Cuentan los niños que viven en el trópico que las palmeras cantan por la noche. Se despiertan esos niños cuando los padres dormidos como troncos (de árboles que no hablan, se entiende), se suben con la almohada a tumbarse entre las ramas. Suelen situar el cojín cerca de los cocos o de los dátiles, en función, claro está, de si hablamos de la Cocos nucifera o de la Phoenix dactylifera. Así lo hacen porque sostienen los niños que el concierto les da sueño y que el sueño les da hambre, aunque nunca llegan a catar dichos frutos, y es que corre el rumor de que al comérselos la palmera enmudece un siglo entero.
Se debaten esos niños melómanos entre el insomnio y la inanición sólo por escuchar las canciones vegetales hasta la madrugada, cuando las palmeras se callan a medida que el cielo se pone amarillo. Cuando el amarillo ya es del mismo tono de la manta que cuelga del sillón orejero que tiene una mujer europea en su salón, los niños bajan y se cuelan de nuevo en su cama hasta que les suena el despertador. Mientras desayunan, los padres les preguntan cómo han dormido, qué han soñado. No saben los niños si decirles la verdad o la mentira, hay que entenderlos, pobrecillos: tienen miedo de que, al saberlo, los adultos talen sus palmeras para convertirlas en la estrella de la canción del próximo verano.
"Cuando el amarillo ya es del mismo tono de la manta que cuelta del sillón orejero que tiene una mujer europea en su salón..." |