martes, 21 de noviembre de 2017

La biblioteca

Continuación de Noticias frescas

Antes de que Biakpa fuera Biakpa y estuviera en Ghana, fue Alejandría y estuvo en Egipto y como llegó Alejandría a ser Biakpa sólo se entiende tomándose cierta hierba infusionada diez minutos en agua de coco. Hasta ahí el misterio sigue siendo insondable. Kwesi sabía que aunque Julia quisiera contarlo un día, su discurso estaría tan fragmentado que nadie la entendería por mucho que quisieran creerla. Así, el secreto estaba a salvo. En cualquier caso, sí hay ciertas partes del relato que se pueden hacer públicas sin problema: el legado de la mítica biblioteca, fundada por Ptolomeo en el siglo III a.C.  sigue vivo. Su fondo documental ha ido aumentando a lo largo de los años con libros y audiovisuales y está disperso por toda Biakpa. Cada choza de barro custodia una fracción del ingente archivo. 

Antes de que los vendavales asolaran Biakpa, la clasificación bibliográfica era sencilla y encontrar los documentos requería, como mucho, un paseo a lo largo del pueblo. Todos los socios de la Biblioteca recibían un mapa numerado al ingresar en el club de lectura, que les daba derecho a entrar en las casas (de seis de la mañana hasta medianoche) a tomar prestados cuantos libros quisieran, además de a tomarse un te de lemongrass. Lamentablemente, desde que los huracanes movían las casitas de sitio, todos andaban perdidos. El vecino Nkrumah era el que peor parte se había llevado, siempre tenía que disculparse con los lectores que acababan por error en su casa pidiendo prestado “La llamada de los Gnomos” escrito por Will Huygen e ilustrado por Rien Poortvliet. Eran muchos (dentro de los pocos afortunados que conocían la existencia de la gran Biblioteca) los que buscaban la primera edición de este precioso libro y Nkrumah siempre respondía lo mismo: te equivocas, en esta casa no hay gnomos, solo gansos salvajes (aludiendo a las historias de Nils Holgersson). 

En la antigua calle de Boticario número 25 se conservaban los autores rusos y las sonatas de Beethoven. Ahora esa casa-anaquel estaba a cien metros del gran baobab. Del dintel de la puerta colgaba un crespón negro. Julia no se había fijado antes, pero ahora que se dirigía hasta allí, después de que Kwesi le hubiera desvelado por fin parte del enigma que le había conducido a orillas del Lago Volta (por cierto, el embalse con mayor superficie del mundo), empezó a atar cabos. Los crespones negros se ponían en la entrada de las biblioteca-cabañas como advertencia de que había documentos que no se habían devuelto en el tiempo acordado. No retornarlos puntualmente era de un ultraje, un deshonor y un desprecio atroz, tanto que sólo por reincidir una vez, te expulsaban para siempre de la Biblioteca, de Biakpa, de Ghana, y de toda el África Subsahariana. 

Hacía 15 años que un hombre llamado Mauricio Vélez Sandoval dejó a deber La sonata Kreutzer de León Tolstoi y  la primera grabación de la sonata número 9 en la mayor para violín y piano op.47 de Beethoven. Ahora, a punto de morir, no se lo podía perdonar. Alguien tenía que devolver el libro y el CD a su legítimo emplazamiento y tenía que ser Julia.