Cuando estoy mal escribo, cuando estoy bien hablo. A fin de que la preservación del equilibrio emocional no vaya en detrimento de mi vocación, debo aprender a conciliar ambas acciones que, por suerte, tienen bastante en común. Imagínense que en mis buenos momentos me diera por salir a hacer deporte de riesgo. Dudo de que en el arnés para el puenting pudiera llevar colgada una libreta y un boli, por no hablar del neopreno que se usa para el rafting o el barranquismo, pues aunque pudiera encontrar una buena funda para mis papeles, el agua me da tanta hambre, que no creo que escribiera más que de recetas y gastronomía. Llenaría páginas enteras con los platos que cocinaría al llegar a casa. De describirlos demasiado pormenorizadamente, correría el riesgo de manchar las hojas de baba y sólo porqué sé que el papel está compuesto sobretodo de celulosa – no digerible por el ser humano – me abstendría de darle bocados.
Ahora por ejemplo estoy muy bien. Sentada en una butaca orejera tapizada a cuadros, muy inglesa. Tengo los pies apoyados en una mesita de madera maciza, situada justo delante de una chimenea encendida. Suena música clásica – Mozart, creo - y aunque en la sala de al lado la televisión retransmite un partido de fútbol - el Barça, seguro - la voz de los locutores hoy no me irrita tanto como cuando de pequeña tenía que aguantarla todos los domingos por la tarde, durante el camino que nos llevaba del camping de vuelta a casa. Mi hermana y yo siempre pedíamos que cambiaran de emisora alegando que los comentaristas nos daban náuseas. Y no miento, tuve que reprimir muchas arcadas mientras el Carrusel Deportivo ensayaba cómo anunciar de diferentes maneras un gol. Nunca pensé que un monosílabo diera para tantas versiones: desde el Gooooool al Gol-gol-gol pasando por fluctuaciones tonales y variaciones más o menos afortunadas de las anteriores.
Como escritora, tengo mucha suerte de ser mujer, porque aunque empiece a escribir por sentir la indescriptible sensación – qué paradoja – que experimento cuando se me ocurre alguna frase ingeniosa surgida, normalmente, de algún tema banal que no me da para muchas líneas, puedo encadenarlo sin problemas con otro que, a los ojos de uno hombre no tiene nada que ver. Sé que mi marido vive asombrado de que mi madre, mi hermana y yo podamos saltar de una cuestión a otra a la velocidad del rayo, disertar largamente sobre algún detalle insignificante y relacionar cualquier asunto siempre, siempre, con cotilleos de amigos o parientes cercanos. La pericia en esta materia es tan profunda que incluso chismorrear de alguien que alguna de nosotras no conozca no presenta inconvenientes. Mi madre habla de los vecinos de un barrio del que nos marchamos cuando yo apenas tenía cinco años. Mi hermana habla de las madres de las amigas de mis sobrinas, como si yo realmente me acordara de ellas desde la última fiesta de cumpleaños. Yo les cuento cosas de mis compañeros de universidad que, para colmo, sólo conozco a través de un campus virtual. Ninguna de las tres intenta hacer grandes averiguaciones de la identidad de los aludidos, no nos hace falta para seguir la conversación a un ritmo que ningún hombre, insisto, resistiría nunca. Por eso me resulta tan fácil escribir sin saber previamente qué decir: sé que de perderme un poco por los vericuetos de algún tema peliagudo, siempre podré darle un giro y acabar enlazándolo con cualquier otro que domine más o, al menos, ir mareando la perdiz hasta llenar el tiempo del que suele disponer el lector habitual. Según la página de analíticas de mi blog, el tiempo medio que un internauta me dedica es un minuto. Por eso tengo que empezar a abreviar y hasta a despedirme, pero resulta que hoy la que tiene tiempo de sobras soy yo y hasta cuerda para rato, porque últimamente tengo el rádar del escritor conectado permanentemente y cualquier cosa que veo, leo, me pasa, me dicen u oigo sin permiso me sirve de material para la inspiración.
Esta mañana, por ejemplo, he leído un artículo sobre las bibliotecas del que se me han quedado grabadas dos frases, al menos en la fototeca del teléfono, porque he preferido retenerlas en un medio seguro. Desde que mi memoria confundió una canción de Sabina con una de Fito Paéz, he decidido que sólo puedo confiar en ella para temas sencillos como la lista de la compra y aún así algún día ha intentado colarme latas de atún en el supermercado. Si no fuera porqué soy una vegetariana convencida, habría caído en la trampa. Volviendo al tema (ven, lo que les decía…), me ha llamado la atención que “En Egipto se llamaban las bibliotecas el tesoro de los remedios del alma”, Jacques Beningne Bousset añade: “En efecto, curábase en ellas de la ignorancia, la más peligrosa de las enfermedades y el origen de todas las demás”. Por su parte, Borges creía que de existir un paraíso, sería algún tipo de biblioteca. No podría estar más de acuerdo con ellos. El partido de fútbol ha acabado y no sé el resultado porque en medio de la montaña nadie se pone a tirar petardos para celebrarlo, por suerte para mi perro que… no está aquí.