Cuando no estaba en la guerra, el caballero medieval disfrutaba de una taza de Earl Grey en la mecedora del porche. Dejaba el yelmo y la espada en el suelo, se descalzaba los escarpes y apenas vestido con la cota de malla, apoyaba los pies en la mesita de te y pensaba en cómo resucitar la flor de pascua. La preocupación botánica del caballero se mantenía a lo largo de las cuatro estaciones y sólo en Navidad, cuando la planta presumía de una floración abundante y vistosa, podía descansar en su mecedora tranquilo, sin afligirse por las hojas rojas marchitas. Esos días le sabían mejor que un combate ganado contra una muchedumbre mejor armada. Mantener viva una Poinsettia era más arduo que devolver a los soldados de su escuadrón sanos y salvos a casa.
Un sábado 27 de febrero, el caballero medieval volvía a casa más malherido que nunca: calvo. Sus rizos castaños se habían ido cayendo uno a uno (y no de dos en dos) a lo largo de toda la contienda en Navarcles. El suelo del campo de batalla parecía el de una peluquería administrada por un barbero asesino: pelos por aquí, cuerpos decapitados por allá. No le importó demasiado al caballero medieval que, ya sin ningún cabello, lo único que tenía bien asido en la cabeza era el estado de su flor de Pascua. Se había ido a la guerra dejándola en el esplendor de su belleza y le asustaba encontrársela moribunda en tan poco tiempo. Cinco hojas verdes le quedaban a la Poinsettia. No todo estaba perdido, pensó acunado por el vaivén de su mecedora, pero porqué tenía que ser tan dura la vida.