jueves, 16 de noviembre de 2017

La vida secreta de las cosas: las mantas de picnic


Dos gemelos de 15 meses duermen la siesta en el jardín. Como no es lunes, están a la sombra, pero bien tapados con sus sacos de dormir. Oigo la lavadora, que he puesto para tener bien limpia la manta que usamos cada año como base del árbol de Navidad. Es blanca, amarilla, roja y verde, tiene flecos en los bordes y puesta “despreocupadamante”, con regalos encima envueltos en papel de estraza, es digna de una foto para Pinterest. Fue manta de picnic durante años y, como tal, estuvo guardada en un baúl. ¿Qué tendrán los picnics que tanto nos ilusiona pensar que haremos y para los cuales compramos un atrezzo que nunca usamos? A mi favor tengo que decir que nunca compré la cesta de mimbre con sus vasitos, platitos, cubiertos y servilletas de cuadros porque temía que sólo adornara el armario. A punto he estado en montones de ocasiones, cuando la he visto en las tiendas como la promesa de una fantástica tarde de verano, mañana de primavera o incluso noche de invierno romántica. La he tenido en mis manos y casi he podido tocar la felicidad de comer en plena naturaleza, sentada sobre la hierba del campo, bajo un pino, un olivo o un roble. He oído cantar los pájaros, he visto a las ardillas saltar de una rama a otra y he saboreado la olivada con tostadas, la fruta limpia y cortada (por ejemplo, una macedonia de manzana y mango) y he sorbido durante media hora un café caliente que guarda un termo de un litro, por si a caso invitamos al resto de domingueros mientras jugamos al Parchís, el juego de mesa de mi infancia. Todo eso he podido sortear en la tienda pija que quería endosarme la cesta de picnic por 60€. No ha sido fácil y si no he sucumbido a la tentación hasta entonces, lo diré claramente, es por el precio. Un poco más barata y caigo en la trampa. 

Ayuda también el recuerdo de mis abuelos, con los que hice picnics de verdad en un terraplén de las afueras de Terrassa sin tantos bártulos. De hecho, sólo recuerdo que necesitáramos una manta vieja (¿o era un mantel?) y una tableta de chocolate negro Dolca. Seguramente también habría una barra de pan y algo para beber, pero no me atrevo a confirmar si era agua, zumo o Cacaolat. Conociendo a mi abuela podrían haber sido las tres cosas. La inclinación del terreno no nos permitía instalar ningún juego de mesa, me parece que sólo nos sentábamos a merendar. Mirábamos los coches que iban de la Maurina a Can Trias o a Can Gonteres. Mientras tanto, mi abuela debía buscar menta o perejil y si era época, genista. Chicles de clorofila, ahora me acuerdo. De eso tampoco faltaba. Mi abuela siempre llevaba un paquete en el bolsillo de la bata. De clorofila, no de menta y de láminas envueltas en papel, no grageas. Ya se ha despertado el gemelo-mejillón, tengo que volver de mi viaje en el tiempo y tender la manta de picnic, ahora con más cariño que nunca, después de haberme obsequiado un trocito de su vida secreta.