lunes, 9 de septiembre de 2013

Poema largo de una tarde de verano en Cadaqués

Existe una hipótesis según la cual los humanos podríamos tener orígenes marinos. Pensar que tengo algún ancestro sirena me resulta extraño. Yo que tirito sólo con sumergir la punta del dedo en la orilla de la playa, antes me creería que mi tatarabuelo homínido tuviera alas. No en vano, mis escápulas sobresalen tanto que hasta me parece que la única explicación razonable es que como el sacro respecto a la cola, estas curiosas partes de la espalda son los restos amputados de mis predecesores angélicos.

Comparadas estas posibilidades con la teoría de Darwin, admito que suenan inverosímiles, pero yo no las descartaría de plano, sobretodo después de que yo misma haya visto con mis propios ojos (pero con gafas, pues de otro modo no serviría de nada) cosas mucho más fantásticas: hace un par de años me quedé embarazada de unos poemas que resultaron ser huevos fritos y justo la semana pasada conocí a un hombre que aunque aparentaba ser plenamente normal, estaba obsesionado con pirámides y bombas, ambas cosas juntas e inseparables. Fantaseaba con construir pirámides para hacerlas estallar luego y como sabía que era un proyecto poco viable dada la crisis inmobiliaria, se contentaba con guardar los petardos del último San Juan para explotarlos dentro de los poliedros que construía en las clases de papiroflexia. Me gustó tanto su locura, que me casaré un diez de septiembre con él. Mañana, en mi mundo que va al revés, hará dos años.