kosmatka K, Beasley T. (et al.), Caloric Restriction Delays Disease Onset and Mortality in Rhesus Monkeys, Science, July 2009, vol. 325, no. 5937, pgs-201-204

Contreras, J. La obesidad: una perspectiva sociocultural, Zainak Cuadernos de Antropologia-Etnografía, 27, 2005, pg. 31-52

Etcoff N. La supervivencia de los más guapos, Editorial Debate, Madrid, 2000

Garcia, R, La dieta Smart, Editorial Amat, Barcelona, 2012

Garine, I El consumisme i l’antropòleg, Revista d’Etnologia de Catalunya, nº 17, 2000

Gedo, J. Portraits of th artists: psychoanalysis of creativity and its vicissitudes, Guildford, Nova York, 1983

Gracia M. Relaciones entre biología, cultura e historia en el tratamiento de los trastornos alimentarios, Estudios del Hombre. Food, Imaginaries and Cultural Frontiers. Essays in honour of Helen Macbeth, 2009, 224:73-88. Guadalajara. ISBN: 978-607-45.

Gracia M. Alimentación y cultura en España: una aproximación desde la antropología social, Physis, Physis, Revista de Saúde Coletiva, vol.20, nº.2, 2010, p.357-386.(Brasil)  ISSN 0103-7331.

Guidonet A. L’antropologia de l’alimentació, Editorial UOC, Barcelona, 2007

Harris, M. Bueno para comer, Alianza Editorial, Madrid, 2011

Joy, Melanie, Why we love dogs, eat pigs and wear cows, Conary Press, San Francisco, 2010

Navas, J. La otra cara de la obesidad ¿Enfermedad o canon estético?, La antropología de la alimentación en España. Perspectivas actuales, Editorial UOC, Barcelona, 2011, pg.97-112

Mattison J, Roth G, Beasley T, Tilmont E, Handy A, Herbert R. (et al.) Impact of caloric restriction on health and survival in rhesus monkeys from the NIA study, Nature, 489, September 2012, no. 489, pgs. 318-321

 Millan A. Cultures alimentàries i globalització. Revista d'etnologia de Catalunya. 2000; 17

Parasecoli F, Alimentación y sociedad. 1ª ed. Barcelona: FUOC. Fundación para la Universitat Oberta de Catalunya; 2012

Sebastián L. Un planeta de gordos y hambrientos: la industria alimentaria al desnudo, Editorial Ariel, Madrid, 2009

miércoles, 5 de marzo de 2014

La vida secreta de las cosas: los lápices

De pequeña no me gustaban los lápices. Hacían feas las páginas de mi cuaderno que entre los borrones y los trazos poco finos de algunas letras escritas con la punta chata del lápiz, acababan pareciendo partes meteorológicos indicando múltiples chubascos y nubarrones. Qué día más bonito cuando descubrí que la goma podía limpiarse frotándola contra el pupitre, mis páginas empezaron a entrar en el verano, libres de los tonos grises matizados con mis huellas digitales. Aunque sin duda el día más precioso fue cuando, ya no recuerdo en qué curso exactamente, nos permitieron escribir con bolígrafos las respuestas, menos las de matemáticas, claro. Lo que agradezco, no se crean, porque para esta asignatura hubiera necesitado litros de tippex (recuerden que antes de que existiera el tippex de cinta, tuvimos que vérnoslas con la brocha gorda). Pondría la mano en el fuego por que muchos de mis compañeros se equivocaban a posta sólo por embadurnar un poco sus deberes, había quien hasta seguía la técnica del gotelé y entonces las palabras escritas sobre el corrector parecían indicadores de montañas en un mapa físico con relieves.

En algún punto entre los 16 y los 29 años me aficioné a escribir con lápices siempre que no escribía con Pilot negro. Aunque para ser honesta, tampoco me apasioné por los lápices en general sino por los Faber Castell Grip 2001, los grises con puntitos de goma negra, y por los portaminas. Los primeros porque son elegantes pero sencillos, hasta tengo unos cuantos con una goma a modo de capuchón. Lo que resulta indispensable, aunque no sé porqué, pero estoy intranquila si cuando me llevo la libreta y el lápiz no tengo también una goma a mano, siento como si me faltara algo, curioso porque no me pasa lo mismo con el Pilot, es decir, que nunca llevo Tippex encima y no lo echo de menos. Si me equivoco, tacho; hacer lo mismo si escribo a lápiz me parece una chapuza. Hay un tercer elemento que debería llevar en el bolso cuando escribo a lápiz, el sacapuntas, pero lo cierto es que su ausencia no me provoca el mismo vacío que el de la goma. De ahí que el portaminas me parezca ideal, excepto cuando empiezas a escribir con una mina nueva, si los lápices con la punta desafilada me provocan horror, las  líneas extrafinas me dan grima. No es gratuito, mi letra cambia en función del grosor y del ritmo con el que el lápiz o el boli me permiten escribir: hay bolígrafos y lapiceros demasiado rápidos para que me de tiempo a distinguir las ideas malas de las buenas - y entonces escribo tonterías sin pensar- hay otros tan lentos y tan delicados que no me dejan garabatear y se encantan en la caligrafía, en los puntos bien situados sobre las íes y en las ligaduras de algunas letras, pero no de todas, por ejemplo, la ese siempre va suelta.

Respecto a esto último, debo reconocer que mis manías persisten, se acentuaron mucho en Bachillerato cuando mi obsesión por la homogeneidad hizo que me pasara semestres escribiendo en mayúsculas, me parecía que así los cambios de bolígrafo, de ánimo o de tiempo no me afectaban tanto y era casi irreconocible la diferencia de letra de un día para otro. Estaba ya convencida de que había encontrado la solución a mi esquizofrenia grafística cuando la profesora de filosofía me soltó en medio de toda la clase, que escribir en mayúsculas denotaba falta de madurez. ¿Se lo pueden creer? ¡Decirme eso a mi que probablemente era la única que además de seguir leyendo cómics de Tintín leía a Schopenhauer sin que nadie me obligara!

Por suerte dejó de ser mi profesora pronto, así que no tuve ocasión de saber qué pensó después, cuando ya desesperada me propuse escribir todo a ordenador, deberes incluidos. Los imprimía en formato cuartilla, los encuadernaba con un fastener dorado y eran la admiración de mis compañeros que no sabían que el esfuerzo de pasar todos los apuntes a ordenador compensaba con creces la tranquilidad de espíritu que conseguí durante los meses que no tuve que horrorizarme viendo páginas de libreta escritas por alguien que no sabía escribir igual tres días seguidos.