A la señora doña cuentacuentos se le escapaban las historias como se le escapaba el pis. Era muy mayor, como tres o cuatro veces la edad de un niño. Si se reía fuerte mojaba las bragas y un trocito de cuento se le salía del corazón. Lo del pis aún lo podía gestionar con ejercicios de Kegel diarios pero los derrames de relatos estaban fuera de su control. Todo el mundo veía el principio del cuento saliendo a presión del pecho: Érase una vez una sirena de estanque de jardín (PUM!) o Hace mucho mucho tiempo en un pueblo de piedra había un carpintero (PAM!) o Cuenta la leyenda que en las noches de luna llena los imanes de nevera (POM!). ¡Qué abochornada se sentía entonces la pobre señora! Recogía las palabras del suelo cómo podía y se iba andando con las frases arrebujadas en las manos. La gente se sorprendía tanto que no se atrevía a pedirle que, por favor, continuará la historia, que no la dejara en vilo ahora que había empezado. Hasta que un día un par de mellizos de diecisiete meses, que le habían hecho reír a carcajadas, vieron salir disparado como un muelle el inicio del que sería el cuento más bonito del mundo. Ese día la mujer tuvo que seguir contando y lo hizo sin vergüenza alguna, porque a los niños no les había parecido nada extraño que un buen cuento brotara desbocado de su teta. Lo que sin duda alguna no no entendieron fue que no le rezumara también leche como a su mama.