Salen las mañanas de los domingos de otoño con la cestita colgada del brazo. Como si nada, como si no fueran a arrancar setas o como si arrancar setas fuera un pasatiempo inocente. Todo el mundo los ve y nadie dice nada, ni yo cuando me los cruzo por los caminos del Obac. Tendría que haberlos parado y haberles dicho muy seriamente: “¿Pero qué hacen, hombre? No tienen ustedes piedad alguna, eso por no mencionar que hay que ser muy bruto y tener un gusto poco exquisito para zamparse (al ajillo, a la plancha o con salsa) las casas de los Pitufos.”
Yo sólo espero que les envíen con suficiente antelación una orden de desalojo o que, en el peor de los casos, se atraganten los gourmets de la vivienda ajena con un gorro frigio. No estoy diciendo que me alegre de las intoxicaciones que sufren algunos cazadores de hongos aficionados, pero qué esperan, eso les pasa por imprudentes, hay que cerciorarse de que las setas están deshabitadas, ¿qué clase de boletaire no sabe que la carne de pitufo es altamente venenosa? Si no hace falta ser muy perspicaz, nadie con la piel azul puede estar sano. Y aunque fueran moribundos, tienen derecho los pobres pitufos a morir dignamente, a manos de Gargamel o de su gato Azrael.
Micológicos del mundo, glotones de los hogares de seres imaginarios, os deseo el más potente antifúngico.