Ella escribe historias que son como cromos, y yo los quiero coleccionar todos. Le he enviado una carta manuscrita a la autora para saber dónde venden el álbum oficial, quiero enganchar cada cuento en su lugar. En la librería de mi barrio -a punto del traspaso porque ya nadie lee diarios, ni compra revistas, ni se compra cien pesetas de chucherías-, no tienen ni idea de qué hablo cuando les pido si ya les han llegado los nuevos cuento-cromos. Leen en mi camiseta “Keep Calm and Read Murakami”, y piensan que soy un personaje salido de uno de los libros raros del japonés. Podría ser la mujer que desaparece de Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. Soy Kumiko, si usted así lo desea, pero quiero mi ración de historias-sorpresa, destripar con cuidado el sobre y con una mirada ágil y experta encontrar las que no tengo repetidas. Todavía busco un foro para intercambiar mis cromo-cuentos duplicados. Por triplicado sólo tengo un relato, pero me gusta tanto que he colgado dos copias en la pared de mi cuarto. Mi madre ya no sabe qué prefijo usar para describir mi sexualidad y está consultando a un prestigioso psicólogo argentino si es posible que a mí lo que en realidad me pongan sean las letras. ¿Leerlas o escribirlas? Le pregunta el terapeuta, y ella con el teléfono apoyado en el hombro y ambas manos llenas de jabón lavavajillas, me grita desde la cocina: Niña, ¿tu eres activa o pasiva?