La trilogía cuerpo-salud-comida requiere de una ordenación jerárquica urgente, de otro modo continuaremos perpetuando interrelaciones insatisfactorias. Mientras que el cuerpo esté por delante de la salud y está no tenga en cuenta la comida, seguiremos siendo víctimas de un problema irresoluble sólo porque está mal planteado. En cualquier caso, no podemos olvidar que los estándares óptimos en relación al cuerpo y a la comida e, incluso, los relacionados con la salud, se encuentra inmersos en un entramado social y cultural del que tampoco no escapa la ciencia, tal como han puesto de manifiesto los últimos estudios de la disciplina de la Sociología de la Ciencia. Sólo cuando recuperemos el sentido direccional comida-salud-cuerpo que respeta, no únicamente el addagio popular del “somos lo que comemos” sino también la pura fisiología humana según la cual aquello que ingerimos es nuestra materia prima, podremos afrontar con salud, materializada en un cuerpo vigoroso, el ritmo de la vida.
Conviene pensar que no sólo los alimentos-milagro como los funcionales o los transgénicos tienen propiedades efectivas, sino que cualquier miga de pan es también vehiculadora de salud o malestar. Igualmente, hace falta advertir que parte de la comida actual que consumimos es sobretodo una buena apuesta comercial pero no una buena apuesta alimentaria. Los supermercados están llenos de golosinas que, más que nutrirnos (por no decir que nos envenenan), nos hacen sucumbir a otra lógica, pues también compramos símbolos y estatus hasta el punto que se han invertido los objetivos por los cuales, muchas veces, compramos uno u otro producto del mercado. Si bien es cierto que la calidad-precio todavía es una variable que mueve nuestros bolsillos, también lo es que el aspecto o simbolismo de los productos ha empezado a pesar en nuestras decisiones. El capitalismo ha invadido también este aspecto ingenuo a la vez que instintivo de nuestra naturaleza - el acto de comer - para convertirnos en “comedores-consumidores” (Gracia, 2010, pg. 363) que acaban engullendo con frenesí (y cada vez más con ansiedad) unos alimentos industrializados, es decir, deshumanizados, sólo cuando el tiempo nos lo permite, pues los horarios laborales se estructuran según unas prioridades que casi nunca tienen en cuenta la ordenación de las ingestas. La aparente solución a esta fast life es un fast food que nos aleja gradualmente más de la cocina, pues la gente no sólo tiene cada vez menos tiempo, sino que prefiere invertirlo, junto con el dinero, en otras actividades. Todo ello resulta de la infravaloración de la alimentación en cuanto a portadora de salud (y de diversión, autoconocimiento y hasta de sabiduría), terreno que en los últimos años parece ser de dominio exclusivo de la medicina-farmacia (binomio inseparable). Lo que quizás ignoren es que el combustible con el que están llenando sus reservas energéticas es barato, pero de poca calidad, pues a banda de las posibles negligencias sanitarias e higiénicas, el fast food (que, en mi opinión, no sólo contempla hamburguesas de grandes cadenas, sino precocinados y otros productos envasados de 4ª gama) es una comida, insisto, sólo desde la faceta técnica. Podemos congelar a Walt Disney y seguir viendo al hombre que un día inventó a Mickey Mouse, ¿pero puede este trozo de hielo reír con nosotros mientras vemos alguno de sus dibujos? Así, ¿qué podemos bendecir en nuestra mesa cuando habitualmente encima del mantel sólo hay productos alfa-numéricos desprovistos de historia?
