miércoles, 14 de febrero de 2018

Wiegenlied, op. 49, no. 4

Los escépticos la echaron de su grupo de Facebook por no presentar pruebas de su grandilocuente afirmación. La acusaron de charlatana y de otras muchas cosas propias de los mejores paladines de la pseudociencia. Fue bochornoso, pues además coincidió con el día del nacimiento de Darwin. Ella estaba convencida, si la habían expulsado era porque le tenían una envida enferma (no en vano, por entonces había una epidemia de gripe que había infectado mucha envidia sana).

Alexandrina no dejaba de decirle a todo el mundo que la canción de cuna de Brahms funcionaba. Después de casi 18 meses durmiendo gemelos a muy duras penas, hacía unas semanas que la siesta de la mañana, la siesta de la tarde y la hora de ir a dormir de por la noche era mecer y cantar. En media hora, tirando largo, los dos niños caían en un sueño profundo. Tan dormidos se quedaban que no hacía falta cerrar la puerta del salón: los ruidos que les llegaban no les provocaban ni un leve pestañeo. Desde entonces el padre de los niños vuelve a lavar los platos haciendo un ruido tremendo: tenedores que se chocan con las tazas, tapas de olla que se caen al suelo, aceiteras que se derraman…Hasta ahora Alexandrina lo regañaba con dureza, y no era para menos, porque esos estallidos, crujidos y chirridos solían despertar a los gemelos, que ya no se calmaban si no era en los brazos de la madre.

La Wiegenlied, op. 49, no. 4 cumple lo que promete, es una canción de cuna que funciona incluso si los niños duermen en el carricoche. Alexandrina la canta con una letra inventada y ya cuando se cansa, tararea hasta que los niños cierran los ojos. Entonces sigue el ritmo de la música con un ssssh, sssh, sssh, antes de irse hasta el sofá con el sigilo de un ninja (en eso ni ella ni su marido han perdido la costumbre). Por fin sentada come galletas de chocolate sin temor a que los niños desarrollen malos hábitos alimenticios.

Botánica fantástica: Pino (Pinus)

Los ambientadores de pino no huelen al pino que Ada huele los tórridos mediodías de verano, cuando dormita a la sombra de alguno en la piscina municipal. El pino comprimido en la botelilta de perfume de su coche no es el pino de la Costa Brava ni el de Sant Llorenç del Munt. Debe ser el aroma de un pino de China, se dice mientras lo aspira en la pausa de un semáforo. Desde que de pequeña aprendiera a decir la palabra árbol mientras su padre le señalaba los pinos que les seguían en los paseos vespertinos alrededor de la casa familiar, ningún otro árbol ha podido adueñarse del arquetipo arborescente de Ada. Cuando ella piensa en un árbol piensa en un pino. Una vez, estando en un cámping de Tarragona pasando unas vacaciones de semana santa, las moreras que rodeaban su comanche quisieron pagarle con gusanos de seda (le prometieron centenares de miles) para que a partir de entonces fueran ellos los que aparecieran en la cabeza de Ada cuando pronunciara la palabra árbol, pero ella no quiso traicionar sus recuerdos infantiles y permaneció fiel a la conífera. 

Ada vive en un piso pequeño sin terraza y sólo puede cultivar germinados en vasitos de yogur reciclados. Los tiene en una esquina del mármol de la cocina, entre el frutero y la cafetera de filtro. Ella daría cualquier cosa por vivir en una casa con un pino, por eso cada mañana consulta la sección de viviendas del diario local y hace números sumando su nómina, las pagas extras, los 50 euros que le da su madre en su cumpleaños y el premio gordo de la lotería que tiene pendiente ganar. Con eso bastaría. Por si a caso, hace tiempo que está elaborando un plan alternativo. Conoce a la perfección el bosque que rodea la que fue su casa familiar durante 15 años, podría pasear por él con los ojos cerrados (algo que, de hecho, lleva a cabo algunas noches de insomnio). Sabe que hay un pino especial, al que sólo se puede acceder bajando por un terraplén muy empinado, pues el tronco nace en el curso de un torrente colmado de zarzas punzantes. La copa del pino queda a la altura del borde del despeñadero, solo a un valiente salto de mujer con la complexión y la ilusión de Ada. Ni en el mejor de sus sueños hubiera imaginado que, en realidad, donde acabaría viviendo no sería en una casa con jardín para su árbol, sino en el propio pino, en una casita construida entre su tronco, sus ramas, sus hojas y sus piñas.

