Los ambientadores de pino no huelen al pino que Ada huele los tórridos mediodías de verano, cuando dormita a la sombra de alguno en la piscina municipal. El pino comprimido en la botelilta de perfume de su coche no es el pino de la Costa Brava ni el de Sant Llorenç del Munt. Debe ser el aroma de un pino de China, se dice mientras lo aspira en la pausa de un semáforo. Desde que de pequeña aprendiera a decir la palabra árbol mientras su padre le señalaba los pinos que les seguían en los paseos vespertinos alrededor de la casa familiar, ningún otro árbol ha podido adueñarse del arquetipo arborescente de Ada. Cuando ella piensa en un árbol piensa en un pino. Una vez, estando en un cámping de Tarragona pasando unas vacaciones de semana santa, las moreras que rodeaban su comanche quisieron pagarle con gusanos de seda (le prometieron centenares de miles) para que a partir de entonces fueran ellos los que aparecieran en la cabeza de Ada cuando pronunciara la palabra árbol, pero ella no quiso traicionar sus recuerdos infantiles y permaneció fiel a la conífera.
Ada vive en un piso pequeño sin terraza y sólo puede cultivar germinados en vasitos de yogur reciclados. Los tiene en una esquina del mármol de la cocina, entre el frutero y la cafetera de filtro. Ella daría cualquier cosa por vivir en una casa con un pino, por eso cada mañana consulta la sección de viviendas del diario local y hace números sumando su nómina, las pagas extras, los 50 euros que le da su madre en su cumpleaños y el premio gordo de la lotería que tiene pendiente ganar. Con eso bastaría. Por si a caso, hace tiempo que está elaborando un plan alternativo. Conoce a la perfección el bosque que rodea la que fue su casa familiar durante 15 años, podría pasear por él con los ojos cerrados (algo que, de hecho, lleva a cabo algunas noches de insomnio). Sabe que hay un pino especial, al que sólo se puede acceder bajando por un terraplén muy empinado, pues el tronco nace en el curso de un torrente colmado de zarzas punzantes. La copa del pino queda a la altura del borde del despeñadero, solo a un valiente salto de mujer con la complexión y la ilusión de Ada. Ni en el mejor de sus sueños hubiera imaginado que, en realidad, donde acabaría viviendo no sería en una casa con jardín para su árbol, sino en el propio pino, en una casita construida entre su tronco, sus ramas, sus hojas y sus piñas.
Un fin de semana lluvioso acabó de empaquetar sus libros en una mochila con la que hacía dos años había hecho el Camino de Santiago. Se la cargó a la espalda y cerró para siempre la puerta de su pequeño apartamento. Bajó los cuatro pisos andando y así continuó hasta su nuevo hogar. Atravesó la ciudad, siguió caminando por el márgen de la carretera que daba al inicio del parque natural y se adentró en el bosque. Los pocos excursionistas con los que se cruzó pensaron que estaba peregrinando hasta Santiago siguiendo el Camí de Sant Jaume, pues aún le colgaba la vieira de una cremallera de la mochila.
Nadie sabía que Ada se mudaba, sólo se lo contaría a sus mejores amigos a medida que los invitaría a ver las estrellas. Había construido la cabaña ella sola, con poleas y mucha paciencia y, bueno, con la ayuda de algunas palomas torcaces que le sugirieron los mejores puntos de apoyo para su nido humano.
En mayo de este año hará siete meses que Ada ya no tiene los pies en la tierra.