De pequeña no me gustaban los lápices. Hacían feas las páginas de mi cuaderno que entre los borrones y los trazos poco finos de algunas letras escritas con la punta chata del lápiz, acababan pareciendo partes meteorológicos indicando múltiples chubascos y nubarrones. Qué día más bonito cuando descubrí que la goma podía limpiarse frotándola contra el pupitre, mis páginas empezaron a entrar en el verano, libres de los tonos grises matizados con mis huellas digitales. Aunque sin duda el día más precioso fue cuando, ya no recuerdo en qué curso exactamente, nos permitieron escribir con bolígrafos las respuestas, menos las de matemáticas, claro. Lo que agradezco, no se crean, porque para esta asignatura hubiera necesitado litros de tippex (recuerden que antes de que existiera el tippex de cinta, tuvimos que vérnoslas con la brocha gorda). Pondría la mano en el fuego por que muchos de mis compañeros se equivocaban a posta sólo por embadurnar un poco sus deberes, había quien hasta seguía la técnica del gotelé y entonces las palabras escritas sobre el corrector parecían indicadores de montañas en un mapa físico con relieves.
En algún punto entre los 16 y los 29 años me aficioné a escribir con lápices siempre que no escribía con Pilot negro. Aunque para ser honesta, tampoco me apasioné por los lápices en general sino por los Faber Castell Grip 2001, los grises con puntitos de goma negra, y por los portaminas. Los primeros porque son elegantes pero sencillos, hasta tengo unos cuantos con una goma a modo de capuchón. Lo que resulta indispensable, aunque no sé porqué, pero estoy intranquila si cuando me llevo la libreta y el lápiz no tengo también una goma a mano, siento como si me faltara algo, curioso porque no me pasa lo mismo con el Pilot, es decir, que nunca llevo Tippex encima y no lo echo de menos. Si me equivoco, tacho; hacer lo mismo si escribo a lápiz me parece una chapuza. Hay un tercer elemento que debería llevar en el bolso cuando escribo a lápiz, el sacapuntas, pero lo cierto es que su ausencia no me provoca el mismo vacío que el de la goma. De ahí que el portaminas me parezca ideal, excepto cuando empiezas a escribir con una mina nueva, si los lápices con la punta desafilada me provocan horror, las líneas extrafinas me dan grima. No es gratuito, mi letra cambia en función del grosor y del ritmo con el que el lápiz o el boli me permiten escribir: hay bolígrafos y lapiceros demasiado rápidos para que me de tiempo a distinguir las ideas malas de las buenas - y entonces escribo tonterías sin pensar- hay otros tan lentos y tan delicados que no me dejan garabatear y se encantan en la caligrafía, en los puntos bien situados sobre las íes y en las ligaduras de algunas letras, pero no de todas, por ejemplo, la ese siempre va suelta.
Respecto a esto último, debo reconocer que mis manías persisten, se acentuaron mucho en Bachillerato cuando mi obsesión por la homogeneidad hizo que me pasara semestres escribiendo en mayúsculas, me parecía que así los cambios de bolígrafo, de ánimo o de tiempo no me afectaban tanto y era casi irreconocible la diferencia de letra de un día para otro. Estaba ya convencida de que había encontrado la solución a mi esquizofrenia grafística cuando la profesora de filosofía me soltó en medio de toda la clase, que escribir en mayúsculas denotaba falta de madurez. ¿Se lo pueden creer? ¡Decirme eso a mi que probablemente era la única que además de seguir leyendo cómics de Tintín leía a Schopenhauer sin que nadie me obligara!
Por suerte dejó de ser mi profesora pronto, así que no tuve ocasión de saber qué pensó después, cuando ya desesperada me propuse escribir todo a ordenador, deberes incluidos. Los imprimía en formato cuartilla, los encuadernaba con un fastener dorado y eran la admiración de mis compañeros que no sabían que el esfuerzo de pasar todos los apuntes a ordenador compensaba con creces la tranquilidad de espíritu que conseguí durante los meses que no tuve que horrorizarme viendo páginas de libreta escritas por alguien que no sabía escribir igual tres días seguidos.
En algún punto entre los 16 y los 29 años me aficioné a escribir con lápices siempre que no escribía con Pilot negro. Aunque para ser honesta, tampoco me apasioné por los lápices en general sino por los Faber Castell Grip 2001, los grises con puntitos de goma negra, y por los portaminas. Los primeros porque son elegantes pero sencillos, hasta tengo unos cuantos con una goma a modo de capuchón. Lo que resulta indispensable, aunque no sé porqué, pero estoy intranquila si cuando me llevo la libreta y el lápiz no tengo también una goma a mano, siento como si me faltara algo, curioso porque no me pasa lo mismo con el Pilot, es decir, que nunca llevo Tippex encima y no lo echo de menos. Si me equivoco, tacho; hacer lo mismo si escribo a lápiz me parece una chapuza. Hay un tercer elemento que debería llevar en el bolso cuando escribo a lápiz, el sacapuntas, pero lo cierto es que su ausencia no me provoca el mismo vacío que el de la goma. De ahí que el portaminas me parezca ideal, excepto cuando empiezas a escribir con una mina nueva, si los lápices con la punta desafilada me provocan horror, las líneas extrafinas me dan grima. No es gratuito, mi letra cambia en función del grosor y del ritmo con el que el lápiz o el boli me permiten escribir: hay bolígrafos y lapiceros demasiado rápidos para que me de tiempo a distinguir las ideas malas de las buenas - y entonces escribo tonterías sin pensar- hay otros tan lentos y tan delicados que no me dejan garabatear y se encantan en la caligrafía, en los puntos bien situados sobre las íes y en las ligaduras de algunas letras, pero no de todas, por ejemplo, la ese siempre va suelta.
Respecto a esto último, debo reconocer que mis manías persisten, se acentuaron mucho en Bachillerato cuando mi obsesión por la homogeneidad hizo que me pasara semestres escribiendo en mayúsculas, me parecía que así los cambios de bolígrafo, de ánimo o de tiempo no me afectaban tanto y era casi irreconocible la diferencia de letra de un día para otro. Estaba ya convencida de que había encontrado la solución a mi esquizofrenia grafística cuando la profesora de filosofía me soltó en medio de toda la clase, que escribir en mayúsculas denotaba falta de madurez. ¿Se lo pueden creer? ¡Decirme eso a mi que probablemente era la única que además de seguir leyendo cómics de Tintín leía a Schopenhauer sin que nadie me obligara!
Por suerte dejó de ser mi profesora pronto, así que no tuve ocasión de saber qué pensó después, cuando ya desesperada me propuse escribir todo a ordenador, deberes incluidos. Los imprimía en formato cuartilla, los encuadernaba con un fastener dorado y eran la admiración de mis compañeros que no sabían que el esfuerzo de pasar todos los apuntes a ordenador compensaba con creces la tranquilidad de espíritu que conseguí durante los meses que no tuve que horrorizarme viendo páginas de libreta escritas por alguien que no sabía escribir igual tres días seguidos.