Un fin de semana lluvioso acabó de empaquetar sus libros en una mochila con la que hacía dos años había hecho el Camino de Santiago. Se la cargó a la espalda y cerró para siempre la puerta de su pequeño apartamento. Bajó los cuatro pisos andando y así continuó hasta su nuevo hogar. Atravesó la ciudad, siguió caminando por el márgen de la carretera que daba al inicio del parque natural y se adentró en el bosque. Los pocos excursionistas con los que se cruzó pensaron que estaba peregrinando hasta Santiago siguiendo el Camí de Sant Jaume, pues aún le colgaba la vieira de una cremallera de la mochila.

Nadie sabía que Ada se mudaba, sólo se lo contaría a sus mejores amigos a medida que los invitaría a ver las estrellas. Había construido la cabaña ella sola, con poleas y mucha paciencia y, bueno, con la ayuda de algunas palomas torcaces que le sugirieron los mejores puntos de apoyo para su nido humano.

En mayo de este año hará siete meses que Ada ya no tiene los pies en la tierra.

lunes, 12 de febrero de 2018

Botánica fantástica: Geranio (Pelargonium)

El Principito andaluz cuidaba geranios. Su asteroide era como un patio de Córdoba, colgaban macetas de toda superfície vertical libre y cuando florecían a la vez, el planeta parecía un arcoiris esférico. Tenía geranios de todos los colores: rojos, rosas, blancos, amarillos, naranjas, violetas, azules, verdes y todos los matices disponibles de los anteriores (rojo carmín, rojo burdeos, rosa palo, rosa fúcsia, amarillo azafrán, amarillo canario, naranja mandarina, naranja calabaza, violeta violín, violeta wisteria, azul zafiro, azul turquesa, verde musgo, verde lima, verde pistacho…).

Cómo había llegado a tener el Principito andaluz tal gama cromática entre los geranios era un misterio que ni él conocía. Sospechaba que tenía que ver con la hora en la que el Sol iluminaba el brote que surgía de la tierra por primera vez: los que surgían de noche eran azules o violetas, cuando el alba despuntaba, verdes y amarillos, hacia el mediodía naranjas y rojos y al atardecer rosas y blancos. El problema era que las observaciones del Principito andaluz no siempre confirmaban dicha hipótesis. Había geranios rojo amaranto germinados a medianoche y geranios azul celeste que brotaban a la hora del te con galletas de mantequilla. La clave estaba en los fósiles de estrella de mar incrustados en la parte septentrional del asteroide. Estos equinodermos marinos petrificados también emitian luz, de hecho propagaban resplandores similares a los que en la Tierra conocemos como auroras boreales. Cuando aparecían en el cielo, el Principito andaluz se emocionaba y decía: Ole, ole y ole.

Las estrellas de mar emitían fotones a todas horas y aunque las auroras boreales sólo eran visibles de noche, eran las culpables de que el Principito andaluz errara en sus cálculos. Si un tallo germinaba bajo el influjo de una aurora boreal especialmente intensa, el geranio se contaminaba de su luz, fueran las 12 del mediodía o las 7 de la tarde. El resultado siempre era impredecible porque el color era producto de un algoritmo que abarcaba elementos relativos a la luz solar, a la luz del equinodermo marino e incluso (aunque muy sutilmente) a las lámparas que el Principito andaluz tuviera encendidas entonces.

