El pobre escritor solo escribía cuentos tontos, pero no era su culpa. Él los enviaba cada día a la escuela: venga érase una vez un dragón blanco y volador, levántate que hay que ir al cole, venga, había una vez una niña sin suerte (ni buena, ni mala), arriba que hoy tienes examen de matemáticas, venga cuentan los viejos del lugar que vieron un melocotón gigante chocarse contra el arcoiris, despierta que aún tienes que acabar los deberes. Y así hacía el pobre escritor cada mañana con todos sus cuentos (tontos). Los vestía, les daba de desayunar, los acompañaba hasta la puerta de la escuela, les daba un beso en el título y luego volvía a casa a hacer las camas, cocinar la cena y seguir escribiendo historias. Afortunadamente, podía llevar a sus cuentos a un colegio público cerca de casa, no tenía que pagar matrícula, algunas famílias le dejaban los libros de texto y el comedor escolar estaba subvencionado, porque al ritmo que el pobre escritor escribía, cada día engendraba un nuevo alumno de preescolar o primaria. Los cuentos más tontos de todos repetían curso hasta tres veces. Algunos incluso sufrían acoso escolar. Desesperado, el escritor dejó de escribir. En su casa ya no cabían más cuentos (ni listos). Quizás había llegado el momento de que se emanciparan y se fueran a vivir a las páginas de un libro. Pero con lo tontos que eran, ¿podría el pobre escritor encontrarles una buena casa? y con el cariño que les tenía, ¿quería realmente deshacerse de ellos? A la porra, pensó el hombre, los publicaré en mi blog y que sea lo que Dios quiera.