En cualquier caso, hace falta superar el discurso según el cual, como apunta Gracia “sólo se alude a la comida a través del discurso de la salud y la enfermedad” (Gracia, 2009, pg. 84), ya que la alimentación no sólo es parte de la economía, tal como hemos visto, sino de nuestra cosmovisión general del mundo, dentro de la cual se encuentra, por ejemplo, la cosificación de los animales en base a una socialización que comienza ya desde la infancia invitándonos a etiquetar el cerdo, la gallina o la vaca como “animales de granja” y a verlos como máquinas de carne, huevos y leche. No obstante, y para no arriesgarnos a la compasión, nuestros platos con cadáveres de animales suelen no tener más que formas cilíndricas o tubulares: hamburguesas, salchichas, nuggets... Ésta y otras estrategias son las que hemos ido adquiriendo a lo largo del tiempo y que, si en algún momento podrían haber sido hasta piadosas, lo han dejado de ser después de que las fuentes alimentarias de origen animal hayan pasado de ser un recurso adaptativo y hasta quizás evolutivo, a un lujo gastronómico el placer del cual nunca podrá justificar la crueldad de la que proviene. Esta relación con la comida no puede excusarse en el omnivorismo, ni tan siquiera en el carnivorismo, ambas conductas alimentarias obligatorias por decreto orgánico, sino que entra en la ideología del “carnismo”, acepción propuesta por la psicóloga Melanie Joy (2010) y autora de la obra Why we love dogs, eat pigs and wear cows: an introduction to carnism.
Otro libro con un título sugerente es el de La dieta Smart (Garcia, 2010), que a pesar de ser un libro dedicado a la pérdida de peso, nos interpela indirectamente. ¿A caso la propuesta de la Dra. Reina García - más allá del marketing y del contenido de la obra - no nos hace cuestionar si nuestra dieta es realmente inteligente? Me atrevo a responder que no, muy en la línea del alegato de Luís de Sebastian (2009), autor de otro libro con título prometedor: Un planeta de gordos y hambrientos: la industria alimentaria al desnudo.
Ya para acabar, no me gustaría que la articulación de las prácticas alimentarias saludables se convirtiera en una nueva arma de la publicidad, pues en este sentido estoy de acuerdo con Igor de Garine (2000, pg. 10) cuando afirma que “actualmente, alimentación sana, se ha convertido en el grito de guerra y un argumento publicitario provechoso en muchas sociedades opulentas”. Nuestro sistema es experto en hacer negocio de todo, también de la obesidad y de las enfermedades (Gracia, 2009, pg.81), por lo que conviene recordar que el derecho a la alimentación no sólo debería comprender una ración de calorías mínimas sino de una comida digna. Pensamos que las víctimas de esta falta de derechos suelen estar en la otra parte del hemisferio*, cuando las ONGs nos alertan de alguna crisis alimentaria. ¡Qué ingenuos nosotros que pensamos que aquí, estamos mucho mejor! Sí, es cierto que nuestra sociedad es rica, pero también que se puede ser pobre por exceso (o mal nutrido, como sería el caso), como muy bien revelan las contradicciones de la sociedad obesogénica.
Conviene pensar que no sólo los alimentos-milagro como los funcionales o los transgénicos tienen propiedades efectivas, sino que cualquier miga de pan es también vehiculadora de salud o malestar. Igualmente, hace falta advertir que parte de la comida actual que consumimos es sobretodo una buena apuesta comercial pero no una buena apuesta alimentaria. Los supermercados están llenos de golosinas que, más que nutrirnos (por no decir que nos envenenan), nos hacen sucumbir a otra lógica, pues también compramos símbolos y estatus hasta el punto que se han invertido los objetivos por los cuales, muchas veces, compramos uno u otro producto del mercado. Si bien es cierto que la calidad-precio todavía es una variable que mueve nuestros bolsillos, también lo es que el aspecto o simbolismo de los productos ha empezado a pesar en nuestras decisiones. El capitalismo ha invadido también este aspecto ingenuo a la vez que instintivo de nuestra naturaleza - el acto de comer - para convertirnos en “comedores-consumidores” (Gracia, 2010, pg. 363) que acaban engullendo con frenesí (y cada vez más con ansiedad) unos alimentos industrializados, es decir, deshumanizados, sólo cuando el tiempo nos lo permite, pues los horarios laborales se estructuran según unas prioridades que casi nunca tienen en cuenta la ordenación de las ingestas. La aparente solución a esta fast life es un fast food que nos aleja gradualmente más de la cocina, pues la gente no sólo tiene cada vez menos tiempo, sino que prefiere invertirlo, junto con el dinero, en otras actividades. Todo ello resulta de la infravaloración de la alimentación en cuanto a portadora de salud (y de diversión, autoconocimiento y hasta de sabiduría), terreno que en los últimos años parece ser de dominio exclusivo de la medicina-farmacia (binomio inseparable). Lo que quizás ignoren es que el combustible con el que están llenando sus reservas energéticas es barato, pero de poca calidad, pues a banda de las posibles negligencias sanitarias e higiénicas, el fast food (que, en mi opinión, no sólo contempla hamburguesas de grandes cadenas, sino precocinados y otros productos envasados de 4ª gama) es una comida, insisto, sólo desde la faceta técnica. Podemos congelar a Walt Disney y seguir viendo al hombre que un día inventó a Mickey Mouse, ¿pero puede este trozo de hielo reír con nosotros mientras vemos alguno de sus dibujos? Así, ¿qué podemos bendecir en nuestra mesa cuando habitualmente encima del mantel sólo hay productos alfa-numéricos desprovistos de historia?