En el fondo tampoco era muy importante que el Principito andaluz supiera que las estrellas marinas daban luz como las estrellas celestes, porque él seguía cuidando sus geranios de igual modo, esto es: cantándoles La Macarena y Sevilla tiene un color especial mientras los regaba pacientemente cada mañana, y es que con tanta luz, hacía mucho calor y el sustrato de las macetas se secaba de un día para otro. De lo que no tenía que preocuparse el Princpito andaluz era de la mariposa africana, cuando alguna vez el bicho había advertido desde la Tierra un planetoide lleno de geranios, le habían dado ganas de salir volando hasta él, y en no pocas ocasiones lo intentaron algunos individuos que se quedaron sin aire a la altura de la estratosfera.

El Principito andaluz siempre ha sido extraterrestre, pero tiene genes gaditanos y cecea como los vecinos de Jerez de la Frontera. Cuando ve pasar naves espaciales cerca, las saluda con la mano y grita: ¡Adió, adió, tengan ustede buen viahe y no me tiren bazurah por el univerzo!

domingo, 11 de febrero de 2018

Ensalada waldorf y sésamo caramelizado

Érase una vez una mujer que decía: “No sé cómo he podido vivir hasta ahora sin la ensalada waldorf y el sésamo caramelizado”. Y de verdad era un caso curioso porque la mujer ya tenía 33 años. Recuperaba el tiempo perdido inventando nuevas comidas durante el día y así, entre el desayuno, la media mañana, el vermut y el almuerzo picoteaba su ensalada con sésamo. También entre el almuerzo, la merienda y la cena atacaba el cuenco ya medio vacío de ensalada con sésamo. En una crisis de ansiedad un domingo especialmente frío, sacó todo lo que tenía en la alacena pensando en llenarla de nuevo al día siguiente exclusivamente de manzanas fuji, apio, nueces, mayonesa y sésamo caramelizado. Así lo hizo. Dos días más tarde, ya no quedaba nada. Así que decidió liberar más espacio para la próxima compra en el colmado. Se deshizo del horno, del lavavajillas, del microondas y del congelador, en los huecos que quedaron puso cajas que atiborró de manzanas fuji, apio, nueces, mayonesa y sésamo caramelizado. Pronto su cocina dejó de parecer normal. Hasta que descubrió una frutería que vendía los mangos a 2 euros el kilo y entonces empezó a decir “No sé como he podido vivir hasta ahora sin el mango” y otras estancias sucumbieron a la invasión de la fruta tropical. Además, le faltaban horas al día para comérselos, porque su obsesión por la ensalada waldorf y el sésamo caramelizado no había disminuido un ápice, así que le restó horas de sueño, primero a las noches de los fines de semana, y poco a poco también al resto de días. En la oscuridad de su casa, apenas iluminada por el fuego de la chimenea, comía un mango tras otro. 

En pocos meses, la mujer se volvió loca del todo. Sus vecinos ya no la saludaban cuando se cruzaban por la calle, empezó a deberle dinero al frutero y al tendero del colmado y ya casi no se cambiaba de ropa (de hecho, hacía tiempo que se había desecho también de la lavadora por motivos de espacio). Murió tres años más tarde, sola, con la dentadura gastada y el estómago aburrido. Dicen que la gente empezó a murmurar que se lo tenía bien merecido por negligente: todo el mundo, desde el principio, le había advertido de lo peligrosas que eran las sustancias adictivas que estaba consumiendo. Así que ya lo sabéis, niñas y niños, decid no a las drogas, a la ensalada waldorf, al sésamo caramelizado y al mango.

sábado, 10 de febrero de 2018

Botánica fantástica: Alcornoque (Quercus suber)


