Érase una vez un hombre enamorado de un liquidámbar. Es de recibo que no estaba muy fino teniendo, como tenía, alergia al polen. Margaritas le llevaba el hombre loco a su liquidámbar libertino, libros sobre el mar le leía el botánico de pacotilla al leño presumido que se teñía las hojas de rojo. Se burlaba la mujer del naturalista de la amante de su marido: ¿Cuánto le cobra la peluquera por el vulgar pigmento escarlata? ¿Se rizará las ramas para vuestra boda pagana? Tan inofensivo encontraba el escarceo de su esposo, que hasta ella misma empezó a cogerle cariño y así, sin querer, acabo queriéndolo ella también. Bombones le llevaba la majareta al árbol caducifolio (pralinés en forma de corazón que se comía la mujer a hurtadillas en el porche de la entrada de su casa, junto a los geranios celosos).
Llegó el invierno y al pobre liquidámbar ya no le quedaba pelo, sólo una hojita en forma de estrella se erigía heroica en la cumbre. A cambio, centenares de bolitas con púas despuntaban de las ramas. Creía la gente que la pareja de adúlteros estaba perturbada, que ese triángulo amoroso era una aberración de la naturaleza ¡Pero si aquí el único que estaba com una cabra era el árbol! ¿O a caso no lo ven? Sin ser abeto, ni ser de plástico (¡Qué perversión!) se cree el liquidámbar que por estar calvo y llevar pendientes es un árbol de Navidad.
Llegó el invierno y al pobre liquidámbar ya no le quedaba pelo, sólo una hojita en forma de estrella se erigía heroica en la cumbre. A cambio, centenares de bolitas con púas despuntaban de las ramas. Creía la gente que la pareja de adúlteros estaba perturbada, que ese triángulo amoroso era una aberración de la naturaleza ¡Pero si aquí el único que estaba com una cabra era el árbol! ¿O a caso no lo ven? Sin ser abeto, ni ser de plástico (¡Qué perversión!) se cree el liquidámbar que por estar calvo y llevar pendientes es un árbol de Navidad.