En cualquier caso, hace falta superar el discurso según el cual, como apunta Gracia “sólo se alude a la comida a través del discurso de la salud y la enfermedad” (Gracia, 2009, pg. 84), ya que la alimentación no sólo es parte de la economía, tal como hemos visto, sino de nuestra cosmovisión general del mundo, dentro de la cual se encuentra, por ejemplo, la cosificación de los animales en base a una socialización que comienza ya desde la infancia invitándonos a etiquetar el cerdo, la gallina o la vaca como “animales de granja” y a verlos como máquinas de carne, huevos y leche. No obstante, y para no arriesgarnos a la compasión, nuestros platos con cadáveres de animales suelen no tener más que formas cilíndricas o tubulares: hamburguesas, salchichas, nuggets... Ésta y otras estrategias son las que hemos ido adquiriendo a lo largo del tiempo y que, si en algún momento podrían haber sido hasta piadosas, lo han dejado de ser después de que las fuentes alimentarias de origen animal hayan pasado de ser un recurso adaptativo y hasta quizás evolutivo, a un lujo gastronómico el placer del cual nunca podrá justificar la crueldad de la que proviene. Esta relación con la comida no puede excusarse en el omnivorismo, ni tan siquiera en el carnivorismo, ambas conductas alimentarias obligatorias por decreto orgánico, sino que entra en la ideología del “carnismo”, acepción propuesta por la psicóloga Melanie Joy (2010) y autora de la obra Why we love dogs, eat pigs and wear cows: an introduction to carnism.
Otro libro con un título sugerente es el de La dieta Smart (Garcia, 2010), que a pesar de ser un libro dedicado a la pérdida de peso, nos interpela indirectamente. ¿A caso la propuesta de la Dra. Reina García - más allá del marketing y del contenido de la obra - no nos hace cuestionar si nuestra dieta es realmente inteligente? Me atrevo a responder que no, muy en la línea del alegato de Luís de Sebastian (2009), autor de otro libro con título prometedor: Un planeta de gordos y hambrientos: la industria alimentaria al desnudo.
Ya para acabar, no me gustaría que la articulación de las prácticas alimentarias saludables se convirtiera en una nueva arma de la publicidad, pues en este sentido estoy de acuerdo con Igor de Garine (2000, pg. 10) cuando afirma que “actualmente, alimentación sana, se ha convertido en el grito de guerra y un argumento publicitario provechoso en muchas sociedades opulentas”. Nuestro sistema es experto en hacer negocio de todo, también de la obesidad y de las enfermedades (Gracia, 2009, pg.81), por lo que conviene recordar que el derecho a la alimentación no sólo debería comprender una ración de calorías mínimas sino de una comida digna. Pensamos que las víctimas de esta falta de derechos suelen estar en la otra parte del hemisferio*, cuando las ONGs nos alertan de alguna crisis alimentaria. ¡Qué ingenuos nosotros que pensamos que aquí, estamos mucho mejor! Sí, es cierto que nuestra sociedad es rica, pero también que se puede ser pobre por exceso (o mal nutrido, como sería el caso), como muy bien revelan las contradicciones de la sociedad obesogénica.
*Desgraciadamente este tipo de situaciones también empiezan a revelarse en nuestro país.
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