Los alcornoques recién plantados en nuestro jardín
La llamaban Amapola, aunque se llamaba Margarita y acababa de adoptar dos alcornoques bautizados con el nombre de sus suegros. Asimismo lo dispuso su marido cuando los plantó en agujeros de 110 cm de diámetro por 60 cm de profundidad, y los regó con una de las tres mangueras del jardín. Amapola esperaba que al no estar el agua consagrada por ningún sacerdote, el bautismo fuera reversible y cuando su marido no estuviera en casa, ella pudiera ponerles nombres de verdad, de los de árbol de toda la vida. Para garantizar los nombres traería auténtica agua bendita. Se la pediría al parroco del pueblo y la traería de la iglesia con una regadera que guardaba desde hacía años para tal propósito. Era preciosa, de metal, pintada con unas imprimaciones de flores marrones. Tenía que hacerlo cuanto antes, ella sabía lo que era sufrir por llevar un nombre incorrecto. A ella le tenían que haber puesto nombre de persona, de los de mujer de toda la vida. Para ello debía distraer a su marido el tiempo suficiente para que pudiera llevar a cabo su misión y sabía lo difícil que le resultaría, estando el hombre, como estaba, todo el día mirando sus alcornoques: desayunaba en la cocina de cara al jardín, en el comedor cambió la posición de su butaca para poder observarlas y hasta hizo una ventana en el lavabo de su dormitorio para contemplarlas mientras se aseaba (para lo cual sacrificó una gran parte del espejo y disminuyó considerablemente la calidad de su afeitado).

Un sábado 10 de febrero, la mujer-flor le pidió a su marido que fuera a buscar leña al bosque. Era muy urgente porque hacía mucho frío y el último tronco se les había acabado la noche anterior Si no iba, ella misma talaría los alcornoques para quemarlos a trocitos: con sus ramas y sus hojas y sus futuras bellotas. Así se lo dijo, con un tono amenazador de bruja que estremeció al marido. ¿De verdad se había casado con esa mujer horrible que ponía en riesgo sus alcornoques por una olita de frío? En cualquier caso, pensó, ella no podría levantar el hacha más de medio metro del suelo, su Amapola era enclenque y hasta el cucharón de la sopa le pesaba. Igualmente, el hombre se fue a regañadientes al bosque porque era mucho peor quedarse en casa oyendo a su esposa mientras castañeteaba. No tardaría ni media hora, sus alcornoques estarían a salvo.
Tan pronto salió el hombre por la puerta, ella se pasó el asa de la regadera por el brazo y se fue a paso ligero hacia la iglesia del pueblo. Al parroco le contó que el agua bendita era para un caldo de verduras con tofu que estaba cocinando para su marido, que el pobre estaba muy enfermo y que hasta los médicos lo habían deshauciado. El cura tuvo que simular preocupación por el hombre, pues sabía que estaba tan sano como puede estarlo alguien casado con una mujer-flor, y aunque temía que el agua bendita se destinara a usos profanos, no quiso discutir con Margarita (él era el único que nunca la llamaba Amapola).

A punto estaba de llegar el hombre con la leña, cuando vió aparecer a la mujer por la esquina de la calle. Ambos se pusieron al acecho, él sabía que ella tramaba algo y ella que él se había dado cuenta de que tenía algo entre manos así que los dos se pusieron a correr hacia la puerta. A Amapola se le derramaban grandes gotas de agua bendita a cada zancada. Quizás era canija pero estaba ágil, así que no le costó cerrar la puerta ante las narices de su atónito marido.

Ella hubiera querido celebrar un ritual solemne, pero tenía poco tiempo antes de que su marido impidiera el sacramento. Tendría que haber pensado con más antelación los nombres, tanto como se había quejado de los que ahora tenían, no era propio de ella improvisar asuntos cruciales. Al menos podría haber pensado en la onomástica, con los santos tan bonitos que se festejaban: Santa Escolástica de Nursia, Santa Austreberta, San Guillermo, San Protadio o San Troyano. Pero Amapola ya oía los pasos de su marido muy cerca y en un arrebato arrojó el agua bendita a los alcornoques (como quien tira en la acera de la calle el agua sucia del cubo de fregar) al tiempo que vociferó las dos primeras palabras que se le ocurrieron. Así fue como Margarita, a la que todo el mundo menos el parróco llamaba Amapola, y que sufría de incontinencia nerviosa, pasó a tener dos alcornoques llamados “Me” “Meo”.